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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (53 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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—Porque usted —le dijo Martín en aquel retorno, levantando por un instante la cabeza que empecinadamente miraba hacia el suelo, en aquel gesto de su juventud y seguramente de su infancia que no cambiaría y que, como las impresiones digitales, acompañan a uno hasta la muerte—, porque usted también la quiso, ¿no es así?

Conclusión a la que, ¡por fin!, habría llegado allá en el sur, en larguísimas y silenciosas noches de meditación. Y Bruno, encogiéndose de hombros, permaneció callado. Porque, ¿qué podría decirle?, ¿y cómo explicarle lo de Georgina y aquella suerte de espejismo de la infancia? Y, sobre todo, porque ni siquiera estaba seguro de que fuese cierto, al menos cierto en el sentido en que Martín podía imaginarlo. Así que no respondió y se limitó a mirarlo ambiguamente, pensando que después de varios años de silencio y de lejanía, de años de cavilación en aquellas soledades, aquel muchacho estoico todavía necesitaba contar a alguien su historia; y porque acaso todavía, ¡todavía!, esperaba encontrar la clave del trágico y maravilloso desencuentro, respondiendo a esa necesidad ansiosa, pero cándida, que los seres humanos sienten de encontrar esa presunta clave; siendo que, probablemente, esas claves, de existir, han de ser tan confusas y a su vez tan insondables como los acontecimientos mismos que pretenden explicar. Pero en aquella primera noche que siguió al incendio, Martín parecía un náufrago que hubiese perdido la memoria. Había vagado por las calles de Buenos Aires y cuando estuvo frente a él ni siquiera supo qué decirle. Lo veía a Bruno fumando, esperando, mirándolo, comprendiéndolo, ¿pero qué? Alejandra estaba muerta, bien muerta, horriblemente muerta por las llamas y todo era inútil v en cierto modo fantástico. Y cuando se decidió a irse, Bruno le apretó el brazo y le dijo algo que no entendió bien o que en todo caso después le fue imposible recordar. Luego, por la calle, volvió a andar como un sonámbulo y volvió a recorrer aquellos lugares donde parecía como si en cualquier momento ella pudiera surgir.

Pero poco a poco Bruno fue sabiendo cosas, fragmentos, en aquellas otras entrevistas, en aquellos absurdos y por momentos insoportables encuentros. Martín hablaba de pronto como un autómata, decía frases inconexas, parecía buscar algo así como un rastro precioso en arenas de una playa que han sido barridas por un vendaval. Frágiles huellas de fantasmas, además. Buscaba la clave, el sentido oculto. Y Bruno podía saber,
tenía
que saber: ¿no conocía a los Olmos desde su infancia?, ¿no había visto casi nacer a Alejandra?, ¿no había sido amigo o algo así de Fernando? Porque él, Martín, no entendía nada: sus ausencias, esos extraños amigos, Fernando, ¿qué? Y Bruno se limitaba a mirarlo, a comprenderlo y seguramente a compadecerlo. La mayor parte de los hechos decisivos
recién
los supo Bruno cuando Martín volvió de aquella región remota en que se había enterrado, cuando el tiempo parecía haber asentado aquel dolor en el fondo de su alma, dolor que parecía volver a enturbiar su espíritu con la agitación y el movimiento que le trajo aquel reencuentro con los seres y las cosas que estaban indisolublemente unidos a la tragedia. Y aunque para ese entonces la carne de Alejandra estaba podrida y convertida en tierra, aquel muchacho, que ya era un verdadero hombre, seguía no obstante obsesionado por su amor, y quién cabe por cuántos años (probablemente hasta su propia muerte) seguiría obsesionado; lo que, a juicio de Bruno, constituía algo así como una prueba de la inmortalidad del alma.

