Sobre héroes y tumbas (63 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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No
son ni siquiera doscientos hombres, y ni siquiera son soldados ya: son seres derrotados y sucios, y muchos de ellos ya tampoco saben por qué combaten y para qué. El alférez Celedonio Olmos, como todos ellos, cabalga ceñudo y silencioso, recordando a su padre, el capitán Olmos, y a su hermano, muertos en Quebracho Herrado
.

Ochocientas leguas de derrotas. Ya no comprende nada, y las malignas palabras de Iriarte le vuelven constantemente: el general loco, el hombre que no sabe lo que quiere. ¿Y no había abandonado la Solana Sotomayor a Brizuela por Lavalle? Lo está viendo ahora a Brizuela: desgreñado, borracho rodeado de perros. ¡Que ningún enviado de Lavalle se acerque! Y ahora mismo ¿no marcha a su lado esa muchacha salteña? Ya nada entiende. Y todo era tan nítido dos años antes: la Libertad o la Muerte. Pero ahora…

El mundo se ha convertido en un caos. Y piensa en su madre, en su infancia. Pero vuelve a presentársele la figura del brigadier Brizuela: un mañero vociferante de trapo sucio. Los mastines lo rodean, rabiosos. Y luego vuelve a tratar de recordar aquella infancia.

Caminaba sin ver a su alrededor, mientras restos de pensamientos eran nuevamente fragmentados por violentas emociones, como edificios destruidos por un terremoto que son sacudidos por nuevos temblores.

Tomó un ómnibus y la sensación de que el mundo no tenía sentido se le presentó con mayor fuerza: un ómnibus que corría con tanta decisión y potencia hacia alguna parte que a él no le interesaba, un mecanismo tan preciso, técnicamente tan eficaz, llevándolo a él, que no tenía ningún objetivo ni creía ya en nada ni esperaba nada ni necesitaba ir a alguna parte; un caos transportado con horarios exactos, tarifas, cuerpos de inspectores, ordenanzas de tránsito. Y estúpidamente había tirado las inyecciones para el corazón y buscarlo ahora a Pablo para eso era como ir a un baile para encontrar a Dios o al Diablo. Pero el tren, el paso a nivel de la calle Dorrego, tal vez allí, un instante y se acabó, recordaba aquella vez el gentío, qué pasa, qué pasa, no se podía llegar hasta el centro del gentío, se oía qué horror, lo agarró descuidado, qué esperanza, qué está diciendo, se tiró adrede, se quiso matar y otro que gritaba aquí hay un zapato con un pie. O tal vez el agua, el puente de la Boca, pero el agua aceitosa allá abajo y acaso la posibilidad de dudar o arrepentirse en aquellos segundos de la caída, fragmentos de tiempo que pueden ser quién lo sabe existencias enteras, monstruosas y vastas como los segundos de una pesadilla. O encerrarse y abrir la llave del gas y tomar muchas píldoras como Juan Pedro, pero Nené dejó una rendija de la ventana, pobre Nené pensó con ironía cariñosa. Y su sonrisa en medio de la tragedia era como un solcito que fugazmente apareciera en un día tormentoso y frígido de grandes inundaciones y maremotos, mientras el guarda gritaba ¡terminal! y los últimos pasajeros bajaban qué, qué, dónde estaba, a ver sí, la avenida General Paz, eso es, una gran torre, de un zaguán salió un chiquilín corriendo y desde dentro una mujer, la madre seguramente, le gritaba te
voy
a dar bandido, y el chiquilín con su terror corrió hasta la esquina y allí dobló; tenía un pantaloncito marrón y un pullover colorado contra el cielo lluvioso y gris como una pequeña y transitoria
belleza
, por la misma vereda vio una muchacha de barrio con un impermeable amarillo y pensó va a hacer compras al almacén o facturas para tomar con mate, la madre o el padre jubilado le habría dicho linda tarde para matear con facturas, andá y compra algo, o acaso uno de esos muchachos que ellas llaman simpatía, que estaría franco y habría ido a charlar con ella, o a lo mejor la mandaba el hermano que tenía un tallercito por ahí mismo porque ahora veía un pequeño garaje donde había un hombre joven que podía ser el hermano con overall azul manchado de grasa y una llave inglesa en la mano que le decía al aprendiz andá Perico y pedile el cargador, y el aprendiz salía a paso rápido, pero todo era como un sueño y para qué todo: cargadores, llaves inglesas y mecánicos, y sentía pena por el chiquilín aterrorizado porque, pensaba, todos estamos soñando y entonces para qué ese castigo del chico y para qué arreglar autos y tener simpatías y luego casarse y
tener
hijos que también sueñen que viven y tengan que sufrir, ir a la guerra o luchar o desesperanzarse por simples sueños. Caminaba a la deriva, como un bote sin tripulantes arrastrado por corrientes indecisas, y realizaba movimientos mecánicos como los enfermos que han perdido casi totalmente la voluntad y la conciencia y sin embargo se dejan mover por los enfermeros y obedecen las indicaciones con oscuros restos de aquella voluntad y de aquella conciencia aunque no saben para qué. El 493, pensó, voy hasta Chacarita y después tomo el subte hasta Florida, después camino hasta el hotel. Así que subió al 493 y mecánicamente pidió boleto y durante media hora siguió viendo fantasmas que soñaban cosas activísimas, en la estación Florida salió por la calle San Martín, caminó por Corrientes hasta Reconquista y desde allí se dirigió al hospedaje
Warszwa
, Comodidades para Caballeros, subió por las escaleras sucias y rotas hasta el cuarto piso, y se arrojó sobre el camastro como si durante siglos hubiese recorrido laberintos.

