—Vamos —le dijo con energía—. Levanta esa cara.
Pero Martín, con fuerza y tozudez, lo evitó.
—No, Alejandra, déjame ahora. Quiero que te vayás y me dejes solo.
—No seas tonto, Martín. Maldito el momento en que viste esa carta estúpida.
—Y yo maldigo el momento en que te encontré. Ha sido el momento más desdichado de mi vida.
Oyó la voz de Alejandra, que preguntaba:
—¿Eso crees?
—Sí.
Alejandra se quedó callada. Después de un rato se levantó del banco y dijo:
—Caminemos un momento juntos, al menos.
Martín se levantó pesadamente y empezó a caminar detrás de ella.
Alejandra lo esperó, lo tomó del brazo y le dijo:
—Martín, te dije más de una vez que te quiero, que te quiero mucho. No te olvides de eso. Yo jamás digo algo en lo que no creo.
Una lenta y grisácea paz fue descendiendo con esas palabras sobre el alma de Martín. Pero ¡cuánto mejor era la tempestad de los peores momentos de ella que esa calma gris sin esperanzas!
Caminaron cada uno absorto en sus propias ideas.
Cuando llegaron frente a la confitería del balneario, Alejandra dijo que tenía que telefonear.
En el café todo tenía ese aire desolado que para él tenían los lugares festivos en los días de trabajo: las mesas estaban apiladas unas sobre otras, también las sillas; un mozo, en camisa, con los pantalones arremangados, lavaba el piso. Mientras Alejandra telefoneaba, Martín, en el mostrador, pidió un café, pero le dijeron que la máquina estaba fría.
Cuando Alejandra volvió del teléfono y Martín le dijo que no había café, ella sugirió que fueran hasta el Moscova a tomar una copa.
Pero estaba cerrado. Golpearon y esperaron en vano.
Preguntaron en el kiosco de la esquina.
—¿Cómo, no sabían?
Lo habían encerrado en el manicomio, en Vieytes.
Parecía un símbolo: aquel bar era el primero en que había conocido la felicidad. En los momentos más deprimentes de sus relaciones con Alejandra siempre acudía al espíritu de Martín el recuerdo de aquel atardecer, aquella paz al lado de la ventana, contemplando cómo la noche bajaba sobre los techos de Buenos Aires. Nunca como en aquel momento él se había sentido más lejos de la ciudad, del tumulto y el furor, la incomprensión y la crueldad; nunca se había sentido tan aislado de la suciedad de su madre, de la obsesión del dinero, de aquella atmósfera de acomodos, cinismos y resentimiento de todos contra todos. Allí, en aquel pequeño pero poderoso refugio, bajo la mirada de aquel hombre entregado al alcohol y a las drogas, tan fracasado como generoso, parecía como si toda la burda realidad externa estuviese abolida. Había pensado más tarde si era inevitable que seres tan delicados como Vania tuvieran que terminar entregándose al alcohol o a las drogas. Y le conmovían también aquellas pinturas baratas de las paredes, tan burdamente representativas de la patria lejana. ¡Qué emocionante era todo aquello, precisamente por ser tan barato y candoroso! No era una pintura con pretensiones hecha por algún pintor malo que se cree bueno, sino, con toda seguridad, realizada por un artista tan borracho y tan fracasado como el propio Vania; tan desgraciado y definitivamente exiliado de su propia tierra como él; condenado a vivir aquí, en un país para ellos absurdo y remotísimo: hasta la muerte. Y aquellas imágenes baratas, sin embargo, de alguna manera servían para recordar la patria lejana, del mismo modo que las decoraciones de un escenario, aunque hechas de papel, aunque muchas veces torpes y primarias, de algún modo contribuyen
a
que sintamos de verdad el drama o la tragedia. El hombre del kiosco meneaba la cabeza.
—Era un buen hombre —dijo.
Y el verbo en pasado daba a las paredes del loquero el siniestro significado que verdaderamente tienen.
Se volvieron hacia el Paseo Colón.
—Al fin —comentó Alejandra— aquella inmundicia salió con la suya.
Alejandra, que se había puesto muy deprimida, sugirió ir hasta la Boca.
Cuando bajaron en Pedro de Mendoza y Almirante Brown entraron en el bar de la esquina.
De un carguero brasileño llamado
Recife
bajó un negro gordo y sudoroso.
—Louis Armstrong —comentó Alejandra, señalando con su sandwich.
Después salieron a caminar por los muelles. Y bastante lejos, en un lugar descubierto, se sentaron al borde de los malecones, mirando hacia los semáforos.
—Hay días astrológicamente malos —comentó Alejandra.
Martín la miró.
—¿Cuál es tu día? —preguntó.
—El martes.
—¿Y tu color?
—El negro.
—El mío es el violeta.
—¿El violeta? —preguntó Alejandra, con cierta sorpresa.
—Lo leí en
Maribel
.
—Veo que elegís buen material de lectura.