El “tenía” que saber, se decía a sí mismo Bruno, con triste ironía. Claro que “sabía”. Pero, ¿en qué medida, con qué calidad de conocimiento? Pues ¿qué conocemos en definitiva del misterio último de los seres humanos, aun de aquellos que han estado más cerca de nosotros? Lo recordaba en aquella primera noche allí; se le ocurría uno de esos chicos que aparecen fotografiados en los diarios, después de terremotos o descarrilamientos nocturnos, sentados sobre algún atado de ropa o sobre algún montón de escombros, con los ojos gastados y envejecidos repentinamente, con ese poder que tienen las catástrofes para realizar sobre el cuerpo y sobre el alma del hombre, en pocas horas, la devastación que lentamente traen los años, las enfermedades las desilusiones y muertes. Después superponía a aquella imagen desolada otras posteriores, donde, como esos inválidos, que se levantan con el tiempo de sus propias ruinas, ayudados de muletas, ya lejos de la guerra en que casi murieron, pero ya sin ser lo que eran antes, pues sobre ellos pesa, y para siempre, la experiencia del horror y de la muerte. Lo veía con los brazos caídos, con la mirada fija en un punto que generalmente quedaba detrás y a la derecha de la cabeza de Bruno. Parece escarbar en su memoria con encarnizamiento callado y doloroso, como un herido de muerte que intenta extraer de su carne desgarrada, con infinito cuidado, la flecha envenenada. “Qué solo está”, pensaba entonces Bruno.

—No sé nada. No entiendo nada —decía de pronto—.

Aquello con Alejandra era…

Y dejaba la frase sin terminar, mientras levantaba su cabeza, que había estado inclinada hacia el suelo, y miraba por fin a Bruno, pero como si a pesar de todo no lo viese.

—Más bien… —balbuceaba, buscando las palabras con empecinada ansiedad, como si temiera no dar la idea exacta de lo que había sido “aquello con Alejandra”; y que Bruno, con veinticinco años más, podía completar fácilmente diciéndose “aquello que a la vez fue maravilloso y siniestro”.

—Usted sabe… —murmuraba, apretándose dolorosa-mente los dedos—, no tuve una relación clara… nunca entendí…

Sacaba su famoso cortaplumas blanco, lo examinaba, lo abría.

—Muchas veces pensé que era como una serie de fogonazos, de…

Buscaba la comparación.

Como estallidos de nafta, eso es…, como estallidos de nafta en una noche oscura, en una noche tormentosa…

Sus ojos se volvían a fijar sobre Bruno, pero seguramente miraban hacia su propio mundo interior, obsesionados por aquella visión.

Fue en aquella ocasión, después de una pausa meditativa, cuando agregó:

—Aunque a veces…, muy pocas veces, es cierto… me pareció que pasaba a mi lado una especie de descanso.

Descanso (pensaba Bruno) como el que pasan en un hoyo o en un refugio improvisado los soldados que avanzan a través de un territorio desconocido y tenebroso, en medio de un infierno de metralla.

—Tampoco podría precisar qué clase de sentimientos…

Levantó nuevamente su mirada, pero esta vez para verlo de verdad, como pidiéndole una clave, pero como Bruno no dijera nada, la volvió a bajar, examinando el cortaplumas blanco.

—Claro —murmuró—, eso no podía durar. Como en tiempos de guerra, cuando se vive al instante… supongo… porque el porvenir es incierto, y siempre terrible.

Después le explicó que en aquel mismo frenesí fueron apareciendo las señales de la catástrofe, como es posible imaginar lo que va a ocurrir en un tren en que el maquinista ha enloquecido. Lo inquietaba, pero al mismo tiempo lo atraía. Volvió a mirarlo a Bruno.

Y entonces Bruno, tanto por decir algo, tanto por llenar aquel vacío, dijo:

—Sí, comprendo.

Pero, ¿qué es lo que comprendía? ¿Qué?

III

La muerte de Fernando (me dijo Bruno) me ha hecho repensar no sólo su vida sino la mía, lo que revela de qué manera y en qué medida mi propia existencia, como la de Georgina, como la de muchos hombres y mujeres, fue convulsionada por la existencia de Fernando.