Pedernera mira a Lavalle, que marcha un poco adelante, con sus bombachas gauchas, su arremangada y rota camisa, un sombrero de paja. Está enfermo, flaco, caviloso: parece el harapiento fantasma de aquel Lavalle del Ejército de los Andes… ¡Cuántos años han pasado! Veinticinco años de combates, de glorias y de derrotas. Pero al menos en aquel tiempo sabían por lo que combatían: querían la libertad del continente, luchaban por la Patria Grande. Pero ahora… Ha corrido tanta sangre por los ríos de América, han visto tantos atardeceres desesperados, han oído tantos alaridos de combates entre hermanos. Ahí mismo, sin ir más lejos, viene Oribe: ¿no luchó junto con ellos en el Ejército de los Andes? ¿Y Dorrego?

Pedernera mira sombríamente hacia los cerros gigantes, con lentitud su mirada recorre el desolado valle, parece preguntar a la guerra cuál es el secreto del tiempo…

La oscuridad del crepúsculo se posesionaba sigilosamente de los rincones e iba haciendo desaparecer en la nada los colores y las cosas. El espejo del roperito, trivial y barato, fue asumiendo la misteriosa importancia que todos los espejos (baratos o no) asumen en la noche, como ante la muerte todos los hombres asumen la misma misteriosa profundidad, sean mendigos o monarcas.

Y sin embargo quería verla, todavía.

Encendió la luz del veladorcito y se sentó en el borde de su cama. Sacó la gastada foto de uno de los bolsillos interiores y, acercándose un poco más al velador, la contempló con cuidado, como si examinase un documento poco legible, de cuya correcta interpretación dependen acontecimientos de gran importancia. De los muchos rostros que (como todos los seres humanos) Alejandra tenía, aquél era el que más le pertenecía a Martín; o, por lo menos, el que más le había pertenecido: era la expresión profunda y un poco triste del que anhela algo que sabe, por anticipado, que es imposible; un rostro ansioso pero ya de antemano desesperanzado, como si la ansiedad (es decir, la esperanza) y la desesperanza pudieran manifestarse a la vez. Y, además, con aquella casi imperceptible pero sin embargo violenta expresión de desdén contra algo, quizá contra Dios o la humanidad entera o, más probablemente, contra ella misma. O contra todo junto. No sólo de desdén, sino de desprecio y hasta de asco. Y no obstante él había besado y acariciado aquella temible máscara en una época que ahora le parecía remotísima, aunque se hubiese prolongado hasta poco tiempo atrás; del mismo modo que apenas despertamos ya parecen estar a inconmensurable distancia las imprecisas imágenes que nos conmovieron en el sueño o que nos aterrorizaron en las pesadillas. Y ahora, muy pronto, aquel rostro desaparecería para siempre con la pieza, con Buenos Aires, con el universo entero, con su propia memoria. Como si todo no hubiese sido más que una gigantesca fantasmagoría levantada por un hechicero irónico, y malvado. Y mientras profundizaba en aquella imagen estática, en aquella especie de símbolo de la imposibilidad, en el caos de su cabeza parecía vislumbrar, aunque muy confusamente, la idea de que no se mataba por ella, por Alejandra, sino por algo más hondo y permanente que no alcanzaba a definir: como si Alejandra hubiese sido nada más que uno de esos falsos oasis que prolongan la desesperada travesía en un desierto y cuyo desvanecimiento puede impulsar a la muerte, siendo que la causa última de la desesperación (y por lo tanto de la muerte) no es el falso oasis sino el desierto, implacable e infinito.