—Es una de las revistas preferidas de mi madre —dijo Martín—, una de las fuentes de su cultura. Es su Crítica de la Razón Pura.
Alejandra negó con la cabeza.
—Para astrología, nada como
Damas y Damitas
. Es brutal…
Seguían la entrada y salida de barcos. Uno de casco blanquísimo y línea alargada, como una grave ave marina, se deslizaba sobre el Riachuelo, remolcado hacia la desembocadura. El puente levadizo se levantó con lentitud y el barco pasó, haciendo sonar repetidas veces su sirena. Y resultaba extraño el contraste entre la suavidad y elegancia de sus formas, el silencio de su deslizamiento y la fuerza rugiente de los remolcadores.
—Doña Anita Segunda —advirtió Alejandra, por el remolcador delantero.
Les encantaban esos nombres y jugaban concursos e instituían premios al que encontraba el más lindo:
Garibaldi Terrero, La Nueva Teresina. Doña Anita Segunda
no era malo, pero Martín ya no pensaba en concursos, sino, más bien, cómo todo aquello pertenecía a una época sin retorno.
El remolcador rugía, lanzando una columna de humo negro y retorcido. Los cables estaban tensos como cuerdas de un arco.
—Siempre tengo la sensación de que en una de ésas al remolcador le va a salir una hernia —comentó Alejandra.
Con desconsuelo, pensó que todo eso, todo, desaparecería de su vida. Como aquel barco: silenciosa pero inexorablemente. Hacia puertos remotos y desconocidos.
—¿En qué pensás, Martín?
—Cosas.
—Decí.
—Cosas, cosas indefinidas.
—No seas malo. Decí.
—Cuando hacíamos concursos. Cuando hacíamos planes para irnos de esta ciudad, a cualquier parte.
—Sí —confirmó ella.
De pronto, Martín le hizo saber que había conseguido unas inyecciones que provocaban la muerte por parálisis del corazón.
—No me digas —comentó Alejandra, sin demasiado interés.
Se las mostró. Después dijo, sombríamente.
—¿Recordás cuando hablamos una vez de matarnos juntos?
—Sí.
Martín la observó y luego volvió a guardar las inyecciones.
Era ya de noche y Alejandra dijo que podían ya volver.
—¿Vas al centro? —preguntó Martín, pensando con dolor que todo terminaba ya.
—No, a casa.
—¿Querés que te acompañe?
Aparentó un tono indiferente, pero su pregunta estaba llena de ansiedad.
—Bueno, si querés —respondió ella, después de una vacilación.
Cuando llegaron frente a la casa, Martín sintió que no podía despedirse allí, y le rogó que lo dejara subir.
Nuevamente ella asintió con vacilación.
Y una vez en el Mirador, Martín se derrumbó, como si todo el infortunio del mundo se hubiese desplomado sobre sus espaldas.
Se echó sobre la cama y lloró.
Alejandra se sentó a su lado.
—Es mejor, Martín, es mejor para vos. Yo sé lo que te digo. No debemos vernos más.
Entre sollozos, el muchacho le dijo que entonces él se mataría con las inyecciones que le había mostrado.
Ella se quedó pensativa y perpleja.
Poco a poco Martín se fue calmando y luego pasó lo que no debía pasar y después que todo hubo pasado, oyó que ella dijo:
—Te vi con la promesa de que no llegaríamos a esto. En cierto modo, Martín, has hecho una especie de…
Pero dejó la frase sin terminar.
—¿De qué? —preguntó Martín, temeroso.
—No importa, ya está hecho, ahora.
Se levantó y
empezó
a vestirse.
Salieron y ella dijo que quería ir a tomar algo. El tono de su voz era sombrío y áspero.
Caminaba como distraída, concentrada en algún pensamiento obsesivo y secreto.
Empezó a tomar en uno de los boliches del Bajo y luego, como cada vez que la empezaba a dominar aquella inquietud indefinida, aquella especie de abstracción que tanto angustiaba a Martín, no permanecía mucho tiempo en cada bar y le era necesario salir y entrar en otro.
Estaba inquieta, como si tuviera que tomar un tren y fuese necesario vigilar la hora, tamborileando con sus dedos sobre la mesa, sin oír lo que se le decía o respondiendo
¿eh, eh?
sin entender nada.
Finalmente entró en un cafetín en cuyas vidrieras había fotografías de mujeres semidesnudas y de cancionistas. La luz era rojiza. La dueña hablaba en alemán con un marino que tomaba algo en un vaso muy alto y rojo. En las mesitas se podía entrever a marineros y oficiales con mujeres del Parque Retiro. Sobre el estrado apareció entonces una mujer de unos cincuenta años, pintarrajeada, con pelo platinado. Sus enormes pechos parecían estallar corno dos globos a presión debajo de un vestido de raso. En las muñecas, en los dedos y en el cuello estaba cargada de fantasías que refulgían a la luz rojiza del entarimado. Su voz era aguardentosa y canallesca.
