El hombre siguió mirando el incendio, silencioso.
—¿No es usted católico? —dijo la mujer con odio.
El hombre siguió mirando el incendio.
—¿No está bautizado? —dijo la mujer.
El hombre siguió mirando el incendio, pero sus ojos (Martín lo advirtió) se habían ido endureciendo.
—¿No tiene hijos? ¿No tiene madre?
El hombre estalló:
—¿Por qué no se irá a la puta madre que la parió?
—Yo soy católica —dijo la mujer, impasible y sonámbula—. Quiero las casullas para cuando se reconstruya.
El hombre la miró e inesperadamente habló en tono normal:
—Las tengo para taparme de la lluvia —dijo.
—Por favor, deme las casullas —repitió la mujer con calma.
—Vivo muy lejos, en General Rodríguez —dijo el hombre.
Alguien, detrás de la mujer empecinada, dijo:
—Entonces usted ha venido de General Rodríguez, usted es de los que estaban quemando la iglesia.
La mujer empecinada volvió la cabeza: era un viejo de pelo blanco.
Alguien con chambergo desabrochó un impermeable y sacó una pistola. Fríamente, con desprecio, se encaró con el viejo:
—¿Y usted quién es para interrogar a nadie”? —dijo.
El de las casullas también sacó una pistola. Una mujer, con un gran cuchillo de cocina en la mano, se acercó a la mujer impasible y le dijo:
—¿Querés que te metamos las casullas en el culo?
La mujer impasible y demencial le propuso un cambio al hombre de las casullas:
—Este paraguas tiene mango de oro —dijo.
—¿Qué?
—Que se lo cambio por las casullas. El mango es de oro. Vea.
El hombre miró la empuñadura.
La mujer del cuchillo, poniéndole la punta sobre el costado a la mujer de la propuesta, volvió a repetirle su frase anterior.
—Bueno —dijo el hombre—. Déme el paraguas.
La mujer del cuchillo, furiosa, le gritó:
—¡Atorrante! ¡Vendido!
—Ma qué vendido —dijo el de las casullas con gesto de fastidio—. ¿Para qué quiero casullas, yo?
—¡Sos un atorrante vendido! —gritó la mujer del cuchillo.
El de las casullas se volvió repentinamente frenético:
—Mirá, va a ser mejor que te calles, si no querés que te meta plomo.
La mujer del cuchillo lo insultó y le puso el cuchillo delante de la cara, pero el otro tomó el paraguas y no respondió.
La mujer se alejó con las casullas, en medio de gritos e insultos. El hombre del chambergo dijo entonces:
—Bueno, muchachos, aquí no hay nada que hacer. Vamos.
La mujer de las casullas llegó hasta donde estaban Martín y el cabecita negra. Lejos, temerosos. La acompañaron de nuevo hasta la casa de la calle Esmeralda. Y nueva-mente a Martín le pareció que el muchacho estaba triste, mientras desde la puerta miraba lentamente aquellos sillones, aquellos cuadros y porcelanas.
—Entrá —insistió la mujer.
—No señora —dijo el muchacho—, ya me voy. Ya no me necesita.
—Esperá —dijo la mujer.
El muchacho esperó, con respetuosa dignidad.
Ella lo miró.
—Vos sos obrero —le dijo.
—Sí, señora. Soy textil —respondió el muchacho.
—¿Y qué edad tenés?
—Veinte años.
—¿Y sos peronista?
El muchacho se quedó callado y bajó la cabeza.
La mujer lo miró duramente.
—¿Cómo podes ser peronista? ¿No ves las atrocidades que hacen?
—Los que quemaron las iglesias son unos pistoleros, señora —dijo.
—¿Qué? ¿Qué? Son peronistas.
—No, señora. No son verdaderos peronistas. No son peronistas de verdad.
—¿Qué? —dijo con furia la mujer—. ¿Qué estás diciendo?
—¿Me puedo ir, señora? —dijo el muchacho, levantando la cabeza.
—No, espera —dijo ella, como pensando—, espera… ¿Y por qué salvaste a la Virgen de los Desamparados?
