—Siempre grita: ¡Por qué me habré descuidado!
Como si toda la basura de su madre la hubiese ido acumulando en su alma, a presión
, pensaba, mientras Alejandra lo miraba, acodada sobre un costado. Y palabras como
feto, baño, cremas, vientre, aborto
, flotaban en su mente, en la mente de Martín, como residuos pegajosos y nauseabundos sobre aguas estancadas y podridas. Y entonces, como si hablara consigo mismo, agregó que durante mucho tiempo había creído que no lo había amamantado por falta de leche, hasta que un día su madre le gritó que no lo había hecho para no deformarse y también le explicó que había hecho todo lo posible para abortar, menos el raspajo, porque odiaba el sufrimiento tanto como adoraba comer caramelos y bombones, leer revistas de radio y escuchar música melódica. Aunque también decía que le gustaba la música seria, los valses vieneses y el príncipe Kalender. Que desgraciadamente ya no estaba más. Así que podía imaginar con qué alegría lo recibió, después de luchar durante meses saltando a la cuerda como los boxeadores y dándose golpes en el vientre, razón por la cual (le explicaba su madre a gritos) él había salido medio tarado, ya que era un milagro que no hubiese ido a parar a las cloacas.
Se calló, examinó la piedrita una vez más y luego la arrojó lejos.
—Será por eso —agregó— que cuando pienso en ella siempre se me asocia la palabra cloaca.
Volvió a reírse con aquella risa.
Alejandra lo miró asombrada porque Martín todavía tuviese ánimo para reírse. Pero al verle las lágrimas seguramente comprendió que aquello que había estado oyendo no era risa sino (como sostenía Bruno) ese raro sonido que en ciertos seres humanos se produce en ocasiones muy insólitas y que, acaso por precariedad de la lengua, uno se empeña en clasificar como risa o como llanto; porque es el resultado de una combinación monstruosa de hechos suficientemente dolorosos como para producir el llanto (y aun el desconsolado llanto) y de acontecimientos lo bastante grotescos como para querer transformarlo en risa. Resultando así una especie de manifestación híbrida y terrible, acaso la más terrible que un ser humano pueda dar; y quizá la más difícil de consolar, por la intrincada mezcla que la provoca. Sintiendo muchas veces uno ante ella el mismo y contradictorio sentimiento que experimentamos ante ciertos jorobados o rengos. Los dolores en Martín se habían ido acumulando uno a uno sobre sus espaldas de niño, como una carga creciente y desproporcionada (y también grotesca), de modo que él sentía que debía moverse con cuidado, caminando siempre como un equilibrista que tuviera que atravesar un abismo sobre un alambre, pero con una carga grosera y maloliente, como si llevara enormes fardos de basura y excrementos, y monos chillones, pequeños payasos vociferantes y movedizos, que mientras él concentraba toda su atención en atravesar el abismo sin caerse, el abismo negro de su existencia, le gritaban cosas hirientes, se mofaban de él y armaban allá arriba, sobre los fardos de basura y excrementos, una infernal algarabía de insultos y sarcasmos. Espectáculo que (a su juicio) debía despertar en los espectadores
una
mezcla de pena y de enorme y monstruoso regocijo, tan tragicómico era; motivo por el cual no se consideraba con derechos a abandonarse al simple llanto, ni aun ante un ser como Alejandra, un ser que parecía haber estado esperando durante un siglo, y pensaba que tenía el deber, el deber casi profesional de un payaso a quien le ha ocurrido la mayor desgracia, de convertir aquel llanto en una mueca de risa. Pero, sin embargo, a medida que había ido confesando aquellas pocas palabras claves a Alejandra, sentía como una liberación y por un instante pensó que su mueca risible podía por fin convertirse en un enorme, convulsivo y tierno llanto; derrumbándose sobre ella como si por fin hubiese logrado atravesar el abismo. Y así lo hubiera hecho, así lo hubiera querido hacer. Dios mío, pero no lo hizo: sino que apenas inclinó su cabeza sobre el pecho, dándose vuelta para ocultar sus lágrimas.
