Insistí estúpidamente, pero terminé comprendiendo que
ya nada
podía ni debía hacer yo en aquel pequeño rincón del mundo que parecía esconder un ominoso secreto.
No volví a ver a Fernando hasta 1930.
Siempre es fácil profetizar el pasado, decía él, mordazmente. Ahora, después de casi treinta años, pequeños acontecimientos de aquel tiempo, al parecer casuales y sin trascendencia, revelan su sentido; como para el que acaba de leer una larga novela, una vez que los destinos están definitivamente cerrados, como con la muerte en la vida real, cobran un sentido profundo y muchas veces trágico, palabras tan triviales como “Alejo Karámazov era el tercer hijo de un propietario rural de nuestro distrito”. Nunca se sabe, hasta el final, si lo que un día cualquiera nos sucede es historia o simple contingencia, si es todo (por trivial que parezca) o es nada (por doloroso que sea). Hechos minúsculos me pusieron nuevamente en el camino de Fernando, después de varios años de alejamiento, como si ineluctablemente estuviera en mi destino y como si los esfuerzos para alejarme de él hubiesen sido vanos.
Pienso en aquel tiempo tan remoto y las palabras que acuden a mi mente son palabras como
ajedrez, Capablanca y Alekhine, Al Jolson, Cantando bajo la lluvia, Sacco y Vanzetti, Sandino y Nicaragua
. ¡Extraña y melancólica mezcla! Pero, ¿qué conjunto de palabras unidas al recuerdo de nuestra juventud no es extraña y melancólica? Todo lo que esas palabras pueden sugerir iba a culminar con aquel duro pero fascinante período en que la vida del país y nuestra propia existencia iban a sufrir un cambio radical. Momento precisamente vinculado a la presencia de Fernando, como si él fuese un símbolo oscuro de aquella época de mi vida y a la vez la causa más poderosa de mis cambios. Porque en aquel año 30 mi existencia entró en uno de sus momentos de crisis, es decir, de enjuiciamiento, y todo empezó a vacilar bajo mis pies: el sentido de mi vida, el sentido de mi país y el sentido de la raza humana en general: ya que cuando enjuiciamos nuestra propia existencia inevitablemente ponemos en juicio a la humanidad entera. Aunque también podría decirse que cuando empezamos a juzgar a la humanidad entera es porque en realidad estamos escrutando el fondo de nuestra propia conciencia.
Fueron años dramáticos y exaltados.
Pienso por ejemplo en Carlos, del que nunca supe su verdadero apellido. Todavía lo estoy viendo, todavía me conmueve, inclinado encarnizadamente sobre aquellas ediciones baratas de treinta o cuarenta centavos, moviendo los labios con enorme trabajo, apretando los puños contra las sienes, como un muchacho desesperado que, sudando, penosamente, busca y finalmente desentierra un cofre en el que le han dicho que está la clave de su existencia desdichada, el significado críptico de sus sufrimientos de muchacho obrero. ¡La Patria! ¿La patria de quién? Habían llegado por millones de las cuevas de España, de las miserables aldeas de Italia, de los Pirineos. Parias de todos los confines del mundo, hacinados en las bodegas pero soñando: allá les espera la libertad, ahora no serían más bestias de carga. ¡América! El país mítico donde el dinero se encontraba tirado en las calles. Y luego el trabajo duro, los salarios miserables, las jornadas de doce y catorce horas. Ésa había sido finalmente la verdadera América para la inmensa mayoría: miseria y lágrimas, humillación y dolor, añoranza y nostalgia. Como niños engañados con cuentos de hadas y llevados a la esclavitud. Y entonces ellos, o sus hijos, dirigían sus miradas a otras utopías, a tierras futuras de las que hablaban libros violentos y a la vez llenos de ternura por ellos, por los miserables; libros que les hablaban de tierra y libertad, y los empujaban a la revuelta. Y entonces mucha sangre corrió en las calles de Buenos Aires, y muchos hombres y mujeres