Y Bruno (no Martín, claro), Bruno pensó que en ese momento Alejandra pronunciaba un ruego silencioso pero dramático, acaso trágico.
Y también él, Bruno, pensaría luego que la oración no fue escuchada.
Cuando Martín se despertó, entraba ya la naciente luminosidad del amanecer.
Alejandra no estaba a su lado. Se incorporó con inquietud y entonces advirtió que estaba apoyada en el alféizar de la ventana, mirando pensativamente hacia afuera.
—Alejandra —dijo con amor.
Ella se dio vuelta, con una expresión que parecía revelar una melancólica preocupación.
Se acercó a la cama y se sentó.
—¿Hace mucho que estás levantada?
—Un rato. Pero yo me levanto muchas veces.
—¿Te levantaste esta noche también? —preguntó Martín, con asombro.
—Por supuesto.
—¿Y cómo no te oí?
Alejandra inclinó la cabeza, apartó la mirada de él, y frunciendo el ceño, como si acentuara su preocupación, iba a decir algo, pero finalmente no dijo nada.
Martín la observó con tristeza, y aunque no comprendía con exactitud la causa de aquella melancolía creía percibir su remoto rumor, su impreciso y oscuro rumor.
—Alejandra… —dijo, mirándola con fervor— vos…
Ella volvió hacia Martín una cara ambigua.
—¿Yo qué?
Y sin esperar la inútil respuesta, se acercó a la mesita de luz, buscó sus cigarrillos y volvió hacia la ventana.
Martín la seguía con ansiedad, temiendo que, como en los cuentos infantiles, el palacio que se había levantado mágicamente en la noche desapareciese como la luz del alba, en silencio. Algo impreciso le advirtió que estaba a punto de resurgir aquel ser áspero que él tanto temía. Y cuando al cabo de un momento Alejandra se dio vuelta hacia él, supo que el palacio encantado había vuelto a la región de la nada.
—Te he dicho, Martín, que soy una basura. No te olvides que te lo he advertido.
Luego volvió a mirar hacia afuera y prosiguió fumando en silencio.
Martín se sentía ridículo. Se había cubierto con la sábana al advertir su expresión endurecida y ahora pensó que debía vestirse antes que volviera a mirarlo. Tratando de no hacer ruido, se sentó al borde de la cama y empezó a ponerse la ropa, sin apartar sus ojos de la ventana y temiendo el momento en que Alejandra se volviese. Y cuando estuvo vestido, esperó.
—¿Terminaste? —preguntó ella, como si todo el tiempo hubiese sabido lo que Martín estaba haciendo.
—Sí.
—Bueno, entonces déjame sola.
Aquella noche Martín tuvo el siguiente sueño: En medio de una multitud se acercaba un mendigo cuyo rostro le era imposible ver, descargaba su hatillo, lo ponía en el suelo, desataba los nudos y, abriéndolo, exponía su contenido ante los ojos de Martín. Entonces levantaba su mirada y murmuraba palabras que resultaban ininteligibles.
El sueño, en sí mismo, no tenía nada de terrible: el mendigo era un simple mendigo y sus gestos eran comunes. Y sin embargo Martín despertó angustiado, como si fuera el trágico símbolo de algo que no alcanzaba a comprender; como si le entregasen una carta decisiva y, al abrirla, observase que sus palabras resultaban indescifrables, desfiguradas y borradas por el tiempo, la humedad y los dobleces.
Cuando años después Martín intentaba encontrar la clave de aquella relación, entre las cosas que refirió a Bruno le dijo que, no obstante los contrastes de humor de Alejandra, durante algunas semanas había sido feliz. Y como Bruno levantara las cejas y marcara aquellas arrugas que atravesaban su frente horizontalmente ante una palabra tan inesperada en algo que tuviera que ver con Alejandra; y como Martín comprendiera ese pequeño y tácito comentario, agregó, después de pensarlo un momento:
—Mejor dicho: casi feliz. Pero inmensamente.
Porque la palabra “felicidad”, en efecto, no era apropiada para nada que tuviera alguna vinculación con Alejandra; y no obstante había sido algo, un sentimiento o estado de espíritu que se aproximaba más que nada a eso que se llama felicidad, sin alcanzar a serlo en forma cabal (y por eso el “casi”), dada la inquietud y la inseguridad de todo lo que concernía a Alejandra; y alcanzando algo así como elevadísimas cumbres (y de ahí el “inmensamente”), cumbres en que Martín había sentido esa majestad y esa pureza, esa sensación de fervoroso silencio y de éxtasis solitario que experimentan los alpinistas en los grandes picos.
Bruno lo miraba pensativo, con su mentón apoyado en un puño.
—Y ella —preguntó— ¿también era feliz?
