Sobre héroes y tumbas (11 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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—Ciento setenta y cinco hombres —farfulló el viejo, asintiendo.

—¿Y eso?

—La Legión. Siempre piensa en lo mismo: en la infancia o sea en la Legión. Te sigo contando. Beresford les agradeció lo que habían hecho con el muchacho y decidieron que seguiría en casa hasta que se curara del todo. Y así, mientras las fuerzas inglesas ocupaban Buenos Aires, Patrick se hacía amigo de la familia, lo que no era muy fácil si se tiene en cuenta que todos, y también mi familia, odiaban la ocupación. Pero lo peor empezó con la reconquista: grandes escenas de llanto, etcétera. Por supuesto, Patrick volvió a incorporarse a su ejército y hubo de combatir contra nosotros. Y cuando los ingleses tuvieron que rendirse, Patrick sintió a la vez una gran alegría y una gran tristeza. Muchos de los vencidos pidieron quedarse aquí y fueron internados. Patrick, por supuesto, quiso quedarse y lo internaron en la estancia La Horqueta, uno de los campos de mi familia, que estaba cerca de Pergamino. Eso fue en 1807. Un año después se casaron, fueron felices y comieron perdices. Don Bonifacio le regaló parte del campo y Patricio empezó su tarea de convertirse en Elemetri, Elemetrio, don Demetrio, teniente Demetrio y de repente Olmos. Y al que dijera inglés o Demetrio, leña.

—Hubiera sido mejor que lo mataran en Quebracho Herrado —murmuró el viejo.

Martín volvió a mirar a Alejandra.

—Al coronel Acevedo, quiere decir ¿comprendes? Si lo hubieran matado en Quebracho Herrado 110 lo hubieran degollado aquí, en el momento en que esperaba ver a su mujer y a su hija.

“Mejor habría sido que
me
mataran en Quebracho Herrado” piensa el coronel Bonifacio Acevedo mientras huye hacia el norte, pero por otra razón, por razones que cree horribles (esa marcha desesperada, esa desesperanza, esa miseria, esa derrota total) pero que son infinitamente menos horribles que las que podrá tener doce años después, en el momento de sentir el cuchillo sobre la garganta, frente a su casa
.

Vio que Alejandra se dirigía a la vitrina y gritó, pero ella, diciendo “déjate de mariconadas” sacaba la caja, quitaba la tapa y le mostraba la cabeza del coronel, mientras Martín se tapaba los ojos y ella se reía ásperamente, volviendo a guardar aquello.

—En Quebracho Herrado —murmuraba el viejo, asintiendo.

—De modo —explicó Alejandra— que nuevamente yo había nacido de milagro.

Porque si a su tatarabuelo el
alférez
Celedonio Olmos lo matan en Quebracho Herrado, como a su hermano y a su padre, o lo degüellan frente a la casa, como al coronel Acevedo, ella no habría nacido y en ese momento no estaría allí en aquella habitación, rememorando aquel pasado. Y gritándole al oído al abuelo “cuéntele lo de la cabeza” y diciéndole a Martín que ella tenía que irse y desapareciendo antes que él atinara a correr con ella (acaso porque estaba como atontado), lo dejó con el viejo, que repetía “la cabeza, eso es, la cabeza”, asintiendo como un tentempié que ha sido apartado de su posición de equilibrio. Luego su mandíbula inferior se agitó, colgó temblorosamente por unos instantes, sus labios musitaron algo ininteligible (quizás un resumen mental como los chicos que deben dar la lección) y finalmente dijo: “La Mazorca, eso es, tiraron la cabeza ahí mismo, por la ventana de la sala. Se bajaron de los caballos con grandes risotadas y gritos de alegría, se acercaron a la ventana y gritaron ¡sandias, patrona! ¡sandias fresquitas! Y cuando abrieron la ventana tiraron la cabeza ensangrentada del tío Bonifacio. Mejor habría sido que lo mataran también en Quebracho Herrado, como a tío Panchito y al abuelo Patricio. Ya lo creo”.
Cosa que también pensaba el coronel Acevedo mientras huía hacia el norte por la quebrada de Humahuaca, con ciento setenta y cuatro camaradas (y una mujer), perseguido y rotoso, derrotado y tristísimo, pero ignorante de que aún viviría doce años, en tierras lejanas, esperando el momento de volver a ver a su mujer y a su hija
.