Me preguntan, me acosan: “usted que lo ha conocido de cerca”. Pero las palabras “conocido” y “cerca”, tratándose de Vidal, son poco menos que irrisorias. Es cierto que viví en su proximidad en tres o cuatro momentos decisivos y que conocí parte de su personalidad: esa parte que, como la de la luna, estaba vuelta hacia nosotros. También es cierto que tengo algunas hipótesis sobre su muerte, hipótesis que sin embargo no me siento inclinado a manifestar, tan grande es la probabilidad de equivocarse sobre él.

Estuve (materialmente) cerca de Fernando en algunos momentos de su vida, ya lo dije: durante nuestra niñez en Capitán Olmos, hacia 1923; dos años más tarde, en la casa de Barracas, cuando ya había muerto su madre y el abuelo lo había llevado allí; luego, en 1930, cuando muchachos en el movimiento anarquista y, finalmente, en encuentros fugaces en los últimos años. Pero ya en este último tiempo era un individuo ajeno completamente a mi vida, y en algún sentido ajeno a la existencia de todos (aunque no de Alejandra, claro que no). Era ya lo que verdaderamente se llama o se puede llamar un alienado, un ser extraño a lo que consideramos, quizá candorosamente, “el mundo”. Y todavía recuerdo aquel día, no hace mucho tiempo, cuando lo vi caminando como un sonámbulo por la calle Reconquista y pareció no verme, o hizo como que no me veía, pues ambas posibilidades son igualmente legítimas tratándose de él, cuando hacía más de veinte años que no nos encontrábamos y cuando para un espíritu corriente había tantos motivos para detenerse y conversar. Y si me vio, como es posible, ¿por qué fingió no verme? A esta pregunta no se le puede dar una respuesta unívoca, tratándose de Vidal. Una de las posibles contestaciones es que atravesase por entonces uno de sus períodos de delirio de persecución, en que podría huir de mi presencia no a pesar de ser un viejo conocido sino precisamente por eso.

Pero vastos espacios de su vida me son absolutamente desconocidos. Sé, claro, que anduvo por muchos países; aunque, refiriéndose a Fernando, más apropiado sería decir que “huyó” por diversos países. Hay rastros de esos viajes, de esas exploraciones. Hay vestigios fragmentarios de su paso a través de personas que lo vieron o sintieron hablar de él: Lea Lublín lo encontró una vez en el
D
ô
me
; Castagnino lo vio comiendo en una cantina cercana a la Piazza di Spagna, aunque apenas advirtió que lo reconocían se puso detrás de un diario, como si leyera con suma atención y miopía; Bayce confirmó un párrafo de su Informe: lo encontró en el café Tupí Nambá, de Montevideo. Y así todo. Porque nada sabemos a fondo y coherentemente de sus viajes, y mucho menos de aquellas expediciones por las islas del Pacífico o por el Tíbet. Gonzalo Rojas me contó que una vez le hablaron de un argentino “así y así” que anduvo haciendo averiguaciones en Valparaíso para embarcarse en una goleta que hace periódicamente viajes a la isla Juan Fernández; por sus datos y por mis explicaciones, llegamos a la conclusión de que era Fernando Vidal. ¿Qué fue a hacer a aquella isla? Sabemos que estaba vinculado con espiritistas y gente ocupada en magia negra; pero el testimonio de esa clase de individuos hay que considerarlo como problemático. De todos aquellos episodios oscuros, quizá lo único que pueda darse como fehaciente fue su encuentro con Gurdjieff en París, y eso por la pelea que tuvo con él y por las consecuencias policiales. Acaso usted me invoque sus memorias, el famoso Informe. Yo pienso que no se las puede tomar como documentos fotográficos de los hechos originarios, aunque deban considerarse como auténticas en un sentido más profundo. Parecen revelar sus momentos de alucinación y de delirio, momentos que en rigor abarcaron casi toda la última etapa de su existencia, esos momentos en que se encerraba o en que desaparecía. Esas páginas se me ocurren, de pronto, como si hundiéndose Vidal en los abismos del infierno agitara un pañuelo de despedida, como quien pronuncia delirantes e irónicas palabras de despedida; o quizá, desesperados gritos de socorro, oscurecidos y disimulados por su jactancia y por su orgullo.