Pero cuando años después Martín hablaba con Bruno de aquel encuentro apenas quedaban frases sueltas, el recuerdo de una expresión, de una caricia, la sirena melancólica de aquel barco desconocido: como fragmentos de columnas, y si permanecía en su memoria, acaso por el asombro que le produjo, era una que ella le había dicho en aquel encuentro, mirándolo con cuidado:
—Vos y yo tenemos algo en común, algo muy importante. Palabras que Martín escuchó con sorpresa, pues ¿qué podía tener él en común con aquel ser portentoso?
Alejandra le dijo, finalmente, que debía irse, pero que en otra ocasión le contaría muchas cosas y que —lo que a Martín le pareció más singular— tenía
necesidad
de contarle.
Cuando se separaron, lo miró una vez más, como si fuera médico y él estuviera enfermo, y agregó unas palabras que Martín recordó siempre:
—Aunque por otro lado pienso que no debería verte nunca. Pero te veré porque te necesito.
La sola idea, la sola posibilidad de que aquella muchacha no lo viese más lo desesperó. ¿Qué le importaban a él los motivos que podía tener Alejandra para no querer verlo? Lo que anhelaba era verla.
—Siempre, siempre —dijo con fervor. Ella se sonrió y le respondió: —Sí, porque sos así es que necesito verte. Y Bruno pensó que Martín necesitaría todavía muchos años para alcanzar el significado probable de aquellas oscuras palabras. Y también pensó que si en aquel entonces hubiera tenido más edad y más experiencia, le habrían asombrado palabras como aquellas, dichas por una muchacha de dieciocho años. Pero también muy pronto le habrían parecido naturales, porque ella había nacido madura, o había madurado en su infancia, al menos en cierto sentido; ya que en otros sentidos daba la impresión de que nunca maduraría: como si una chica que todavía juega con las muñecas fuera al propio tiempo capaz de espantosas sabidurías de viejo; como si horrendos acontecimientos la hubiesen precipitado hacia la madurez y luego hacia la muerte sin tener tiempo de abandonar del todo atributos de la niñez y la adolescencia.
En el momento en que se separaban, después de haber caminado unos pasos, recordó o advirtió que no habían combinado nada para encontrarse. Y volviéndose, corrió hacia Alejandra para decírselo.
—No te preocupes —le respondió—. Ya sabré siempre cómo encontrarte.
Sin reflexionar en aquellas palabras increíbles y sin atreverse a insistir, Martín volvió sobre sus pasos.
Desde aquel encuentro, esperó día a día verla nuevamente en el parque. Después semana tras semana. Y, por fin, ya desesperado, durante largos meses. ¿Qué le pasaría? ¿Por qué no iba? ¿Se habría enfermado? Ni siquiera sabía su apellido. Parecía habérsela tragado la tierra. Mil veces se reprochó la necedad de no haberle preguntado ni siquiera su nombre completo. Nada sabía de ella. Era incomprensible tanta torpeza. Hasta llegó a sospechar que todo había sido una alucinación o un sueño. ¿No se había quedado dormido más de una vez en el banco del parque Lezama? Podía haber soñado aquello con tanta fuerza que luego le hubiese parecido auténticamente vivido. Luego descartó esta idea porque pensó que había habido dos encuentros. Luego reflexionó que eso tampoco era un inconveniente para un sueño, ya que en el mismo sueño podía haber soñado con el doble encuentro. No guardaba ningún objeto de ella que le permitiera salir de dudas, pero al cabo se convenció de que todo había sucedido de verdad y que lo que pasaba era, sencillamente, que él era el imbécil que siempre imaginó ser.
Al principio sufrió mucho, pensando día y noche en ella. Trató de dibujar su cara, pero le resultaba algo impreciso, pues en aquellos dos encuentros no se había atrevido a mirarla bien sino en contados instantes; de modo que sus dibujos resultaban indecisos y sin vida, pareciéndose a muchos dibujos anteriores en que retrataba a aquellas vírgenes ideales y legendarias de las que había vivido enamorado. Pero aunque sus bocetos eran insípidos y poco definidos, el recuerdo del encuentro era vigoroso y tenía la sensación de haber estado con alguien muy fuerte, de rasgos muy marcados, desgraciado y solitario como él. No obstante, el rostro se perdía en una tenue esfumadura. Y resultaba algo así como una sesión de espiritismo, en que una materialización difusa y fantasmal de pronto da algunos nítidos golpes sobre la mesa.