Alejandra observaba con fascinación.
—Qué —preguntó Martín, ansioso.
Pero ella no respondió; sus ojos siempre clavados en la gorda.
—Alejandra —insistió, tocándole un brazo—. Alejandra.
Ella lo miró, por fin.
—Qué —volvió a decir.
—Es tan derrotada. No sirve para cantar y tampoco ha de servir ya gran cosa en la cama, salvo para hacer fantasías; ¿quién cargaría con semejante monstruo?
Volvió nuevamente sus ojos a la cantante y murmuró, como si hablara consigo misma:
—¡Cuánto daría por ser como ella!
Martín la miró asombrado.
Luego, al asombro sucedió el sentimiento ya habitual de anhelante tristeza ante el enigma de Alejandra, condenado a permanecer siempre afuera. Y la experiencia ya le había mostrado que cuando ella llegaba a ese punto se desataba el inexplicable rencor contra él, aquel resentimiento llameante y sarcástico que nunca se pudo explicar y que en aquel último período de sus relaciones estallaba brutalmente.
Así que cuando ella volvió sus ojos hacia él, aquellos ojos vidriosos de alcohol, sabía ya que de sus labios tensos y despreciativos le saldrían palabras duras y vengativas.
Lo miró por unos instantes, que a Martín le parecieron eternos, desde lo alto de su infernal pedestal: parecía uno de esos antiguos y sádicos dioses aztecas que exigen el corazón caliente de sus víctimas. Y entonces le dijo con una voz violenta y baja.
—¡No te quiero ver acá! ¡Ahora mismo te vas y me dejás sola!
Martín intentó calmarla, pero ella se enfureció aun más y levantándose le gritó que se fuera.
Como un autómata, Martín se levantó y comenzó a salir, entre las miradas de los marineros y prostitutas.
Una vez fuera, el aire fresco
empezó
a volverlo a su conciencia. Caminó hacia Retiro y terminó sentándose en uno de los bancos de la Plaza Británica: el reloj de la torre marcaba las once y media de la noche.
Su cabeza era un caos.
Por un momento trató de mantenerla en alto, pero de pronto su resistencia terminó.
Pasaron varios días, hasta que Martín, desesperado, marcó el número de la
boutique
; pero cuando oyó la voz de Wanda no tuvo valor para contestar y colgó. Esperó tres días y volvió a llamar. Era ella.
—¿Por qué te extrañas? —respondió Alejandra—. Habíamos quedado, me parece, en no vernos más.
Hubo una confusa conversación, frases un poco incomprensibles de Martín, hasta que Alejandra le prometió ir al día siguiente al bar de Charcas y Esmeralda. Pero no fue.
Después de más de una hora de espera Martín decidió ir hasta el taller.
La puerta de la
boutique
estaba entreabierta y, desde la oscuridad, a la luz de una lámpara baja, vio sentado y solitario a Quique, de perfil. No había nadie en la sala y Quique estaba encorvado, mirando hacia el suelo, como concentrado en alguna meditación. Martín permaneció sin saber qué actitud tomar. Era evidente que ni Wanda ni Alejandra estaban en la otra sala, porque se oirían conversaciones y todo estaba en silencio. Pero también era evidente que estaban en la salita de pruebas que Wanda tenía en la parte trasera del departamento, arriba, a la que se llegaba por una escalera; porque si no era inexplicable la presencia de Quique y la puerta abierta.
Pero no se decidía a entrar: algo se lo impedía en aquella actitud ensimismada y solitaria de Quique. Tal vez por la misma actitud agobiada, creyó notarlo como envejecido, con una profundidad de expresión que no le había notado antes. Sin saber bien por qué, de pronto sintió pena por aquel individuo solitario. Durante muchos años lo iba a recordar así, y trataría de comprender si aquella piedad, aquel ambiguo sentimiento de pena lo había sentido en aquel mismo momento o años después. Y recordó algo que le había dicho Bruno: que siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizás hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre —decía— llevamos una máscara, una máscara que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los papeles que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del marido engañado, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. Y tal vez nadie perdone el ser sorprendido en esa última y esencial desnudez de su rostro, la más terrible y la más esencial de las desnudeces, porque muestra el alma sin defensa. Y tanto más terrible y vergonzosa en un comediante como Quique, de modo que (pensaba Martín) era lógico que despertara más compasión que un inocente, o un simple. Motivo por el cual, cuando por fin Martín se decidió a entrar, se retiró sigilosamente y volvió a avanzar golpeando sus tacos en el pasillo que llevaba hasta la
boutique
. Y entonces, con la rapidez de los comediantes, Quique adoptó ante Martín la máscara de la perversidad, del falso candor y de la curiosidad (¿qué podría tener aquel muchacho con Alejandra?). Y su sonrisa cínica barrió con el proyecto de piedad que se había insinuado en Martín.