—Gritaban sandias fresquitas y era la
cabeza
, mocito. Y la pobre Encarnación cayó como muerta cuando la vio, y en realidad murió pocas horas después, sin volver en sí. Y la pobre Escolástica, que era una chicuela de once años, perdió la razón. Eso es.

Y cabeceando, empezó a dormitar, mientras Martín estaba paralizado por un silencioso y extraño pavor, en medio de aquella pieza casi oscura, con aquel viejo centenario, con la cabeza del coronel Acevedo en la caja, con el loco que podía andar rondando por ahí. Pensaba: lo mejor es que salga. Pero el temor de encontrarse con el loco lo paralizaba. Y entonces se decía que era preferible esperar la vuelta de Alejandra, que no tardaría, que no podía tardar, ya que sabía que él nada podía hacer con aquel viejo. Sentía como si poco a poco hubiese ido ingresando en una suave pesadilla en que todo era irreal y absurdo. Desde las paredes parecían observarlo aquel señor pintado por Prilidiano Pueyrredón y aquella dama de gran peineta. El alma de guerreros, de conquistadores, de locos, de cabildantes y de sacerdotes parecía llenar invisiblemente la habitación y murmurar quedamente entre ellos: historias de conquista, de batallas, de lanceamientos y degüellos.

—Ciento setenta y cinco hombres.

Miró al viejo: su mandíbula inferior asentía, colgando, temblequeando.

—Ciento setenta y cinco hombres sí señor.

Y una mujer. Pero el viejo no lo sabe, o no lo quiere saber. He ahí todo lo que queda de la orgullosa Legión, después de ochocientas leguas de retirada y de derrota, de dos años de desilusión y de muerte. Una columna de ciento setenta y cinco hombres miserables y taciturnos (y una mujer) que galopan hacia el norte, siempre hacia el norte. ¿No llegarán nunca? ¿Existe la tierra de Bolivia, más allá de la interminable quebrada? El sol de octubre cae a plomo y pudre el cuerpo del general. El frío de la noche congela el pus y detiene el ejercito de gusanos. Y nuevamente el día, y los tiros de retaguardia, la amenaza de los lanceros de Oribe.

El olor, el espantoso olor del general podrido.

La voz que canta en el silencio de la noche:

Palomita blanca,

vidalita

que cruzas el valle,

ve a decir a todos,

vidalita,

que ha muerto Lavalle.

—Hornos los abandonó, caramba. Dijo “me uniré al ejército de Paz”. Y los dejó, con el comandante Ocampo, también. Caramba. Y Lavalle los vio alejarse con sus hombres, hacia el este, en medio del polvo. Y mi padre dice que el general parecía lagrimear, mientras miraba los dos escuadrones que se alejaban. Ciento setenta y cinco hombres le quedaban.

El viejo asintió y quedó pensativo, moviendo siempre su cabeza.

—Los negros lo querían a Hornos, mucho lo querían. Y tatita terminó por recibirlo a Hornos. Venía aquí, a la quinta, y mateaban, recordaban sucedidos de la campaña.

Volvió a murmurar algo que no se entendía.

—Emprincipiaron a ralear desde la presidencia de Roca. Los gringos que fueron llegando los desplazaron. Labores humildes, pues. Yo ya no salgo, pero hasta hace unos años, cuando todavía sabía darme una vueltita por ahí, sobre todo para la fiesta de Santa Lucía, bajaban algunos negros que andaban de ordenanza en el congreso o en alguna otra repartición nacional. Algunos, viejos, como el pardo Elizalde, a gatas si podía caminar, el pobre, pero ahí se aparecía para la fiesta de la patrona. ¡Qué se habrá hecho de tanto negro que hubo por esta barriada cuando yo era chicuelo! Tomasito, Lucía, Benito, el tío Joaquín… Lucía era la cebadora de mate de madre, Tomasito, el cochero, también estaba la vieja Encarnación, que supo ser nodriza de mi padre y de mis tíos, y la Toribia, famosa por sus empanadas y pasteles de fuente, que la recuerdo tullida allá en el patio de atrás, tomando mates y contando cuentos.

