El viento fresco despejó a Martín. D’Arcángelo seguía mascullando y tardó un rato en serenarse. Entonces le preguntó dónde trabajaba. Con vergüenza, Martín respondió que estaba sin trabajo. D’Arcángelo lo miró.
—¿Hace mucho?
—Sí, un tiempo.
—¿Tené familia, vo?
—No.
—¿Dónde viví?
Martín demoró la respuesta: se había puesto rojo, pero felizmente (pensó) era de noche. D’Arcángelo volvió a mirarlo con atención.
—En realidad —murmuró.
—¿Cómo?
—Este… tuve que dejar una pieza…
—¿Y dónde dormí, ahora?
Martín, avergonzado, farfulló que dormía en cualquier parte. Y como para atenuar el hecho agregó:
—Total, todavía no hace frío.
Tito se detuvo y lo examinó a la luz de un farol.
—Pero al menos, ¿tené pa comer?
Martín permaneció callado. Entonces D’Arcángelo estalló:
—¡Se puede saber por qué no dijiste nada! Yo hablando de cra y vo picando ingrediente. ¡Hay que joderse!
Lo llevó a una fonda y mientras comían, lo observaba pensativamente.
Cuando terminaron y salieron, ajustándose la corbata le dijo:
—Tranquilo, pibe. Ahora vamo en casa. Despué veremo.
Entraron en una antigua cochera que en otro tiempo habría sido de alguna casa señorial.
—El viejo, sabé, fue cochero hasta hace unos die año.
Ahora, con el reuma, no se puede mover. Adema, ¿quién va a tomar un coche, hoy en día? Mi viejo e una de la tanta víctima en ara del progreso de la urbe. En fin, basta la salú.
Era una mezcla de conventillo y caballerizas: se oían gritos, conversaciones y varias radios simultáneas, en medio de un fuerte olor a estiércol. En las antiguas cocheras había algunos carros de reparto y un camioncito.
Se oía el golpeteo de los cascos de caballo.
Caminaron hacia el fondo.
—Aquí, cuando yo era purrete, había tre Vitoria que daban gusto: la 39, la 42 y la 90. La 39 la manejaba el viejo. Era una
joyita
. No e porque fuera del viejo pero te garanto que era una niña mimada: la pintaba, la lustraba, le sacaba brillo a lo farola. Y ahora mányala.
Le señaló al fondo, arrumbado, el cadáver de un coche de
plaza
: sin faroles, sin gomas, agrietada, la capota podrida y desgarrada.
—Hasta hace uno mese todavía salía, la pobre. La trabajaba Nicola, un amigo del viejo que murió. Mejor, te soy sincero, porque pa trabajar en la forma que trabajaba el infelí, mejor que esté a la tumba. Hacía changuita en Constitución, llevaba bulto.
Acarició la rueda de la vieja victoria.
—La gran puta —dijo con voz quebrada—, cuando venía el carnaval había que ver este coche al corso de Barraca. Y el viejo con la galerita, al pescante. Te garanto que daba golpe, pibe.
Martín le preguntó si allí vivía con toda la familia.
—De qué familia m’está hablando, pibe. Estamo el viejo y yo. Mi vieja murió hace tre año. Mi hermano Américo está a Mendoza, trabaja de pintor, como yo. Otro, Bachicha, está casado a Matadero. Mi hermano Argentino, que le decíamo Tino, era anarquista y lo mataron en Avellaneda, al año 30. Un hermano que se llamaba Chiquín, bah que le decíamos, murió tísico.
Se rió.
