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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (30 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Martín, que se sentía torpe delante de extraños, en presencia de Quique no sabía ni cómo sentarse, porque tenía la convicción de que él observaba todo y lo guardaba luego en su perversa memoria: quién sabe dónde y cómo se reirían más tarde con su aspecto y con sus sufrimientos. Los gestos teatrales de Quique, sus deliberadas cursilerías, su doblez, sus frases brillantes, todo contribuiría a que se sintiese como un bicho debajo de la lupa de un sabio irónicamente sádico.

—¿Sabes que me recordás a una de esas figuras del Greco? —le dijo en cuanto lo vio.

Frase que, como era natural tratándose de Quique, podía ser interpretada como un elogio o como una grotesca instantánea. Era famoso por los presuntos elogios que escribía en sus crónicas, que en rigor eran retorcidas y envenenadas críticas: “jamás condesciende a emplear metáforas profundas”, “en ningún momento cae en la tentación de ser distinguido”, “no teme enfrentarse con el aburrimiento del espectador”.

Arrinconado, callado, Martín, como en la anterior visita, se había sentado sobre el alto banco de dibujo y se encogía instintivamente, como en la guerra, para ofrecer el mínimo de superficie visible. Felizmente, Quique empezó a hablar de Alejandra.

—Están en la piecita de prueba, con Wanda y con la condesa Téleki,
née
Iturrería, vulgo Marita.

Y mirándolo con cuidadosa intensidad, le dijo: —¿Hace mucho que conoces a Alejandra? —Unos meses —respondió Martín, poniéndose rojo. Quique se acercó con su silla y hablando en voz baja, dijo:

—Te diré que yo ADORO a los Olmos. Empezando por el solo hecho de vivir en Barracas ya hay motivo suficiente para que
la haute
se muera de risa y para que mi prima Lala sufra del hígado y tenga ataques de histeria, cada vez que alguien descubre que entre nosotros y los Olmos hay un remoto parentesco. Porque, como me decía la vez pasada, furiosa: ¿me querés decir quién, pero QUIÉN, vive en Barracas? Y yo, claro, la tranquilicé contestándole que allí no vive NADIE, fuera de unos cuatrocientos mil grasitas y otros tantos perros, gatos, canarios y gallinas. Y agregué que esa gente (los Olmos) nunca nos darían un disgusto demasiado visible, pues el viejo don Pancho vive en una silla de ruedas, no ve ni oye nada fuera de la Legión de Lavalle, y es muy difícil imaginar que un buen día salga a hacer visitas en el Barrio Norte o declaraciones en los diarios sobre Pocho; la vieja Escolástica, aunque loca, ya se murió; el tío Bebe, aunque loco, vive recluido, como se dice, en sus habitaciones y muy interesado en sus estudios de clarinete, la tía Teresa, aunque loca, también y felizmente ha muerto, y al fin de todo, pobre querida, siempre se la pasó en la iglesia y en los entierros, de modo que nunca tuvo tiempo para fastidiar a nadie en la parte honorable de la ciudad, ya que era devota de Santa Lucía y prácticamente no pasó nunca la
colour line
. ni siquiera para visitar a un párroco, para averiguar la marcha de la enfermedad de algún presbítero o la real situación del cáncer de un arzobispo. Quedaban (le dije a Lala) Fernando y Alejandra. ¡Otros dos locos!, gritó mi prima. Y Manucho, que estaba presente, meneando la cabeza y levantando los ojos al cielo, exclamó “como dicen en
Phédre, O. deplorable
race!” La verdad es que Lala, salvo cuando se trata de los Olmos, es bastante tranquila. Porque para ella el mundo resulta de la lucha entre Opio y Monada. Monada sin acento: no confundir con la otra palabra filosófica. Ejemplos:

—¡Qué opio de novela!

—¡Mirá, perdóname, pero lo que tengo que contarte es un opio!