Asintió con la cabeza, su mandíbula cayó y murmuró algo sobre el comandante Hornos y sobre el coronel Pedernera. Luego se calló. ¿Dormía, pensaba? Acaso dentro de él transcurría esa vida latente y silenciosa que transcurre en los lagartos durante los largos meses de invierno, cercana a la eternidad.

Piensa Pedernera: veinticinco años de campañas, de combates, de victorias y derrotas. Pero en aquel tiempo sí sabíamos por lo que luchábamos. Luchábamos por la libertad del continente, por la Patria Grande. Pero ahora… Ha corrido tanta sangre por el suelo de América, hemos visto tantos atardeceres desesperados, hemos oído tantos alaridos de lucha entre hermanos… Ahí mismo viene Oribe, dispuesto a degollarnos, a lancearnos, a exterminarnos ¿no luchó conmigo en el Ejército de los Andes? El bravo, el duro general Oribe. ¿Dónde está la verdad? ¡Qué hermosos eran aquellos tiempos! ¡Qué arrogante iba Lavalle con su uniforme de mayor de granaderos, cuando entramos en Lima! Todo era más claro, entonces, todo era lindo como el uniforme que llevábamos…

—Ya lo creo, mocito: muchas peleas supo haber en nuestra familia por causa de Rosas, y de ese tiempo viene la separación de las dos ramas, sobre todo en la familia de Juan Bautista Acevedo. Y de estos Acevedo hubo muchos federales netos, como Evaristo, que fue miembro de la Sala de Representantes, y otros como Marianito, Vicente y Rudecindo, que si no fueron federales netos por lo menos estaban con Rosas cuando el bloqueo y nunca nos perdonaron…

Tosió, pareció que iba a dormirse, pero de pronto volvió a hablar:

—Porque de Lavalle, hijo, se puede decir cualquier cosa, pero nadie que sea bien nacido podrá negarle su buena fe, su hombría de bien, su caballerosidad, su desinterés. Sí señor.

He peleado en ciento cinco combates por la libertad de este continente. He peleado en los campos de Chile al mando del general San Martín, y en Perú a las órdenes del general Bolívar. Luché luego contra las fuerzas imperiales en territorio brasilero. Y después, en estos dos años de infortunio, a lo largo y a lo ancho de nuestra pobre patria. Acaso he cometido grandes errores, y el más grande de todos el fusilamiento de Dorrego. Pero ¿quién es dueño de la verdad? Nada sé ya, fuera de que esta tierra cruel es mi tierra y que aquí tenía que combatir y morir. Mi cuerpo se está pudriendo sobre mi tordillo de pelea pero eso es todo lo que sé.

—Sí señor —dijo el viejo, tosiendo y carraspeando, como pensativo, con los ojos lacrimosos, repitiendo “sí señor” varias veces, moviendo la cabeza como si asintiera a un interlocutor invisible.

Pensativo y lacrimoso. Mirando hacia la realidad, hacia la única realidad.

Realidad que se organizaba según leyes extrañísimas.

—Fue por el 32, según contaba mi padre, eso es. Porque te advierto que eso de la mejora del ganado tuvo sus pros y sus contras. Fue el inglés Miller que emprincipió, con el famoso Tarquino, por el 30. Eso es, el famoso Tarquino en la estancia La Caledonia. El gringo Miller, excelente sujeto. Trabajador y ahorrativo como todos los escoceses, eso sí. Amarrete, para decirlo con más claridad (risita y toses repetidas). No como nosotros los criollos, que somos demasiado mano abierta y por eso estamos donde estamos (toses). Así que lo sabían criticar, sobre todo don Santiago Calzadilla, que era muy reparón y amigo del comadreo. La Caledonia, eso es. En el pago de Cañuelas. Don Juan Miller se había casado con una Balbastro, Misia Dolores Balbastro. Supo ser dama de gran energía, corno que muchas veces dirigió la defensa contra la indiada y hasta disparaba la carabina como un hombre. Como abuela, que también era baqueana para las armas largas. Eran mujeres de ley, amiguito, y claro, un poco se volvían así por la vida dura. ¿De qué estaba hablando?

—Del inglés Miller.