—Vo sabé que vario salimo medio falluto de lo pulmone. Yo creo que e cuestión del plomo de la pintura. Mi hermana Mafalda también se casó y vive al Azul. Otro hermano, menor que yo, André, e medio loco y ni siquiera sabemo adonde anda, creo que por Bahía Blanca. Y después esta Norma, que pa qué vamo a hablar. Son de ésa que se pasaban la vida mirando la revista de radio y cine y que quería ser artista. Así que quedamo nada má que el viejo y yo. Así e la vida, pibe: yugá, tené hijo y a la final siempre te queda solo como el viejo. Meno mal que soy medio loco y que adema ninguna mujer me lleva l’apunte, que si no quién te dice que también me iba y lo dejaba al viejo pa que se muera solo como un perro.
Entraron en la pieza. Había dos camas: una era de ese hermano vago que andaba por Bahía Blanca. Así que, por el momento, ahí podía dormir Martín. Pero antes le mostró sus tesoros: una fotografía de Américo Tesorieri, clavada con chinches en la pared, con una escarapela argentina debajo y dedicada: “Al amigo Humberto J. D’Arcángelo”. Tito se quedó mirándola con arrobo. Y luego comentó:
—El gran Américo.
Otras fotos y recortes de
El Gráfico
también figuraban en las paredes, y encima de todo, una gran bandera de Boca, extendida a lo largo.
Sobre un cajón tenía un viejo fonógrafo de bocina, con cuerda.
—¿Funciona? —preguntó Martín.
D’Arcángelo lo miró fijamente, con expresión de sorpresa y casi de reconvención.
—Ya se quisiera má de uno de eso tocadisco de ahora funcionar como éste.
Se acercó y limpió con su pañuelo una basurita que había en la gran bocina.
—Ni con plata encima lo cambiaría por uno de eso. Sabé qué pasa, que eso aparato tienen demasiada complicación. Esto eran más naturale, y la voz era tal cual.
Puso
Alma en pena y
dio cuerda: de la bocina salió la voz de Gardel, emergiendo apenas de entre una maraña de ruidos. Tito con la cabeza colocada al lado de la bocina, meneándola con emoción, murmuraba:
Qué grande, pibe, qué grande
. Permanecieron en silencio. Cuando terminó, Martín vio que en los ojos de D’Arcángelo había lágrimas.
—La gran puta —dijo, riéndose falsamente—. Todo lo demá que vinieron despué son una cagada.
Puso el disco en un sobre viejísimo, emparchado, lo colocó con cuidado sobre una pila, mientras preguntaba:
—A vo te gusta el tango, pibe, ¿eh?
—Sí, claro —respondió Martín con cautela.
—Qué bueno. Porque ahora, te voy a ser sincero, la nueva generación no sabe ya nada de tango. Meta fostró y todo eso merengue de bolero, de rumba, toda esa payasada. El tango e algo serio, algo profundo. Te habla al alma. Te hace pensar.
Se sentó en la cama y se quedó cavilando.
—Pero —dijo— todo eso pasó. A veces me pongo a pensar, pibe, que a este país todo ya pasó, todo lo bueno se fue pa no volver, como dice el tango. Lo mismo el tango que el fóbal, que el carnaval, que el corso, ma qué sé yo. Y cuando alguno de eso payaso te quiere hacer tango nuevo, pa qué vamo a hablar. El tango tiene que ser tango o nada. Y eso terminó, pibe, ponele la firma. E algo que te parte el corazón, pero e una verdá grande como una casa.
Luego agregó, porque siempre trataba de ser justo:
—Y bueno, a lo mejor e música importante, qué sé yo. Capá que Piazzola y eso muchacho de ahora hacen algo importante, música seria, como lo valse de Estrau. No me aparto. Pero tango, lo que se dice tango, eso, pibe, te garanto que no e.
Después le contó que su padre andaba muy mal con el reumatismo, pero, sobre todo, lo había terminado de matar el disgusto con Bachicha.
—Sabé —explicó con amargura—, un día le dijo que vendía la 40 y que con lo peso que se había juntado compraba a media un tasímetro. Te podé imaginar la bronca del viejo. Se enojó, lo insultó, rogó, pero todo fue inútil, porque Bachicha e duro como mármo. Te juro que si yo habría tenido en ese momento un ladrillo se lo tiro por la cabeza. Todo inútil. Se compró el tasi y se lo trajo aquí, pa mejor. El viejo estuvo a la cama como un me. Cuando se levantó ya no era el mismo de ante.
