—Alejandra —me decía con bonhomía, poniéndome una de sus manazas sobre el hombro—, ahora déjate de predicar y vamos a bañarnos.
—¡No! ¡Momento! —exclamaba yo, como si él estuviera queriendo rehuir un compromiso previo. Y nuevamente a lo mismo.
A veces le hablaba del matrimonio.
—Yo no me casaré nunca —le explicaba—. Es decir, no tendré nunca hijos, si me caso.
Él me miró extrañado, la primera vez que se lo dije.
—¿Sabes cómo se tienen los hijos? —le pregunté.
—Más o menos —respondió, poniéndose colorado.
—Bueno, si lo sabes, comprenderás que es una porquería.
Le dije esas palabras con firmeza, casi con rabia, y como si fuesen un argumento más en favor de mi teoría sobre las misiones y el sacrificio.
—Me iré, pero tengo que irme con alguien, ¿comprendes? Tengo que casarme con alguien porque si no me harán buscar con la policía y no podré salir del país. Por eso he pensado que podría casarme contigo. Mira: ahora tengo catorce años y vos tenés quince. Cuando yo tenga dieciocho termino el colegio y nos casamos, con autorización del juez de menores. Nadie puede prohibirnos ese casamiento. Y en último caso nos fugamos y entonces tendrán que aceptarlo. Entonces nos vamos a China o al Amazonas. ¿Qué te parece? Pero nos casamos nada más que para poder irnos tranquilos, ¿comprendes?, no para tener hijos, ya te expliqué. No tendremos hijos nunca. Viviremos siempre juntos, recorreremos países salvajes pero ni nos tocaremos siquiera. ¿No es hermosísimo?
Me miró asombrado.
—No debemos rehuir el peligro —proseguí—. Debemos enfrentarlo y vencerlo. No te vayas a creer, tengo tentaciones, pero soy fuerte y
capaz
de dominarlas. ¿Te imaginas qué lindo vivir juntos durante años, acostarnos en la misma cama, a lo mejor vernos desnudos y vencer la tentación de tocarnos y de besarnos?
Marcos me miraba asustado.
—Me parece una locura todo lo que estás diciendo —comentó—. Además, ¿no manda Dios tener hijos en el matrimonio?
—¡Te digo que yo nunca tendré hijos! —le grité—. ¡Y te advierto que jamás me tocarás y que nadie, nadie, me tocará!
Tuve un estallido de odio y empecé a desnudarme.
—¡Ahora vas a ver! —grité, como desafiándolo.
Había leído que los chinos impiden el crecimiento de los pies de sus mujeres metiéndolos en hormas de hierro y que los sirios, creo, deforman la cabeza de sus chicos, fajándoselas. En cuanto me empezaron a salir los pechos
empecé
a usar una larga tira que corté de una sábana y que tenía como tres metros de largo: me daba varias vueltas, ajustándome bárbaramente. Pero los pechos crecieron lo mismo, como esas plantas que nacen en las grietas de las piedras y terminan rajándolas. Así que una vez que me hube quitado la blusa, la pollera y la bombacha, me empecé a sacar la faja. Marcos, horrorizado, 110 podía dejar de mirar mi cuerpo. Parecía un pájaro fascinado por una serpiente.
Cuando estuve desnuda, me acosté sobre la arena y lo desafié: —¡Vamos, desnúdate vos ahora! ¡Proba que sos un hombre!
—¡Alejandra! —balbuceó Marcos—. ¡Todo lo que estás haciendo es una locura y un pecado!
Repitió como un tartamudo lo del pecado, varias veces, sin dejar de mirarme, y yo, por mi parte, le seguía gritando maricón, con desprecio cada vez mayor. Hasta que, apretando las mandíbulas y con rabia, empezó a desnudarse. Cuando estuvo desvestido, sin embargo, parecía habérsele terminado la energía, porque se quedó paralizado, mirándome con miedo.
—Acostáte acá —le ordené.
—Alejandra, es una locura y un pecado.
—¡Vamos, acostáte acá! —le volví a ordenar.
Terminó por obedecerme.