y hasta niños de esos infelices murieron en 1905, en 1908, en 1910. ¡El Centenario de la Patria! ¿De la patria de quién?, se preguntaba Carlos con una mueca irónica y dolorida. No había patria, ¿no lo sabía yo? Había el mundo de los amos y el mundo de los esclavos. ¡Pan y libertad!, gritaban obreros venidos de cualquier parte, mientras los señores, aterrorizados y furiosos, lanzaban la policía y el ejército sobre aquella turbamulta. Y así más sangre y entonces más huelgas y manifestaciones y nuevamente atentados y bombas. Y mientras el hijo del señor estudiaba en algún liceo de Suiza o de Inglaterra o de Francia, el hijo de aquel obrero sin nombre trabajaba en los frigoríficos por cincuenta centavos al día, se volvía tuberculoso en las cámaras frías y finalmente agonizaba en anónimos e inmundos hospitales. Y mientras aquel otro muchacho leía a Keats y Baudelaire, este otro descifraba con dificultad, como Carlos en ese momento, algún texto de Malatesta o Bakunin; y algún niño llamado Roberto Arlt aprendía en las calles el sentido
general
de la existencia humana. Hasta que estalló la Gran Revolución. ¡La Edad de Oro estaba próxima! ¡De pie los pobres del mundo! El Apocalipsis de los Poderosos. Y nuevas generaciones de muchachos pobres y de estudiantes inquietos o disconformes leyeron a Marx y Lenin, a Gorki y Kropotkin. Y uno de ellos era aquel Carlos, que ahora yo vuelvo a ver, como si lo tuviera delante de mí, como si no hubieran pasado treinta años, deletreando aquellos libros, empecinado y ansioso. Se me aparece ahora como un símbolo de aquel colapso del 30, cuando, con el derrumbe de sus templos de Wall Street, la religión del Progreso Indefinido empezó a llegar a su término. Quebraban cadenas de imponentes bancos, grandes industrias se hundían, decenas de millones se suicidaban. Y la crisis de la metrópoli de aquella arrogante religión laica se extendía en violentos maremotos hasta las regiones más remotas del planeta. Y aquí cayó Yrigoyen, en Puerto Nuevo
empezó
a levantarse un mundo de ex hombres, largas filas esperaban en las ollas populares, emplea-duchos, sin empleo oían extáticamente en el Marzotto amargos y descreídos tangos de Discépolo, Scalabrini escribía un manual del porteño solitario, Barceló dominaba Avellaneda con sus prostíbulos y garitos. La hora del bar automático y de los rufianes.
La miseria y el descreimiento se apoderaban acremente de la ciudad babilónica. Rufianes, asaltantes solitarios, salones con espejos y tiro al blanco, borrachos y vagos, desocupados, mendigos, putas a dos pesos. Y como fulgurantes enviados del Castigo y la Esperanza aquellos hombres y muchachos que se unían en tugurios a preparar la Revolución Social.
Carlos, entonces.
Fue uno de los eslabones que me condujo de nuevo a Fernando, aunque luego se alejó de él como un santo del Demonio. Acaso usted mismo lo haya conocido, porque tenía relaciones con el grupo de anarquistas de La Plata, y hasta ahora creo recordar que en alguna ocasión lo mencionó. Pienso que su amarga experiencia con Fernando fue lo que lo separó del anarquismo y lo llevó al movimiento comunista; aunque, como usted puede figurarse, ese simple hecho no podía transformar su mentalidad, que permaneció siempre la misma; mentalidad que explica su expulsión del movimiento comunista bajo la acusación de terrorismo. No supe más de él hasta 1938, en aquel invierno de 1938, cuando empezaron a llegar a París, ilegalmente, los hombres y mujeres que lograron atravesar los Pirineos después de la derrota en España. Paulina (pobre Paulina) a quien oculté varias veces en mi pieza de la Rue des Écoles, me contó la muerte de Carlos en el mismo tanque en que murió Etchebehere, otro argentino. ¿Qué, se había vuelto trotskista? Paulina lo ignoraba: sólo lo había visto una vez: hosco y solitario como siempre, estoico, impenetrable.