Luego agregó:
—No sólo se salió con la suya, lo pior es que le decía lo coche están terminado, viejo, decía, hay que resinarse a la verdá, decía, cómo queré que nadie pueda vivir con eso cachivache, decía, no manya, viejo que debemo estar acorde al progreso, decía, no comprende que el mundo marcha adelante y que
YO
te empeña en mantener esa ruina porque sí, porque te da la real gana, no te da cuenta que la gente quiere velocidá y eficencia, decía, que el mundo tiene que ir cada vez más rápido, decía. Y cada una de esa palabra era como un cuchillo.
Se acostaron.
Durante algunos días esperó en vano. Pero por fin Chichín lo recibió con una seña y le dio un sobre. Temblando, lo abrió y desdobló la carta. Con la letra enorme, desigual y nerviosa que
tenía
, le decía, simplemente, que lo esperaba a las seis.
A las seis menos algo estaba en el banco del parque, agitado pero feliz, pensando que ahora tenía a quién contarle sus desdichas. Y a alguien como Alejandra, tan desproporcionado como para un pordiosero encontrar el tesoro de Morgan.
Corrió hacia ella como un chico, le contó lo de la imprenta.
—Me hablaste de un tal Molinari —dijo Martín—. Creo que dijiste que tenía una gran empresa.
Alejandra levantó su mirada hacia el muchacho, con las cejas en alto, demostrando sorpresa.
—¿Molinari? ¿Yo te hablé de Molinari?
—Sí, aquí mismo, cuando me encontraste dormido, ¿recordás? Me dijiste: seguro que no trabajas para Molinari, ¿recordás?
—Puede ser.
—¿Es amigo tuyo?
Alejandra lo miró con una sonrisa irónica.
—¿Te dije que era amigo mío?
Pero Martín estaba muy esperanzado en aquel momento para darle un significado recóndito a su expresión.
—¿Qué te parece? —insistió—. ¿Crees que pueda darme trabajo?
Ella lo observó como los médicos miran a los reclutas que se presentan para el servicio militar.
—Sé escribir a máquina, puedo redactar cartas, corregir pruebas de imprenta…
—Uno de los triunfadores de mañana ¿eh?
Martín enrojeció.
—Pero ¿tenés idea de lo que es trabajar en una empresa importante? ¿Con reloj marcador y todo eso?
Martín extrajo su cortapluma blanco, abrió su hojita menor y luego la volvió a cerrar, cabizbajo.
—No tengo ninguna pretensión. Si no puedo trabajar en el escritorio puedo trabajar en talleres, o como peón.
Alejandra observaba su traje raído y sus zapatos rotos.
Cuando Martín levantó por fin su mirada hacia ella, vio que tenía una expresión muy seria, con el ceño fruncido.
—¿Qué, es muy difícil?
Ella movió negativamente la cabeza.
Después dijo:
—Bueno, no te preocupes, ya encontraremos una solución.
Se levantó.
—Vení. Vamos por ahí un rato, me duele horriblemente el estómago.
—¿El estómago?
—Sí, me duele muchas veces. Debe ser una úlcera.
Caminaron hasta el bar de Brasil y Balcarce. Alejandra pidió en el mostrador un vaso de agua, sacó de su cartera un frasquito y echó unas gotas.
—¿Qué es eso?
—Láudano.
Atravesaron nuevamente el parque.
—Vamos un rato a la Dársena —dijo Alejandra.
Bajaron por Almirante Brown, doblaron por Arzobispo Espinosa hacia abajo y por Pedro de Mendoza llegaron hasta un barco sueco que estaba cargando.