Todo esto estoy tratando de contarle desde el principio, pero me veo arrastrado una y otra vez a decirle generalidades. Y hasta me es imposible pensar nada importante sobre mi propia vida que no tenga de alguna manera que ver con la vida tumultuosa de Fernando. Su espíritu sigue dominando al mío, aún después de su muerte. No me importa: no tengo el propósito de defenderme de sus ideas, de esas ideas que hicieron y deshicieron mi vida, aunque no la de él: como esos peritos en explosivos que pueden armar y desarmar sin riesgos una bomba. No volveré a plantearme, pues, esa clase de escrúpulos ni a hacer estas inútiles reflexiones laterales. Por otra parte, me considero lo bastante justiciero para admitir que era superior a mí. Mi acatamiento era natural, hasta el punto de sentir descanso y cierta voluptuosidad en su reconocimiento. Y no obstante nunca lo quise, aunque a menudo lo admirara. Detestándolo, nunca me fue indiferente. No era de esa clase de seres que se puede ver pasar a nuestro lado con indiferencia: instantáneamente nos atraía o nos repelía, y por lo general de los dos modos a la vez. Había en él como una fuerza magnética, que podía ser de atracción o de repulsión, y cuando entraban en su zona de influencia personas contemplativas o vacilantes como yo, eran sacudidas, como las pequeñas brújulas que entran en regiones convulsionadas por tormentas magnéticas. Para colmo, era un individuo cambiante, que pasaba de los más grandes entusiasmos a las más profundas depresiones. Ésa era una de sus cien contradicciones. De pronto razonaba con una lógica de hierro, y de pronto se convertía en un delirante que, aun conservando todo el aspecto del rigor, llegaba hasta los disparates más inverosímiles, disparates que sin embargo, le parecían conclusiones normales y verdaderas. De pronto le gustaba conversar brillantemente, y en cierto momento se convertía en un solitario al que nadie se habría atrevido a dirigirle la palabra. Mencioné, creo, la palabra “lujuria”, entre las que podrían caracterizar su condición; y sin embargo en algunos momentos de su vida se entregó a un ascetismo repentino y durísimo. Unas veces era contemplativo, otras se entregaba a una frenética actividad. Yo lo he visto en Capitán Olmos, de chico, cometer actos de horrible crueldad con animales indefensos y luego en actitudes de ternura que eran totalmente incompatibles. ¿Simulaba? ¿Era una representación que hacía ante mí, movido por su ironía, su cinismo? No lo sé. Había momentos en que parecía admirarse con un narcisismo que repugnaba, y al instante repetía sobre sí mismo los juicios más despreciativos. Defendía a América y luego se reía de los indigenistas. Cuando, arrastrado por sus epigramas o sarcasmos a propósito de nuestros proceres, alguien agregaba alguna minúscula contribución, era aniquilado en seguida con una ironía de signo opuesto. Era todo lo contrario, en suma, de lo que se estima por una persona equilibrada, o simplemente por lo que se considera una persona si lo que diferencia a una persona de un individuo es cierta dureza, cierta persistencia y coherencia de las ideas y sentimientos, no había ninguna clase de coherencia en él, salvo la de sus obsesiones, que eran rigurosas y permanentes. Era todo lo opuesto a un filósofo, a uno de esos hombres que piensan y desarrollan un sistema como un edificio armonioso; era algo así como un terrorista de las ideas, una suerte de antifilósofo. Tampoco su cara permanecía idéntica a sí misma. La verdad es que siempre pensé que en él habitaban varias personas diferentes. Y aunque sin duda era un canalla, me atrevería a afirmar que sin embargo había en él cierta especie de pureza, aunque fuera una pureza infernal. Era una especie de santo del infierno. Alguna vez le oí decir, justamente, que en el infierno, como en el cielo, hay muchas jerarquías, desde los pobres y mediocres pecadores (los pequeños burgueses del infierno, decía) hasta los grandes perversos y desesperados, los negros monstruos que tenían el derecho a sentarse a la derecha de Satanás; y es posible que sin decirlo explícitamente estuviera confesando en aquel momento un juicio sobre su propia condición.

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