Quedamos los dos mirando al cielo, tendidos de espaldas sobre la arena caliente, uno al lado del otro. Se produjo un silencio abrumador, se podía oír el chasquido de las olas contra las toscas. Arriba, las gaviotas chillaban y evolucionaban sobre nosotros. Yo sentí la respiración de Marcos, que parecía haber corrido una larga carrera.
—¿Ves qué sencillo? —comenté—. Así podremos estar siempre.
—¡Nunca, nunca! —gritó Marcos, mientras se levantaba con violencia, como si huyera de un gran peligro.
Se vistió con rapidez, repitiendo “¡nunca, nunca! ¡Estás loca, estás completamente loca!”
Yo no dije nada pero me sonreía con satisfacción. Me sentía poderosísima.
Y como quien no dice nada, me limité a decir:
—Si me tocabas, te mataba con mi cuchillo.
Marcos quedó paralizado por el horror. Luego, de pronto, salió corriendo para el lado de Miramar.
Recostada sobre un lado vi cómo se alejaba. Luego me levanté y corrí hacia el agua. Nadé durante mucho tiempo, sintiendo cómo el agua salada envolvía mi cuerpo desnudo. Cada partícula de mi carne parecía vibrar con el espíritu del mundo.
Durante varios días Marcos desapareció de Piedras Negras. Pensé que estaba asustado o, acaso, que se había enfermado. Pero una semana después reapareció, tímidamente. Yo hice como si no hubiera pasado nada y salimos a caminar, como otras veces. Hasta que de pronto le dije:
—¿Y Marcos? ¿Pensaste en lo del casamiento?
Marcos se detuvo, me miró seriamente y me dijo, con firmeza:
—Me casaré contigo, Alejandra. Pero no en la forma que decís.
—¿Cómo? —exclamé—. ¿Qué estás diciendo?
—Que me casaré para tener hijos, como hacen todos. —Sentí que mis ojos se ponían rojos, o vi todo rojo. Sin darme del todo cuenta me encontré lanzándome contra Marcos. Caímos al suelo, luchando. Aun cuando Marcos era fuerte y tenía un año más que yo, al principio luchamos en forma pareja, creo que porque mi furor multiplicaba mi fuerza. Recuerdo que de pronto hasta logré ponerlo debajo y con mis rodillas le di golpes sobre el vientre. Mi nariz sangraba, gruñíamos como dos enemigos mortales. Marcos hizo por fin un gran esfuerzo y se dio vuelta. Pronto estuvo sobre mí. Sentí que sus manos me apretaban y que retorcía mis brazos como tenazas. Me fue dominando y sentí su cara cada vez más cerca de la mía. Hasta que me besó.
Le mordí los labios y se separó gritando de dolor. Me soltó y salió corriendo.
Yo me incorporé, pero, cosa extraña, no lo perseguí: me quedé petrificada, viendo cómo se alejaba. Me pasé la mano por la boca y me refregué los labios, como queriéndolos limpiar de suciedad. Y poco a poco sentí que la furia volvía a subir en mí como el agua hirviendo en una olla. Entonces me quité la ropa y corrí hacia el agua. Nadé durante mucho tiempo, quizá horas, alejándome de la playa, mar adentro.
Experimentaba una extraña voluptuosidad cuando las olas me levantaban. Me sentía a la vez poderosa y solitaria, desgraciada y poseída por los demonios. Nadé. Nadé hasta que sentí que las fuerzas se me acababan. Entonces empecé a bracear hacia la playa.
Me quedé mucho tiempo descansando en la arena, de espaldas sobre la arena caliente, observando las gaviotas que planeaban. Muy arriba, nubes tranquilas e inmóviles daban tina sensación de absoluta calma al anochecer, mientras mi espíritu era un torbellino y vientos furiosos lo agitaban y desgarraban: mirándome hacia adentro, parecía ver a mi conciencia como un barquito sacudido por una tempestad.