Alejandra se sentó sobre uno de los grandes cajones que venían de Suecia, mirando hacia el río, y Martín en uno más bajo, como si sintiese el vasallaje hacia aquella princesa. Y ambos miraban el gran río de color de león.
—¿Viste que tenemos muchas cosas en común? —decía ella.
Y Martín pensaba
¿será posible?
, y aunque estaba convencido de que a ambos les gustaba mirar río afuera, también pensaba que aquello era una nimiedad frente a los otros hechos profundos que lo separaban de ella, nimiedad que nadie podía tomar en serio y menos que nadie la propia Alejandra, como —pensó— la forma risueña en que acababa de decir aquella frase: como esos grandes personajes que de pronto se fotografían en la calle, democráticamente, al lado de un obrero o una niñera, sonriendo y condescendientes. Aunque también podía ser que aquella frase fuera una clave de verdad, y que mirar ambos con ansiedad río afuera constituyese una fórmula secreta de alianza para cosas mucho más trascendentales. Porque ¿cómo podía saberse lo que ella realmente cavilaba? Y la miraba allá arriba, inquieto, como quien vigila a un equilibrista querido que se mueve en zonas peligrosísimas y sin que nadie pueda prestarle ayuda. La veía, ambigua e inquietante, mientras la brisa agitaba su pelo renegrido y lacio y marcaba sus pechos puntiagudos y un poco abiertos hacia los costados. La veía fumando, abstraída. Aquel territorio barrido por los vientos parecía apaciguado por la melancolía, como si esos vientos se hubiesen calmado y una bruma intensa lo cubriese.
—Qué lindo sería irse lejos —comentó de pronto—. Irse de esta ciudad inmunda.
Martín oyó penosamente aquella forma impersonal:
Irse
.
—¿Te irías? —preguntó con voz quebrada.
Sin mirarlo, casi totalmente abstraída, respondió:
—Sí, me iría con mucho gusto. A un lugar lejano, a un lugar donde no conociera a nadie. Tal vez a una isla, a una de esas islas que todavía deben de quedar por ahí.
Martín bajó su cabeza y con el cortaplumas empezó a escarbar el cajón mientras leía THIS SIDE UP. Alejandra, volviendo su mirada hacia él, después de observarlo un momento preguntó si le pasaba algo, y Martín, siempre escarbando la madera y leyendo THIS SIDE UP contestó que no le pasaba nada, pero Alejandra se quedó mirando y cavilando. Y ninguno de los dos habló durante bastante tiempo, mientras anochecía y el muelle iba quedándose en silencio: las grúas habían cesado en su trabajo y los estibadores y cargadores empezaban a retirarse hacia sus casas o hacia los bares del Bajo.
—Vamos al Moscova —dijo entonces Alejandra.
—¿Al Moscova?
—Sí, en la calle Independencia.
—Pero ¿no es muy caro?
Alejandra se rió.
—Es un boliche, hombre. Además, Vania es amigo mío.
La puerta estaba cerrada.
—No hay nadie —comentó Martín.
—Sharáp —se limitó a decir Alejandra, golpeando.
Al cabo de un rato les abría la puerta un hombre en camisa tenía el pelo lacio y blanco, el rostro bondadoso, refinado y tristemente sonriente. Un tic le sacudía una mejilla, cerca del ojo.
—Ivan Petróvich —dijo Alejandra, entregándole la mano.
El hombre la llevó a sus labios, inclinándose un poco.
Se sentaron junto a una ventana que daba al Paseo Colón. El local estaba apenas iluminado por una sórdida lamparilla cercana a la caja, donde una mujer gorda y baja, de cara eslava, tomaba mate.
—Tengo vodka polaco —dijo Vania—. Me trajeron ayer, llegó barco de Polonia.
Cuando se alejó, Alejandra comentó:
—Es un espléndido tipo, pero la gorda —y señaló hacia la caja—, la gorda es siniestra. Está tratando de que lo encierren a Vania para quedarse con esto.