Y cuando su esperanza estaba a punto de agotarse, recordaba las dos o tres frases clave del encuentro: “Pienso que no debería verte nunca. Pero te veré porque te necesito”. Y aquella otra: “No te preocupes. Ya sabré siempre cómo encontrarte”.
Frases —pensaba Bruno— que Martín apreciaba desde su lado favorable y como fuente de una inenarrable felicidad, sin advertir, al menos en aquel tiempo, todo lo que tenían de egoísmo.
Y claro —dijo Martín que entonces pensaba—, ella era una muchacha rara ¿y por qué un ser de esa condición había de verlo al otro día, o a la semana siguiente? ¿Por qué no podían pasar semanas y hasta meses sin necesidad de encontrarlo? Estas reflexiones lo animaban. Pero más tarde, en momentos de depresión, se decía: “No la veré más, ha muerto, quizá se ha matado, parecía desesperada y ansiosa”. Recordaba entonces sus propias ideas de suicidio. ¿Por qué Alejandra no podía haber pasado por algo semejante? ¿No le había dicho, precisamente, que se parecían, que tenían algo profundo que los asemejaba? ¿No sería esa obsesión del suicidio lo que habría querido significar cuando habló del parecido? Pero luego reflexionaba que aun en el caso de haberse querido matar lo habría venido a buscar antes, y se le ocurría que no haberlo hecho era una especie de estafa que le resultaba inconcebible en ella.
¡Cuántos días desolados transcurrieron en aquel banco del parque! Pasó todo el otoño
y llegó
el invierno. Terminó el invierno, comenzó la primavera (aparecía por momentos, friolenta y fugitiva, como quien se asoma a ver cómo andan las cosas, y luego, poco a poco, con mayor decisión y cada vez por mayor tiempo) y paulatinamente
empezó a
correr con mayor calidez y energía la savia en los árboles y las hojas empezaron a brotar; hasta que en pocas semanas, los últimos restos del invierno se retiraron del parque Lezama hacia otras remotas regiones del mundo.
Llegaron después los primeros calores de diciembre. Los jacarandaes se pusieron violetas y las tipas se cubrieron de flores anaranjadas.
Y luego aquellas flores fueron secándose y cayendo, las hojas empezaron a dorarse y a ser arrastradas por los primeros vientos del otoño. Y entonces —dijo Martín— perdió definitivamente la esperanza de volver a verla.
La “esperanza” de volver a verla (reflexionó Bruno con melancólica ironía). Y también se dijo: ¿no serán todas las esperanzas de los hombres tan grotescas como éstas? Ya que, dada la índole del mundo, tenemos esperanzas en acontecimientos que, de producirse sólo nos proporcionarían frustración y amargura; motivo por el cual los pesimistas se reclutan entre los ex esperanzados, puesto que para tener una visión negra del mundo hay que haber creído antes en él y en sus posibilidades. Y todavía resulta más curioso y paradojal que los pesimistas, una vez que resultaron desilusionados, no son constantes y sistemáticamente desesperanzados, sino que, en cierto modo, parecen dispuestos a renovar su esperanza a cada instante aunque lo disimulen debajo de su negra envoltura de amargados universales, en virtud de una suerte de pudor metafísico; como si el pesimismo, para mantenerse fuerte y siempre vigoroso, necesitase de vez en cuando un nuevo impulso producido por una nueva y brutal desilusión.
Y el mismo Martín (pensaba mirándolo, ahí, delante de él), el mismo Martín, pesimista en cierne como corresponde a todo ser purísimo y preparado a esperar Grandes Cosas de los hombres en particular y de la Humanidad en general, ¿no había intentado ya suicidarse a causa de esa especie de albañal que era su madre? ¿No revelaba ya eso que había esperado algo distinto y seguramente maravilloso de aquella mujer? Pero (y eso todavía era más asombroso) ¿no había vuelto, después de semejante desastre, a tener fe en las mujeres al encontrarse con Alejandra?