Volví a casa cuando ya era de noche, llena de rencor indefinido, contra todo y contra mí misma. Me sentí llena de ideas criminales. Odiaba una cosa: haber sentido placer en aquella lucha y en aquel beso. Todavía en mi cama, de espaldas mirando el techo, seguía dominada por una sensación imprecisa que me estremecía la piel como si tuviera fiebre. Lo curioso es que casi no recordaba a Marcos como Marcos (en realidad, ya te dije que me parecía bastante zonzo y que nunca le tuve admiración): era más bien una confusa sensación en la piel y en la sangre, el recuerdo de brazos que me estrujaban, el recuerdo de un peso sobre mis pechos y mis muslos. No sé cómo explicarte, pero era como si lucharan dentro de mí dos fuerzas opuestas, y esa lucha, que no alcanzaba a entender, me angustiaba y me llenaba de odio. Y ese odio parecía alimentado por la misma fiebre que estremecía mi piel y que se concentraba en la punta de mis pechos.
No podía dormir. Miré la hora: era cerca de las doce. Casi sin pensarlo, me vestí y me descolgué, como otras veces, por la ventana de mi cuarto hacia el jardincito. No sé si te dije ya que las Carrasco tenían, además, una casita en el mismo Miramar, donde pasaban a veces semanas o fines de semana. Estábamos entonces allí.
Casi corriendo fui hasta la casa de Marcos (aunque había jurado no verlo nunca más).
El cuarto de él daba a la calle, en el piso de arriba. Silbé, como otras veces, y esperé.
No respondía. Busqué una piedrita en la calle y la arrojé contra su ventana, que estaba abierta, y volví a silbar. Por fin se asomó y me preguntó, asombrado, qué pasaba.
—Bajá —le dije—. Quiero hablarte.
Creo que todavía hasta ese momento no había comprendido que quería matarlo, aunque tuve la precaución de llevar mi cuchillito de campo.
—No puedo, Alejandra —me respondió—. Mi padre está muy enojado y si me oye va a ser peor.
—Si no bajas —le respondí con rencorosa calma— va a ser mucho peor, porque voy a subir yo.
Vaciló un instante, midió quizás las consecuencias que le podía atraer mi propósito de subir y entonces me dijo que esperara.
Al poco rato apareció por la puerta trasera.
Me puse a caminar delante de él.
—¿Adonde vas? —me preguntó alarmado—, ¿qué te propones?
No contesté 3’ seguí hasta llegar a un baldío que había a media cuadra de su casa. Él venía siempre atrás, como arrastrado.
Entonces me volví bruscamente hacia él y le dije:
—¿Por qué me besaste, hoy?
Mi voz, mi actitud, qué sé yo, lo que sea, debe de haberlo impresionado, porque casi no podía hablar.
—Responde —le dije con energía.
—Perdóname —balbuceó—, lo hice sin querer…
Tal vez alcanzó a vislumbrar el brillo de la hoja, quizá fue solamente el instinto de conservación, pero se lanzó casi al mismo tiempo sobre mí y con sus dos manos me sujetó mi brazo derecho, forcejeando para hacerme caer el cuchillito. Logró por fin arrancármelo y lo arrojó lejos, entre los yuyos. Yo corrí y llorando de rabia empecé a buscarlo, pero era absurdo intentar encontrarlo entre aquella maraña, y de noche. Entonces salí corriendo hacia abajo, hacia el mar: me había acometido la idea de salir mar afuera y dejarme ahogar. Marcos corrió detrás, acaso sospechando mi propósito, y de pronto sentí que me daba un golpe detrás de la oreja. Me desmayé. Según supe después, me levantó y me llevó hasta la casa de las Carrasco, dejándome en la puerta y tocando el timbre, hasta que vio que se encendían las luces y que venían a abrir, huyendo en ese momento. A primera vista puede pensarse que esto era una barbaridad, por el escándalo que se provocaría. Pero ¿qué otra cosa podía hacer Marcos? Si se hubiera quedado, conmigo desmayada a su lado, a las doce de la noche, cuando las viejas creían que yo estaba en mi cama durmiendo, ¿te imaginas la que se hubiera armado? Dentro de todo, hizo lo más apropiado. De cualquier modo, ya te podrás imaginar el escándalo. Cuando volví en mí, estaban las dos Carrasco, la mucama y la cocinera, todas encima, con colonia, con abanicos, qué sé yo. Lloraban y se lamentaban como si estuvieran delante de una tragedia abominable. Me interrogaban, daban chillidos, se persignaban, decían Dios mío, daban órdenes, etc.