—Del inglés Miller, eso es. Todo el mundo habla de él y del famoso Tarquino, y cuando venía a casa don Santiago Calzadilla contaba muchos chistes del bicho aquel, del Tarquino. Que para criticones se nos ha concedido gran habilidá, hijo. Así que el inglés Miller tuvo que aguantarse el chichoneo general durante muchos años. Pero él se sonreía, decía mi padre, y seguía adelante. Porque estos escoceses son duros como el ñandubay y muy tercos y temosos. Y el hombre temaba con la mejora del ganado y nadie lo iba a sacar de la huella.

Volvió a reírse y a toser. Pasó torpemente un pañuelo por sus ojos que lagrimeaban.

—¿De qué te estaba hablando?

—De los toros de raza, señor.

—Eso es, los toros.

Tosió y cabeceó un momento. Luego dijo:

—Nunca la familia de Evaristo nos perdonó. Nunca. Ni cuando degollaron a mi tío. Lo cierto es que nuestra familia quedó dividida por causa del tirano. No te vayas a creer que mi padre no reconocía sus méritos. Pero decía que en sus últimos años aquello era una abominación, por más que haya defendido el pabellón nacional. Le reprochaba su crueldá fría y refinada, su espíritu taimado ¿no lo hizo asesinar a Quiroga? Él era un cobarde, como que huyó en Caseros. Era miedoso, es un hecho. Te podría contar mil sucedidos de aquella época, sobre todo el año 40, como cuando lo degollaron a un mozo Iranzuaga, novio de una Isabelita Ortiz, medio parienta nuestra. Nadie dormía tranquilo. Y ya podes imaginar las angustias en casa de mis padres, con mi madre sola desde que tatita se había incorporado a la Legión. Y también se había ido mi abuelo don Patricio, ¿te conté la historia de don Patricio?, y mi tío abuelo Bonifacio y tío Panchito. Así que en la estancia no quedaba más que tío Saturnino, que era el menor, un chiquilín. Y después todas mujeres. Todas mujeres.

Se volvió a pasar el pañuelo por los ojos, que lagrimeaban, tosió, cabeceó y pareció dormirse. Pero de pronto dijo:

—Sesenta leguas. Y con la gente de Oribe pisándole los talones. Y contaba mi padre que el sol de octubre era muy fuerte. El general se pudría rápidamente y nadie soportaba el olor a los dos días de galope. ¡Y todavía faltaban cuarenta para la frontera! Cinco días y otras cuarenta leguas. Nada más que para salvar los huesos y la
cabeza
de Lavalle. Nada más que para eso, hijo. Porque estaban perdidos y
ya
ninguna otra cosa era posible hacer: ni guerra contra Rosas, ni nada. Le cortarían la
cabeza
al cadáver y se la mandarían a Rosas y la clavarían en la punta de una lanza, para deshonrarlo. Con un letrero que dijera: “ésta es la cabeza del salvaje, del inmundo, del asqueroso perro unitario Lavalle”. Así que había que salvar el cuerpo del general a toda costa, llegando hasta Bolivia, defendiéndose a tiros a lo largo de siete días de huida. Sesenta leguas de retirada furiosa. Casi sin descanso.

Soy el comandante Alejandro Danel, hijo del mayor Danel, del ejército napoleónico. Todavía lo recuerdo cuando volvía con el Gran Ejército en el jardín de las Tullerías o en los Campos Elíseos, a caballo. Lo veo todavía a Napoleón seguido por su escolta de veteranos, con los legendarios sables corvos. Y después cuando al fin, cuando Francia ya no era más la tierra de la Libertad y yo soñaba con combatir por los pueblos oprimidos, me embarqué hacia estas tierras, junto con Brauix, Viel, Bardel, Brandsen y Rauch, que habían combatido al lado de Napoleón. ¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado, cuántos combates, cuántas victorias y derrotas, cuánta muerte y cuánta sangre! Aquella tarde de 1825 en que lo conocí y me pareció un águila imperial, al frente de su regimiento de coraceros. Y entonces marché con él a la guerra del Brasil, y cuando cayó en Yerbal lo recogí y con mis hombres lo llevé a través de ochenta leguas de ríos y montes, perseguido por el enemigo, como ahora… Y nunca más me separé de él… Y ahora, después de ochocientas leguas de tristeza, ahora marcho al lado de su cuerpo podrido, hacia la nada…

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