Carlos era un espíritu religioso y puro. ¿Cómo podía aceptar y comprender
a
comunistas como Crámer? ¿Cómo podía aceptar y comprender a los hombres en general? La encarnación, el mal original, la caída, ¿cómo aquel ser purísimo podía admitir esa contaminada condición del hombre? Pero es sobremanera curioso que seres que en cierto modo no son humanos ejerzan tan grande influencia sobre los meramente humanos. Yo mismo fui arrastrado al comunismo por la sola
fuerza
de su presencia y de su pureza, y su alejamiento también produjo el mío, acaso porque yo era un adolescente que no terminaba de aceptar la dura realidad. Dudo que ahora juzgase con la misma severidad a los militantes como Crámer, sus luchas por el poder personal, sus mezquindades, sus hipocresías y sordideces. Porque ¿cuántos hombres tendrían derecho a hacerlo? Y porque ¿dónde, Dios mío, sería posible encontrar seres humanos exentos de esa basura sino en los dominios, casi ajenos a la condición humana, de la adolescencia, la santidad o la locura?
Como un mensajero que ignora el contenido de la carta, aquel muchacho desconocido era el que habría de ponerme una vez más en el camino de Fernando.
En los últimos días de enero de 1930, cuando, terminadas mis vacaciones en Capitán Olmos, yo volvía para inscribirme en aquella pensión de la calle Cangallo, casi en forma mecánica, por la fuerza de la costumbre, me dirigí al café
La Academia
. ¿A qué iba? A ver a Castellanos, a Alonso, a seguir las eternas partidas de
ajedrez
. A ver lo de siempre. Porque todavía no había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y que nuestros pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignoraba todavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a la larga, trágica.
Con Alonso jugaba un nuevo que se parecía a Emil Ludwig. Se Llamaba Max Steinberg. Puede parecer asombroso que gente desconocida y al parecer encontrada por azar, me llevara hasta alguien que había nacido en mi mismo pueblo, que pertenecía a una familia vinculada a la nuestra tan entrañablemente. Aquí deberíamos admitir uno de los axiomas maniáticos de Fernando: no hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que se busca, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de nuestro corazón. Porque si no, ¿cómo el encuentro con una misma persona no produce en dos seres los mismos resultados? ¿Por qué a uno el encuentro con un revolucionario lo lleva a la revolución y al otro lo deja indiferente? Razón por la cual parece como que uno termina por encontrarse al final con las personas que debe encontrar, quedando así la casualidad reducida a límites muy modestos. De modo que esos encuentros que en la vida de cada uno nos parecen asombrosos, como el reencuentro mío con Fernando, no son otra cosa que la consecuencia de esas fuerzas desconocidas que nos aproximan a través de la multitud indiferente, como las limaduras de hierro se orientan a distancia hasta los polos de un poderoso imán; movimientos que constituirían motivo de asombro para las limaduras si tuviesen alguna conciencia de sus actos sin alcanzar a tener, empero, un conocimiento pleno y total de la realidad. Así, marchamos un poco como sonámbulos, pero con la misma seguridad de los sonámbulos, hacia los seres que de algún modo son desde el comienzo nuestros destinatarios. Y he caído en estos pensamientos porque estaba a punto de decirle, hace un instante, que mi vida, hasta el encuentro con Carlos, había sido la de un estudiante cualquiera: con sus típicos problemas e ilusiones, con sus bromas en las aulas o en la pensión, con sus primeros amores y con sus audacias y timideces. Y ya antes de empezar a escribir esas palabras comprendí que no era del todo cierto, que iba a dar una idea equivocada de mi período anterior al encuentro, y que esa idea equivocada iba a ser sorprendente de lo que en verdad fue mi reencuentro con Fernando. El asombro queda reducido y generalmente aniquilado cuando miramos más a fondo las circunstancias que rodearon al hecho aparentemente insólito. Y así, en definitiva, parece quedar relegado al mero mundo de las apariencias, como hijo de la miopía, la