Fue una catástrofe.
Te imaginarás que me negué a dar explicaciones.
Se vino abuela Elena, consternada y que, en vano, trató de sacarme lo que había detrás de todo. Tuve una fiebre que me duró casi todo el verano.
Hacia fines de febrero
empecé a
levantarme.
Me había vuelto casi muda y no hablaba con nadie. Me negué a ir a la Iglesia, pues me horrorizaba la sola idea de confesar mis pensamientos del último tiempo.
Cuando volvimos a Buenos Aires, tía Teresa (no sé si te hablé ya de esa vieja histérica, que se pasaba la vida entre velorios y misas, siempre hablando de enfermedades y tratamientos), tía Teresa dijo, en cuanto me tuvo enfrente:
—Sos el retrato de tu padre. Vas a ser una perdida. Me alegro que no seas hija mía.
Salí hecha una furia contra la vieja loca. Pero, cosa extraña, mi furia mayor no era contra ella sino contra mi padre, como si la frase de mi tía abuela me hubiese golpeado a mí, como si un bumerang hubiese ido hasta mi padre y finalmente, de nuevo, a mí.
Le dije a abuela Elena que quería irme al colegio, que no dormiría ni un día en esta casa. Me prometió hablar con la hermana Teodolina para que me recibieran de algún modo antes del período de las clases. No sé lo que habrán hablado las dos, pero la verdad es que buscaron la forma de recibirme. Esa misma noche me arrodillé delante de mi cama y pedí a Dios que hiciera morir a mi tía Teresa. Lo pedí con una unción feroz y lo repetí durante varios meses, cada noche, al acostarme y también en mis largas horas de oración en la capilla. Mientras tanto, y a pesar de todas las instancias de la hermana Teodolina, me negué a confesarme: mi idea, bastante astuta, era primero lograr la muerte de tía, y después confesarme; porque (pensaba) si me confesaba antes tendría que decir lo que planeaba y me vería obligada
a
desistir.
Pero tía Teresa no murió. Por el contrario, cuando volví a casa en las vacaciones la vieja parecía estar más sana que nunca. Porque te advierto que aunque se pasaba quejando y tomando píldoras de todos los colores, tenía una salud de hierro. Se pasaba hablando de enfermos y muertos. Entraba en el comedor o en la sala diciendo con entusiasmo:
—Adivinen quién murió.
O, comentando con una mezcla de arrogancia e ironía:
—Inflamación al hígado… ¡Cuando yo les decía que eso era cáncer! Un tumor de tres kilos, nada menos.
Y corría al teléfono para dar la noticia con ese fervor que tenía para anunciar catástrofes. Marcaba el número y sin perder tiempo, telegráficamente, para dar la noticia a la mayor cantidad de gente en el menor tiempo posible (no fuera que otro se le adelantase), decía “¿Josefina? Pipo cáncer”, y así a María Rosa, a Beba, a Naní, a María Magdalena, a María Santísima. Bueno, como te digo, al verla con tanta salud, todo el odio rebotó contra Dios. Sentía como si me hubiese estafado, y al sentirlo de alguna manera del lado de tía Teresa, de esa vieja histérica y de mala entraña, asumía ante mí cualidades semejantes a las de ella. Toda la pasión religiosa pareció de pronto invertirse, y con la misma fuerza. Tía Teresa había dicho que yo iba a ser una perdida y por lo tanto Dios también pensaba así, y no sólo lo pensaba sino que seguramente lo quería. Empecé a planear mi venganza, y como si Marcos Molina fuera el representante de Dios sobre la tierra, imaginé lo que haría con él apenas llegase a Miramar. Entretanto llevé a cabo algunas tareas menores: rompí la cruz que había sobre mi cama, eché al inodoro las estampas y me limpié con el traje de comunión como si fuera papel higiénico, tirándolo después a la basura.