—La pintura de Clorindo es un opio. —Qué opio que ahora hay chusma hasta en la calle Santa Fe (a propósito de peronistas). Ejemplos de Monada:

—Qué monada el último cuento de Monique en
La Nación
.

—Qué monada esa vista de Michéle Morgan. —El mundo se divide en Opio y Monada. La Lucha Eterna y nunca definida entre esas dos potencias da todas las alternativas de la realidad. Cuando predomina Opio, es cosa de morirse: modas horrendas o cursis, novelas complicadas y teológicas, conferencias de Capdevila o Larreta en Amigos del Libro a las que Uno se ve obligado a concurrir porque si no Albertito se ofende, gente que se muere de hambre y quiere Estatutos (cuando no se les da por gobernar), visitas que llegan a horas absurdas, parientes ricos que no mueren (“¡Qué opio Marcelo, que es eterno y con las hectáreas que tiene!”). Cuando predomina Monada, las cosas se ponen divertidas (otra palabra del vocabulario básico de Lala) o por lo menos soportables, che: un muchacho que se le ha dado por escribir, pero al menos no ha dejado de jugar al polo ni se ha hecho amigo de gente con apellidos raros como Ferro o Cerretani; una novela de Graham Greene que trata de espías o ruletas; un coronel que no se propone conquistar a las masas; un presidente de la república que es bien y va al hipódromo. Pero no siempre las cosas son tan nítidas, porque, como te digo, hay una lucha permanente entre las dos fuerzas, así que a veces la realidad es más rica y resulta que de pronto Larreta dijo un chiste (bajo la misteriosa presión de Monada) o, al revés, como Wanda, que es una monada de modista, pero cuando se le da por seguir las payasadas americanas, che, es un opio. Y, en fin, antes el mundo estaba bastante divertido pero en los últimos tiempos, con los peronistas, hay que reconocer que se ha vuelto casi totalmente Opio. Ésa es la filosofía de mi prima Lala. Como ves, una especie de cruza de Anaximandro con Schiaperelli y Porfirio Rubirosa. Burdísimo.

En ese momento se oyeron las voces de Wanda y la cliente que se acercaban. Aparecieron en la sala y detrás de ellas, un poco retardada, también entró Alejandra. Su cara pareció demostrar sorpresa por la presencia de Martín, pero esa misma impasibilidad le revelaba a Martín, que tan bien la conocía, una gran irritación contenida. En aquel absurdo ambiente, contestando a su saludo con la misma cordialidad superficial con que podría saludar a un conocido cualquiera, sin tomarse el trabajo de apartarse un segundo para explicarle su inasistencia a la cita, con el aire de frivolidad que asumía delante de Wanda y de Quique, Alejandra parecía pertenecer a una raza que no hablaba el mismo lenguaje que Martín y que ni siquiera sería capaz de comprender a la otra Alejandra.

La cliente venía parloteando sin interrupción con Wanda sobre la necesidad
impostergable
de matar a Perón.

—Habría que matar a toda la negrada —decía—. Ya las personas decentes no podemos ni andar por las calles.

Una serie de sentimientos confusos y contradictorios entristecieron a Martín aun más.

—Yo les digo —prosiguió la mujer, después de besarse con Quique en la mejilla— que se viene el comunismo. Pero yo lo tengo ya pensado: si se viene el comunismo, me voy a la estancia y se acabó.

Y mientras aceptaba distraídamente la presentación de Martín, Quique, por encima de su hombro la mirada con cara de regocijo a Alejandra, porque, como dijo después, “¿cómo nadie puede inventar una frase como ésa?”

Martín observaba a Alejandra luchando por hacerlo con una cara indiferente; pero su rostro, como independiente ya de su voluntad, iba adquiriendo los inevitables y siempre desagradables indicios del reproche, el sufrimiento y la interrogación.

—¿Sabes, Marita —le dijo Quique a la dienta—, que se ha comprobado que el tipo no se llama Perón sino Peroné?