—Y yo qué sé, señora. A mí no me gusta quemar iglesias. ¿Y qué culpa tiene la Virgen de todo esto?
—¿De todo qué?
—De todo el bombardeo de Plaza Mayo, qué sé yo.
—¿Así que a vos te parece mal el bombardeo de Plaza Mayo?
El muchacho la miró con sorpresa.
—¿No sabes que hay que terminar alguna vez con Perón? ¿Con esa vergüenza, con ese degenerado?
El muchacho la miraba.
—¿Eh? ¿No te parece? —insistía la mujer.
El muchacho bajó la cabeza.
—Yo estaba en Plaza Mayo —dijo—. Yo y miles de compañeros más. Delante mío a una compañera una bomba le arrancó una pierna. A un amigo le sacó la cabeza, a otro le abrió el vientre. Ha habido miles de muertos.
La mujer dijo:
—¿Pero no comprendes que estás defendiendo a un canalla?
El muchacho se calló. Luego dijo:
—Nosotros somos pobres, señora. Yo me crié en una
pieza
donde vivía con mis padres y siete hermanos más.
—¡Espera, espera! —gritó la señora.
Martín también fue a salir.
—¿Y vos? —le dijo la mujer—. ¿Vos también sos peronista?
Martín no respondió.
Salió a la noche.
El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura,
qué tiempo del carajo
, mientras alguien más profundo en su interior piensa,
qué tristeza infinita
. Y sintiendo la llovizna helada sobre su cara, caminando hacia ninguna parte, con el ceño apretado, mirando obsesionado hacia adelante, como concentrado en un vasto e intrincado enigma, Martín se repetía tres palabras: Alejandra, Fernando, ciegos.
Caminó al azar durante horas. Y de pronto se encontró en la plaza de la Inmaculada Concepción, en Belgrano. Se sentó en uno de los bancos. Frente a él, la iglesia circular parecía todavía vivir el pavor de la jornada. Un siniestro silencio y la luz mortecina, la llovizna, daban a aquel rincón de Buenos Aires un sentido ominoso: parecía como si en aquella vieja edificación tangente a la iglesia se escondiera algún poderoso y temible enigma, y una suerte de fascinación inexplicable mantenía la mirada de Martín clavada en aquel rincón que veía por primera vez en su vida.
Cuando de pronto casi grita: Alejandra cruzaba la plaza en dirección a aquel viejo edificio.
En la oscuridad, bajo los árboles, Martín estaba a cubierto de su mirada. Por lo demás, ella avanzaba con marcha de sonámbulo, con aquel automatismo que él le había notado muchas veces, pero que ahora se le ocurría más poderoso y abstracto. Alejandra avanzaba en línea recta, por sobre los canteros, como quien camina en sueños hacia un destino trazado por fuerzas superiores Era evidente que no veía ni oía nada. Avanzaba con la decisión pero también con la ajenidad de un hipnepta.
Pronto llegó a la recova y dirigiéndose sin vacilar a una de aquellas puertas cerradas y silenciosas, la abrió y entró.
Por un momento Martín pensó que acaso él estaba soñando o sufriendo una visión: nunca había estado antes en aquella plazoleta de Buenos Aires, nada consciente lo había hecho caminar hacia ella en aquella noche aciaga, nada podía hacerle prever un encuentro tan portentoso. Eran demasiadas casualidades y era natural que por un momento pensara en una alucinación o en un sueño.
Pero las largas horas de espera ante aquella puerta no le dejaron lugar a dudas: era Alejandra quien había entrado y quien permanecía allí dentro, sin motivo que a él se le alcanzase.
Llegó la mañana y Martín no se atrevió a esperar más, pues temía ser visto por Alejandra a la luz del día. Por lo demás, ¿qué lograría con verla salir?
Con una tristeza que se manifestaba en dolor físico marchó hacia el Cabildo.
Un día nublado y gris, cansado y melancólico, despertaba del seno de aquella alucinante noche.
¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!
¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además?
Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia raí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo
empezó
la etapa final de mi existencia. Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.
Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido.
Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo. Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas instancias.
Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparentó con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centenares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros, lo suficiente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto.
Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.
Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hacen marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.