Ahí estaba ahora aquel pequeño desamparado, uno de los tantos en aquella ciudad de desamparados. Porque Buenos Aires era una ciudad en que pululaban, como por otra parte sucedía en todas las gigantescas y espantosas babilonias.
Lo que pasa (pensó) es que a primera vista no se los advierte, o porque por lo menos resulta que buena parte de ellos no lo parecen a primera vista, o porque en muchos casos no lo quieren parecer. Y porque, al revés, grandes cantidades de seres que pretenden serlo contribuyen a confundir aun más el problema y hacer que uno crea al final que no hay desamparados verdaderos.
Porque, claro, si a un hombre le faltan las piernas o los dos brazos, todos sabemos, o creemos saber, que ese hombre es un desvalido. Y en ese mismo instante ese hombre
empieza
a serlo menos, pues lo hemos advertido y sufrimos por él, le compramos peines inútiles o fotos de colores de Carlitos Gardel. Y entonces, ese mutilado al que le faltan las piernas o los dos brazos deja de ser parcial o totalmente la clase de desamparado total en que estamos pensando, hasta el punto de que lleguemos a sentir luego un oscuro sentimiento de rencor, quizá por los infinitos desamparados absolutos que en ese mismo instante (por no tener la audacia o la seguridad y hasta el espíritu de agresión de los vendedores de peines y de retratos en colores) sufren en silencio y con dignidad suprema su suerte de auténticos desdichados.
Como esos hombres silenciosos y solitarios que a nadie piden nada y con nadie hablan, sentados y pensativos en los bancos de las grandes plazas y parques de la ciudad: algunos, viejos (los más obviamente desvalidos, hasta el punto de que ya nos deben preocupar menos y por las mismas razones que los vendedores de peines), esos viejos con bastones de jubilados que ven pasar el mundo como un recuerdo, esos viejos que meditan y a su manera acaso replantean los grandes problemas que los pensadores poderosos plantearon sobre el sentido general de la existencia, sobre el porqué y el para qué de todo: casamientos, hijos, barcos de guerra, luchas políticas, dinero, reyes y carreras de caballos o de autos; esos viejos que indefinidamente miran o parecen mirar a las palomas que comen granitos de avena o de maíz, o a los activísimos gorriones, o, en general, a los diferentes tipos de pájaros que descienden sobre la plaza o viven en los árboles de los grandes parques. En virtud de ese notable atributo que tiene el universo de independencia y superposición: de modo que mientras un banquero se propone realizar la más formidable operación con divisas fuertes que se haya hecho en el Río de la Plata (hundiendo de paso al Consorcio X o la temible Sociedad Anónima
Y
) un pajarito, a cien pasos de distancia de la Poderosa Oficina, anda a saltitos sobre el césped del Parque Colón, buscando aquí alguna pajita para su nido, algún grano perdido de trigo o de avena, algún gusanito de interés alimenticio para él o para sus pichones; mientras en otro estrato aún más insignificante y en cierto modo más ajeno a todo (no ya al Grandioso Banquero sino al exiguo bastón de jubilado), seres más minúsculos, más anónimos y secretos, viven una existencia independiente y en ocasiones hasta activísima: gusanos, hormigas (no sólo las grandes y negras, sino las rojizas chiquitas y aun otras más pequeñas que son casi invisibles) y cantidades de otros bichitos más insignificantes, de colores variados y de costumbres muy diversas. Todos esos seres viven en mundos distintos, ajenos los unos a los otros, excepto cuando se producen las Grandes Catástrofes, cuando los Hombres, armados de Fumigadores y Palas, emprenden la Lucha contra las Hormigas (lucha, dicho sea de paso, absolutamente inútil, ya que siempre termina con el triunfo de las hormigas), o cuando los Banqueros desencadenan sus Guerras por el Petróleo; de modo que los infinitos bichitos que hasta ese momento vivían sobre las vastas praderas verdes o en los apacibles submundos de los parques, son aniquilados por bombas y gases; mientras que otros más afortunados, de las razas invariablemente vencedoras de los Gusanos, hacen su agosto y prosperan con enorme rapidez, al mismo tiempo que medran, allá arriba, los Proveedores y Fabricantes de Armamentos.