torpeza y la distracción. En aquellos cinco años, en efecto, yo había vivido obsesionado con aquella familia, y no lograba apartar de mi recuerdo ni a Ana María, ni a Georgina ni a Fernando: latían en lo más hondo de mi ser y se me aparecían con frecuencia en mis sueños. Pienso ahora también que, ya en aquellos encuentros de 1925, yo le había oído a Fernando repetidas veces su plan de formar con el tiempo una banda de asaltantes y terroristas. Y ahora creo que aquella idea suya, que en ese momento me pareció disparatada, quedó grabada sin embargo en mi interior y acaso mi acercamiento inicial a los grupos anarquistas fue determinado, sin saberlo yo mismo, como tantos otros movimientos de mi espíritu, por ideas y obsesiones de Fernando. Ya le expliqué que este hombre ejerció sobre una cantidad de muchachos y muchachas una influencia invencible y a menudo perniciosa, ya que sus ideas y hasta manías se propagaron en una cantidad de seres que resultaban así como la caricatura turbia y barata de aquel demonio. De este modo usted podrá comprender lo que antes le expliqué: que no fue tan sorprendente mi reencuentro con él, ya que de cuantas personas iba conociendo yo apartaba, sin saberlo, las que no me aproximaban a Fernando, y cuando advertí que Max y que Carlos pertenecían a grupos anarquistas, inmediatamente me adherí a ellos; y como esos grupos, aquí como en cualquier parte del mundo, son muy minoritarios y están siempre vinculados entre sí (aunque, como pasó en este caso, por la incompatibilidad o la desaprobación), yo tenía que encontrarme, fatalmente, con Fernando. Me dirá usted por qué, si ése era mi propósito final, no lo busqué a Fernando en su propia casa de Barracas; pero entonces yo deberé responderle que encontrarlo a Fernando no era de ningún modo un propósito consciente sino una obsesión casi inconfesable; por el contrario, jamás mi
razón y
mi conciencia habían aprobado ni mucho menos recomendado ir en busca de aquel individuo que sólo podía traerme, como me trajo, perturbación y dolor. Hubo, todavía, otros factores que facilitaron aquel movimiento inconsciente. Creo haberle dicho que perdí tempranamente a mi madre y que, para colmo, me mandaron a estudiar a una gran ciudad tan alejada de mi casa. Estaba solo, era tímido y por desgracia tenía una sensibilidad desdichada. ¿Qué podía parecerme el mundo sino un caos lleno de maldad, de injusticia y de sufrimiento? ¿Cómo no iba a refugiarme en la soledad y en esos mundos lejanos de la fantasía y de la novela? Es casi inútil que le diga que adoraba a Schiller y sus bandidos, a Chateaubriand y sus héroes americanos, al Goetz von Berlichingen. Estaba preparado para leer a los rusos y quizá los hubiera leído ya en aquel momento si en lugar de ser hijo de burgueses que era hubiese sido, como tantos otros muchachos que después conocí, hijo de obreros o de familia pobre; pues, en aquellos muchachos, la Revolución Rusa era el gran acontecimiento de nuestro tiempo, la gran esperanza, y era más fácil encontrar jóvenes que leían a Gorki que a Mansilla o Cané. He ahí una de las grandes contradicciones de nuestra formación y uno de los hechos que durante tanto tiempo cavó abismos entre nosotros y nuestra propia patria; por tomar contacto con una realidad fuimos enajenados de otra. Pero ¿qué es nuestra patria sino una serie de enajenaciones? Sea como fuera, así terminé mi bachillerato en 1929. Me acuerdo todavía algunos días después de terminados los exámenes, cuando el colegio quedó en esa soledad melancólica tan característica y total en que quedan los colegios cuando sus muchachos se han dispersado en las grandes vacaciones. Sentí entonces la necesidad de ver por última vez el lugar en que habían transcurrido cinco años que no volverían más. Fui a los jardines y me senté sobre el borde de uno de los canteros y permanecí pensativo durante un buen tiempo. Luego me levanté y me acerqué a aquel árbol en que varios años antes había grabado mis iniciales, cuando todavía era un niño:
B.B. 1924
. ¡Qué solo me encontraba en aquel entonces! ¡Qué indefenso y triste, un chico de pueblo, en una ciudad ajena y monstruosa!