Y cuando aquella noche de 1928 un zapatero tolstoiano sostuvo que nadie tenía derecho a matar a nadie, y mucho menos en nombre del anarquismo; y que hasta la vida de los animales era sagrada, motivo por el cual él se alimentaba con verdura, un joven desconocido, de quizá diecisiete años, alto y moreno, de ojos verdosos y expresión irónica y dura, respondió:
—Es probable que comiendo lechuga usted mejore el funcionamiento de sus intestinos, pero me parece muy difícil que logre echar abajo la sociedad burguesa.
Todos miraron a aquel joven desconocido.
Y otro tolstoiano salió en defensa del zapatero, recordando la leyenda de cuando Buda se dejó devorar por un tigre para aplacar su hambre. Pero un partidario de la violencia justa preguntó qué habría hecho Buda si hubiera visto que el tigre no se precipita sobre él sino sobre un niño indefenso. Después de lo cual la discusión se hizo tormentosa, sarcástica, lírica, agraviante, tonta, candorosa o brutal según los temperamentos, demostrando una vez más que una sociedad sin clases y sin problemas sociales tal vez sea tan violenta e inarmónica como ésta. Salieron una vez más los mismos argumentos y los mismos recuerdos: ¿no se justificaba que Radovitsky hubiese matado al jefe de policía culpable de la masacre del primero de mayo de 1909? ¿No reclamaban venganza los ocho proletarios muertos y los cuarenta heridos? ¿No había mujeres entre los sacrificados? Sí, quizá. El Estado Burgués defendía implacablemente sus privilegios, armado hasta los dientes, no perdonaba vida ni libertad, la justicia y el honor no existían para esos déspotas que sólo perseguían el mantenimiento de sus privilegios. Pero ¿y los inocentes que se mataban a veces con las bombas anarquistas? Y además, ¿podría alcanzarse una sociedad mejor mediante la violencia y la venganza? ¿No eran los anarquistas los verdaderos depositarios de los mejores valores humanos: de la justicia y la libertad, de la hermandad y el respeto al ser viviente? Y luego ¿era admisible que en nombre de esos altos principios se aplastase a meros pagadores de bancos o de casas de comercio, que al fin de cuentas eran inocentes, y se los masacrara para obtener dinero que se utilizaba para colmo con fines dudosos? Momento en que el debate terminó en medio de un gran tumulto de insultos, de gritos y finalmente de armas. Tumulto que apenas logró apaciguar
González
Pacheco recurriendo a su talento oratorio y recordando a los anarquistas presentes que de ese modo justificaban las peores acusaciones de la burguesía.
En aquellas circunstancias, me contó Max, encontró a Fernando. Le llamó la atención su frase epigramática y su rostro. Salieron con él y con otro llamado Podestá, a quien después conocí. Así se dio el primer paso en la formación de la banda que seguramente quería organizar y encabezar ese Podestá, pero que inevitablemente encabezaría Fernando. Era Osvaldo R. Podestá un sujeto que cuando lo conocí me repelió instantáneamente: había en él algo equívoco y tortuoso. Sus maneras eran suaves, casi afeminadas, y era relativamente culto, pues había alcanzado el cuarto año del bachillerato antes de unirse a la banda de Di Giovanni. Entornaba los ojos y miraba medio de costado en una forma desagradable. Con el tiempo confirmé aquella primera impresión, cuando conocí su trayectoria; cuando con el fusilamiento de Di Giovanni, perseguido el movimiento con toda la fuerza de la ley marcial, después del asalto que con la banda de Fernando hicieron al pagador de la casa Braceras, huyó al Uruguay en una lancha de contrabandistas y luego pasó a España. Allá empezó a actuar en el pistolerismo sindical, trabajando en una lucha a muerte con la patronal (hubo trescientos muertos en esos años que precedieron a la guerra civil), pero, por algún motivo que desconozco, se hizo sospechoso de actuar en conveniencia con la policía. En prueba de la lealtad, se ofreció a matar a la persona que se le designase. Se le indicó al propio jefe de policía de Barcelona, y Podestá lo mató a tiros, con lo que parece que renovó su crédito. Pero cuando se produjo la guerra civil, cometió tales atrocidades con su banda, que la Federación Anarquista Ibérica decretó su muerte. Sabedor de la decisión, Podestá y dos de sus amigos intentaron huir desde el puerto de Tarragona en un bote a motor cargado de objetos y dinero, pero fueron ametrallados a tiempo.