Su cabeza era un torbellino, pero un torbellino lento y pesado, no de aguas transparentes (aunque furiosas) sino de una pegajosa mezcla de residuos, de grasa y de cadáveres descompuestos junto a bellas fotografías desamparadas y restos de queridos objetos, como en las grandes inundaciones. Se veía en una siesta solitaria, caminando por la ribera del Riachuelo, “como un guachito” (le había oído decir una vez a un vecino), triste y solitario, cuando, después de la muerte de su abuela había puesto todo su cariño en el Bonito, que corría delante de él, que saltaba y perseguía algún gorrión, que ladraba alegremente. “Qué feliz es ser perro”, había pensado entonces y se lo había dicho a don Bachicha, que lo había escuchado pensativo, fumando su pipa. Y de pronto, en medio de aquella confusión de ideas y sentimientos, también recordó un verso: no de Dante ni de Homero sino de un poeta tan callejero y tan humilde como el Bonito. “Dónde estaba Dios cuando te fuiste”, se había preguntado aquel desdichado. Sí, dónde estaba Dios cuando su madre saltaba a la cuerda para matarlo. Y dónde estaba cuando al Bonito lo aplastó el camión de la Anglo: a Bonito, a un pobre e insignificante ser en el mundo, echando sangre por la boca, con toda la parte posterior de su cuerpito convertido en una inmunda pasta y con sus ojos mirándolo tristemente a él, en su espantosa agonía como haciéndole una pregunta muda y humilde; un ser que ninguna culpa tenía que pagar, ni suya ni de los demás, tan pequeño y tan pobre cosa como para merecer al menos la justicia de una muerte apacible, adormecido en su vejez, rememorando algún charco en verano, alguna larga caminata por el borde del Riachuelo en tiempos remotos y felices. Y dónde estaba Dios cuando Alejandra estaba con aquella inmundicia. Y también vio de pronto aquella escena del noticioso que nunca había podido olvidar, del noticioso que Alvarez guardaba en su casa y que lo pasaba siempre, con una especie de masoquismo; y volvía a ver, siempre, siempre, aquel chico de siete u ocho años, en el éxodo a través de los Pirineos, en medio de la nieve, entre docenas de miles de hombres y mujeres huyendo hacia Francia, solo y desvalido, corriendo a torpes saltitos con su única pierna y su muletita improvisada, en medio de la aterradora y huyente multitud anónima, como si la pesadilla de los bombardeos en Barcelona no terminase nunca y como si no hubiese dejado únicamente su pierna allá, en alguna noche infernal y anónima, sino que desde días que parecían siglos hubiera ido dejando trozos de su alma, arrastrados por la soledad y el miedo.

Y súbitamente fue sacudido por la idea.

Surgió de su alma exaltada como una descarga entre negros nubarrones de tormenta. Si el universo tenía alguna razón de ser, si la vida humana tenía algún sentido, si Dios existía, en fin, que se presentase allí, en su propio cuarto, en aquel sucio cuarto de hospedaje. ¿Por qué no? ¿Por qué hasta había de negarse a ese desafío? Si existía, Él era el fuerte, el poderoso. Y los fuertes, los poderosos pueden permitirse el lujo de alguna condescendencia. ¿Por qué no? ¿A quién haría bien, no presentándose? ¿Qué clase de orgullo podría así satisfacer? Hasta la madrugada, se dijo con una especie de placer rencoroso: el plazo definido y fijo lo hacía sentir de pronto dotado de un terrible poder y aumentaba su resentida satisfacción, como si se dijera ahora vamos a ver. Y si no se presentaba, se mataría.

Se levantó agitado, como renovado por una vitalidad repentina y monstruosa.

Empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro, mordiéndose las uñas y pensando, pensando como en un avión que cayese a tierra dando vueltas vertiginosas y al que, merced a un esfuerzo sobrehumano, lograse enderezar precariamente. Y de pronto se quedó paralizado y en tensión por un indefinido pavor.

Además, si Dios se aparecía, ¿cómo lo haría? ¿Y qué sería? ¿Una presencia infinita y aterradora, una figura, un gran silencio, una voz, una especie de suave y tranquilizadora caricia? ¿Y si se aparecía y él era incapaz de advertirlo? Entonces se mataría inútil y equivocadamente.

El silencio en el cuarto era grande: apenas se oían los murmullos de la ciudad, allá abajo.

Pensó que cualquiera de esos murmullos podía ser significativo. Se sintió como si, perdido en medio de una agitada muchedumbre de millones de seres humanos, debiera reconocer el rostro de un desconocido que le trae un mensaje salvador y del que no sabe más que eso: que es el portador del mensaje que puede salvarlo.

Se sentó en el borde de la cama: tiritaba, su cara ardía. Pensó: No sé, no sé, que se presente de cualquier modo. De cualquier modo. Si existía y quería salvarlo, ya sabría cómo debería hacerlo para no pasar inadvertido. Este último pensamiento lo tranquilizó por un instante y se recostó. Pero en seguida la agitación recomenzó y pronto se hizo insoportable. Nuevamente empezó a recorrer su cuarto, cuando de pronto se encontró en la calle, caminando al azar, como un náufrago que perdidas todas sus fuerzas, echado en el fondo de su bote, deja que su bote sea arrastrado por la tempestad y los vientos huracanados.

Son ya quince horas de marcha hacia Jujuy. El general va enfermo, hace tres días que no duerme, agobiado y taciturno se deja llevar por su caballo, a la espera de las noticias que habrá de traer el ayudante Lacasa.

¡Las noticias del ayudante Lacasa!, piensan Pedernera y Danel y Artayeta y Mansilla y Echagüe y Billinghurst y Ramos Mejía. Pobre general, hay que velar su sueño, hay que impedir que despierte del todo.

Y ahí llega Lacasa, reventando caballos para decir lo que todos ellos saben.

Así que no se acercan, no quieren que el general advierta que ninguno de ellos se sorprende del informe. Y desde lejos, apartados, callados, con cariñosa ironía, con melancólico fatalismo, siguen aquel diálogo absurdo, aquel informe negro: todos los unitarios han huido hacia Bolivia.

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