—¡Qué me decís! —comentó la mujer con enorme interés.

—Ni más ni menos: el individuo se llama Peroné.

Apenas se fue Marita, Quique desarrolló su teoría:

—Si en este país vos te llamas Vignaux, aunque tu abuelo haya sido carnicero en Bayona o en Biarritz, sos bien. Pero si sobrellevas la desgracia de llamarte De Ruggiero, aunque tu viejo haya sido un profesor de filosofía en Nápoles, estás refundido, viejito: nunca dejarás de ser una especie de verdulero. Este asunto de los apellidos hay que estudiarlo con mucho cuidado —prosiguió, mientras Wanda y Alejandra comenzaban a reírse—. Porque con la cosa de las cruzas y la emigración el país está expuesto a Grandes Peligros. Ahí tenés el caso de Muzzio Echandía. Un día María Luisa se vio obligada a decirle:

—¡Callate, vos, que ni con dos apellidos haces uno solo!

—Y tiene razón, qué diablos. Si al menos el segundo apellido hubiese sido Ibarguren o Álzaga. En fin, cualquier vasco de pro. Pero ahora el barro está hecho y como yo le dije un día a Juan Carlitos:

—Te equivocaste de vasco, viejito. Acá, queridas, hay que andar con pies de plomo, porque donde menos se piensa salta la liebre. Y si no, miren lo que le pasó a Jeannette, que se peleó con el Negro y el Negro le mandó una carta. Y Jeannette, que ya tenía unas copas, se me vino encima en la Biela Fundida y me dijo:

—¡El hijo de puta! Porque vos sabrás (miró a los costados) que a mí me falta el cuarto apellido.


Sans blague
—comenté.

Entonces me mostró el sobre, con el inicuo chiste del Negro, destinado, qué duda cabe, a los mucamos. La carta dirigida, en efecto a Jeannette Álzaga Basavilbaso Álzaga ¡y cáete de espaldas!… ¡Murature! ¿Te imaginas, Alejandra? Un gringo marinero que lo nombraron comandante de la Flota de Buenos Aires en la guerra contra la Confederación. Algo así como Mariscal del Ejército de San Marino. ¿Realizas?
L’Amiraglio cara mia!
Comprendé ahora el drama de Jeannette. Es cierto que tiene un par de Álzaga. Pero si al menos fuera “Álzaga y”. Pero no: un Basavilbaso y un Murature. Y si por lo menos uno de los dos fuera una avenida. Pero no: una calle de treinta centímetros de largo. ¡Burdísimo! Mi teoría es que si tenés un apellido grasa tenés que defenderte como gato panza arriba, che. Imagináte que soportas la desgracia de llamarte Pedro Mastronicola. Bueno, no, eso es demasiado, eso no tiene defensa, mismo en la clase media. Digamos que te llamas Pedro Marolda. ¿Qué podes hacer? tenés que luchar a muerte y, sin embargo, ésa es otra de las bromas del asunto: con suma cautela.
De la mesure avant toute chose!
Porque no es cosa que por llamarte Marolda te precipites como un hambriento sobre un Uriburu. ¿Cómo podrías llamarte Pedro Marolda Uriburu? Todo un mundo te tomaría por un farsante, por un estafador internacional, por un
déguisé
. Tampoco podrías reemplazar el Uriburu con dos apellidos menores, como podrían ser Moyano y Navarro. Comprenderás que Pedro Marolda Moyano Navarro es una payasada, un especie de cordobés de corso. En esos casos es preferible elegir un solo apellido y no demasiado estruendoso: Pedro Marolda Moyano. Me dirán ustedes que no resulta tan importante. De acuerdo, pero al menos
that works
. Les diré que en caso de apuro, nada mejor que recurrir a las calles. En un tiempo, con el Grillo lo enloquecíamos a Sayús, que es un snob, diciéndole que le íbamos a presentar a Martita Olleros, a la Beba Posadas, a Titina Azcuénaga. Los subtes, les doy el dato, son un verdadero filón. Tomen, por ejemplo, la línea a Palermo, que no es de las mejores. Sin embargo funciona casi desde la salida: Chuchi Pellegrini (medio sospechoso, pero así y todo da cierto golpe, porque al fin el gringo fue presidente), Mecha Pueyrredón, Tota Agüero, Enriqueta Bulnes. ¿Realizan?