Que alguien como Fernando tuviese a un ser como Podestá en su banda es explicable. Lo singular es que un muchacho como Carlos haya podido actuar con semejante compañía, y sólo su misma pureza puede explicar el fenómeno. No debe usted olvidar, además, que el poder de convicción de Fernando era ilimitado y no debe haberle resultado muy dificultoso probarle que aquél era el único medio de lucha contra la sociedad burguesa. No obstante lo cual terminó apartándose asqueado de ellos, cuando por fin advirtió que el dinero de sus asaltos no iba a engrosar el fondo de ningún sindicato ni a ayudar las familias o huérfanos de camaradas presos o deportados. Pues precisamente su alejamiento se produjo cuando supo que Gatti no había recibido los fondos que Fernando se había comprometido a darle para la fuga del penal de Montevideo, y la fuga, que ya no podía postergarse, fue organizada con dinero urgentemente obtenido por otro lado. Carlos estimaba mucho a Gatti (yo mismo lo verifiqué) y aquel suceso fue para él definitivamente revelador. Quizá usted recuerde la famosa fuga del penal de Montevideo, en que catorce condenados escaparon por un túnel de más de treinta metros excavado bajo la dirección de Gatti, a quien se lo conocía por “el ingeniero”, desde una presunta carbonería establecida frente a la cárcel. Gatti trabajaba científicamente, utilizaba brújula, mapas, una pequeña excavadora eléctrica y una vagoneta arrastrada sobre rieles mediante cuerdas que evitaban el ruido; la tierra se acumulaba en bolsas aparentemente de carbón, que luego eran retiradas en camiones. Estas complicadas y largas operaciones demandaban muchísimo dinero, que en su mayor parte salía de los asaltos. Pero, como usted comprenderá, y como Fernando solía decir con sorna, todo resultaba a la postre una especie de autofagia: se asaltaba para sacar de la cárcel a anarquistas presos por asaltos anteriores.
Los anarquistas tenían dos grandes recursos para la obtención de fondos: el asalto y la falsificación. Y ambos justificados filosóficamente, pues ya que según algunos de sus teóricos la propiedad es un robo, mediante el asalto se restituía a la comunidad algo que un individuo había indebidamente hecho suyo; y con la emisión de papel moneda falsificado no sólo se trataba de obtener dinero para las evasiones y para las huelgas sino que, en alguna forma, sobre todo cuando se intentaba en gran escala, se trataba de arruinar al fisco y desmoronar la nación. Siguiendo el ejemplo histórico de Inglaterra cuando con sus famosos asignados falsos que enviaba en barcos de pescadores intentó sabotear al gobierno de la revolución en Francia, los anarquistas en muchas ocasiones realizaron falsificaciones en gran escala. Era una tarea subterránea que los subyugaba y que por otra parte no les resultaba difícil, dada la inclinación de muchos militantes a las artes gráficas. Di Giovanni organizó un gran taller de grabación donde se imprimieron billetes de diez pesos; y en aquel taller trabajó un tipógrafo español llamado Celestino Iglesias, hombre puro y generoso, que Fernando conoció entonces y que en los últimos años que precedieron a su muerte, volvió a buscar para una falsificación, antes del accidente que le costó la vista.
Pero volvamos a nuestro reencuentro.
Fue en enero de 1930. Habíamos ido con Max a ver
Alta traición
, y, cuando llegamos al bar, todavía discutiendo sobre Emil Jannings y sobre las ventajas y desventajas del cine parlante (Max, como René Clair y como Chaplin, se horrorizaba de las perspectivas del cine sonoro), vimos que Fernando lo estaba esperando sentado cerca de la mesita habitual que ocupaba el tablero de Max. Lo reconocí en seguida, aunque ahora era un hombre; sus rasgos se habían fortalecido, pero no transformado, pues pertenecía a ese tipo de seres humanos que desde muy niños tienen ya rasgos fuertes que los años no modifican sino para acentuarlos. Podría haberlo reconocido en medio de una multitud caótica, tan acusados e inolvidables eran los rasgos de aquella cara.
No sé si él me desconoció realmente o en todo caso hizo como que me desconocía. Le extendí la mano.
—Ah, Bruno —comentó, dándome la mano como distraído.
Se apartaron y Fernando dijo algunas cosas en voz baja a Max. Yo lo miraba sin salir de mi asombro, un asombro que me había dejado casi sin habla. Porque aunque más tarde encontré toda serie de explicaciones a aquel reencuentro, tal como se lo he dicho antes, en aquel momento su aparición me pareció una especie de milagro. De milagro negro.
Cuando se separaron, se volvió ligeramente hacia mí y me hizo un gesto con la mano, a manera de despedida. Le pregunté a Max si le había hablado de mí, si le había dicho de dónde nos conocíamos.
—No, no me dijo nada —comentó Max.
Claro, para él no resultaba tan sorprendente aquel encuentro: hay tanta gente que se conoce en una ciudad.