XXI

Martín esperaba algún signo, algún llamado. Entonces, jugándose el todo por el todo, se acercó a ella y le preguntó si podían salir un momento. “Bueno”, contestó. Y dirigiéndose a Wanda le dijo:

—Dentro de unos minutos vuelvo.

“Unos minutos”, pensó Martín.

Fueron por Charcas hasta el bar que hay en la esquina de Esmeralda.

Le dijo:

—Te estuve esperando una hora y media.

—Se me atravesó un trabajo urgente y no tenía forma de avisarte.

Martín presentía la catástrofe e intentaba cambiar por lo menos el tono de su voz, tomar las cosas con más calma, con indiferencia. Pero le fue imposible.

—Delante de esas personas pareces otra. Yo no concibo que… —Se calló y después agregó:— Creo que realmente sos otra persona.

Alejandra no respondió.

—¿No es así?

—Tal vez.

—Alejandra —dijo Martín—. ¿Cuándo sos la persona verdadera, cuándo?

—Trato de ser siempre verdadera, Martín.

—¿Pero cómo podes olvidar momentos como los que hemos pasado?

Ella se volvió con indignación:

—¡Y quién te ha dicho que yo los haya olvidado!

Y después de un instante de silencio, agregó:

—Por eso, porque no quiero enloquecerte, prefiero no verte más.

Estaba sombría, silenciosa y evasiva. Y de pronto, dijo:

—No quiero que pasemos más esos momentos.

Y con brutal ironía, agregó:

—Esos famosos momentos perfectos.

Martín la miraba desesperado; no sólo por lo que decía sino por el tono devastador.

—Te preguntarás ahora por qué te hago estas ironías, por qué te hago sufrir de este modo, ¿no es así?

Martín empezó a mirar una manchita marrón que había sobre un mantel rosado y sucio.

—Y bueno —agregó—, no lo sé. Tampoco sé por qué no quiero tener más uno de esos famosos momentos contigo. Comprendé, Martín: esto tiene que terminar de una buena vez. Algo no funciona. Y lo más honesto es que no nos veamos en absoluto.

A Martín se le habían llenado los ojos de lágrimas.

—Si me dejas, me mataré —dijo.

Alejandra lo miró con expresión grave. Y luego, con una singular
mezcla
de dureza y melancolía en el acento, dijo:

—Yo no puedo hacer nada, Martín.

—¿No te importa que me mate?

—Claro, cómo no me va a importar.

—Pero no harías nada por impedirlo.

—¿Cómo podría impedirlo?

—Así que te sería lo mismo que me mate o que siga viviendo.

—Yo no he dicho eso. No, no me sería lo mismo. Me parecería horrible que te matases.

—¿Te importaría muchísimo?

—Muchísimo.

—¿Y entonces?

La miró con cuidado y ansiedad, como
si
se mira a alguien en inminente peligro, buscando el menor indicio de salvación. “No puede ser”, pensaba. “Una persona que ha pasado conmigo las cosas que ha pasado, hace apenas pocas semanas, no puede creer de verdad todo esto.”

—¿Y entonces? —insistió.

—¿Entonces, qué?

—Te digo que acaso me mate ahora mismo, tirándome debajo del tren en Retiro, o en el subterráneo. ¿Te será igual?

—Ya te he dicho que no me será igual, que sufriré horrores.

—Pero seguirás viviendo.

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