Así volví a entrar en la órbita de Fernando, y aunque lo vi en contadas ocasiones, sus frases, sus teorías y sus ironías tuvieron enorme importancia en aquel período crítico de mi vida. En realidad, no participé nunca en las actividades secretas de su banda pero seguí ansiosamente, desde lejos, y a través de Max o de Carlos, los indicios de aquella existencia tormentosa. En qué medida y en qué forma un muchacho como Max podría participar de aquella organización, hasta hoy es para mí un insondable secreto. Yo creo probable que desempeñase algún papel lateral o de contacto, porque ni por temperamento ni por sus ideas era adecuado para la acción, y mucho menos para una acción de semejante clase. Y aún hoy me pregunto por qué motivo Max estaba cerca de aquella banda. ¿Por curiosidad? ¿Por cierta herencia o por influencia, aunque fuera remota, de su historia familiar? Todavía a veces me sonrío a solas de aquella incongruente presencia de Max. Era tan contemporizador que habría encontrado razones hasta para ser amigo del propio jefe de policía de Buenos Aires, y sin duda alguna habría jugado con él una buena partida de ajedrez de habérsele ofrecido la ocasión. Y era tan desatinado encontrarlo entre aquella gente como si alguien, en medio de un terremoto, leyese plácidamente el diario en una poltrona. Entre asaltantes y terroristas que hablaban de falsificaciones, de gelinita y de túneles, Max me comentaba
Le Roi David
, que Honegger dirigía en esos momentos en el Colón; o de Tairoff, que estaba en el teatro Odeón; o analizaba largamente la mejor partida de Capablanca con Alekhine. O salía de pronto con sus rasgos de humor, que eran tan inadecuados para todo aquello como una copita de oporto en una reunión de feroces bebedores de gin.
A partir del 2 de setiembre los acontecimientos se precipitaron: manifestaciones de estudiantes, tiroteos, luego la muerte del estudiante Aguilar, huelgas y por fin la revolución del 6 y la caída del presidente Yrigoyen. Y con aquélla (ahora lo sabemos) el fin de toda una época del país. Ya nunca más volveríamos a ser lo que habíamos sido.
Con la junta militar y el estado de sitio todo el movimiento sufrió un golpe terrible: se allanaban locales obreros y estudiantiles, se deportaba a los obreros extranjeros, se torturaba y se diezmaba el movimiento revolucionario.
En medio de aquel caos, yo perdí de vista a Carlos, pero sospeché que debía de andar en algo muy peligroso. Y cuando el 1° de diciembre leí en los diarios el asalto al pagador de Braceras, en la calle Catamarca, instantáneamente recordé una larga y sospechosa recorrida que unos dos meses antes había hecho Carlos en mi compañía, con el pretexto de buscar un local para una imprenta clandestina. No tuve dudas de que aquel asalto había sido obra de la banda de Fernando, y más tarde lo comprobé. Fue precisamente aquel asalto el último en que Carlos participó, pues ya por entonces se convenció, finalmente, de que los objetivos que perseguía Fernando nada tenían de común con los suyos. Y aunque Fernando se había encargado de minar sus simpatías por el comunismo con argumentos cínicos pero demoledores, Carlos ingresó en una célula del partido comunista, en Avellaneda. Yo había oído en algunas ocasiones aquellos argumentos de Fernando, argumentos e ironías que Carlos escuchaba mirando al suelo, con las mandíbulas apretadas. Ya por aquel tiempo Carlos era trabajado por muchachos comunistas y empezaba a encontrar ventajas considerables en el otro movimiento: parecían luchar por algo sólido y preciso, demostraban que el terrorismo individual era inútil cuando no pernicioso, criticaban con fundamentos serios a un movimiento que había permitido el surgimiento de bandas como las de Di Giovanni, y, en fin, demostraban que contra la fuerza organizada del estado burgués sólo era eficaz la fuerza organizada del proletariado. Pero Fernando no le criticaba, como otros anarquistas, la formación de un nuevo estado, más duro quizá que el anterior, la instauración de una dictadura que suprimiese la libertad individual en beneficio de la comunidad futura: no, le reprochaba su mediocridad y su aspiración a resolver los problemas últimos del hombre con siderurgia, hidroelectricidad, zapatos y buena comida.
Lo horrible, a mi juicio, no era que Fernando tratara de destruir la fe naciente de Carlos con argumentos sofísticos: lo grave es que a él no le importaba absolutamente nada todo aquello del comunismo y de anarquismo, y sólo largaba sus armas dialécticas con puros fines de destrucción de un ser tan desamparado como Carlos.
Pero, como digo, eso fue antes del asalto a Braceras. Desde ese momento no vi más a Carlos hasta 1934. Y en cuanto a Fernando lo perdí de vista hasta veinte años después.
En enero de 1931, después de una delación, la policía sorprendió a Di Giovanni en una imprenta clandestina. Perseguido a través de las calles del centro y de las azoteas de varias casas, en medio de descargas, fue finalmente acorralado y apresado. En la madrugada del primero de febrero fue fusilado lo mismo que su compañero Scarfó. Murieron gritando ¡Viva la Anarquía! Pero en realidad aquellos gritos parecieron anunciar su muerte definitiva en esta región del mundo.
Y con ella, el fin de muchas cosas.
El reencuentro con Fernando y la crisis por la que atravesaba y que me hacía sentir más solo que durante los últimos años del bachillerato, aumentó mis ansias de volver “a los Vidal” en un grado casi intolerable.
Yo fui siempre un contemplativo, y de pronto me había encontrado en medio de un torrente, del mismo modo que la
creciente
de un río de montaña arrastra muchas cosas que hasta unos momentos antes se encontraban plácidamente contemplando el mundo. Por eso mismo, quizá todo aquel tiempo se me
aparece
, ahora que han pasado los años, tan irreal como un sueño, tan seductor (pero tan ajeno) como el mundo de una novela.