Pregunta que tenía, aun involuntariamente, una imperceptible y afectuosa tonalidad de ironía, semejante a la que podría tener la pregunta “¿siempre bien por su casa?” a un familiar de uno de esos especialistas téjanos en incendios petrolíferos. Pregunta cuyo matiz de incredulidad acaso Martín no advirtiera, pero cuya formulación literal lo hizo reflexionar, como si antes no hubiese meditado en esa posibilidad. De manera que, después de una pausa, respondió (pero ya su espíritu perturbado por la duda de Bruno, que rápida aunque sigilosamente se había propagado a su ánimo):
—Bueno… tal vez… en aquel período…
Y se quedó cavilando sobre la dosis de felicidad que ella podría haber sentido, o por lo menos manifestado: en alguna sonrisa, en alguna canción, en algunas palabras. Mientras Bruno se decía:
Y bueno, ¿por qué no?, ¿y qué es la felicidad, al fin de cuentas?, ¿y por qué ella no habría de haberla sentido con aquel muchacho, por lo menos en los momentos de triunfo sobre sí misma, en aquel tiempo en que sometió su cuerpo y su espíritu a un duro combate para librarse de los demonios?
Y seguía mirando a Martín con la cabeza apoyada sobre un puño, tratando de entender un poco más a Alejandra a través de la tristeza, las esperanzas póstumas y el fervor de Martín; con la misma melancólica atención (pensaba) con que de algún modo se revive un país lejano y misterioso que alguna vez se visitó con pasión, a través de los relatos de otros viajeros, aunque lo haya recorrido por otros caminos, en otros tiempos.
Y como sucede casi siempre que se intercambian opiniones, que se llega a cierto término medio donde ni una ni otra tienen la dureza y la definida calidad que mostraban al principio; mientras Bruno terminaba por aceptar que bien podría Alejandra haber sentido algún género o alguna medida de felicidad, Martín, por su parte, reexaminando recuerdos (una expresión, una mueca, una risa sarcástica) concluía que Alejandra no había sido feliz ni siquiera en aquellas pocas semanas. Porque, ¿cómo explicar, si no, el horrible derrumbe que luego se produjo? ¿No significaría eso que dentro de su espíritu atormentado habían seguido pugnando aquellos demonios que él sabía que existían, pero que quería ignorarlos haciéndose como distraído, como si de ese modo candorosamente mágico fuera capaz de aniquilarlos? Y no sólo acudían a su memoria palabras significativas que desde el mismo comienzo llamaron su atención (los ciegos, Fernando), sino gestos e ironías respecto a terceros como Molinari, silencios y reticencias, y, sobre todo, aquella enajenación en que parecía vivir días enteros y durante los cuales Martín tenía la convicción de que su espíritu estaba en otro lado, y en que su cuerpo quedaba tan abandonado como esos cuerpos de los salvajes cuando el alma les ha sido arrancada por el hechizo y vaga por regiones desconocidas. Y también pensaba en sus bruscos cambios de humor, en sus ataques de furia y en los sueños de los que de tanto en tanto él recibía una vaga y alterada noticia. Pero, con todo, seguía creyendo que en aquel lapso Alejandra lo había querido intensamente y había tenido instantes de tranquilidad o de paz, si no de felicidad; pues recordaba tardes de apacible belleza, frases cariñosas y tontas que se dicen en tales ocasiones, pequeños gestos de ternura y bromas amables. Y en cualquier caso había sido como uno de esos combatientes que llegan del frente, heridos y maltrechos, desangrados y casi inermes, y que, poco a poco, vuelven a la vida, en días de dulce serenidad al lado de aquellos que los cuidan y curan.
Algo de todo eso le dijo a Bruno, y Bruno se quedó pensando, no muy seguro que tampoco fuera así; o, por lo menos de que no solamente fuera así. Y como Martín lo miraba, esperando una respuesta, gruñó algo ininteligible, tan poco claro como sus pensamientos.
No, tampoco Martín veía claro, y en verdad nunca pudo explicarse ni la forma ni el desarrollo de aquel progreso, aunque cada vez más se sentía inclinado a suponer que Alejandra nunca salió completamente del caos en que vivía antes de conocerlo, aunque llegara a tener momentos de calma; pero aquellas fuerzas tenebrosas que trabajaban en su interior no la habían abandonado nunca, hasta que estallaron de nuevo y con toda su furia hacia el final. Como si al agotarse su capacidad de lucha y al comprender su fracaso, su desesperación hubiese resurgido con redoblada violencia.
Martín abrió su cortaplumas y dejó que su memoria recorriera aquel tiempo que ahora le parecía remotísimo. Su memoria era como un viejo casi ciego que, con su bastón, va tanteando antiguos senderos ahora cubiertos de malezas. Un paisaje transformado por el tiempo, por las desdichas y las tempestades. ¿Había sido feliz? No, qué tontería. Más bien había habido una sucesión de éxtasis y de catástrofes. Y volvía a recordar aquel amanecer en el Mirador, al terminar de vestirse, oyendo aquella terrible frase de Alejandra:
“Bueno, entonces déjame sola”. Y luego, caminando como un autómata por la calle Isabel la Católica, perplejo y conmovido. Y los días que siguieron, sin trabajo, solitarios, esperando algún signo propicio de Alejandra, otros momentos de exaltación y nuevamente la desilusión y el dolor. Sí, como una sirvienta que cada noche era llevada al palacio encantado, para despertar cada día en su pocilga.
Hecho curioso (curioso desde el punto de vista de los acontecimientos posteriores), pocas veces Martín fue tan feliz como en las horas que precedieron a la entrevista con Bordenave. Alejandra estaba de excelente humor y tenía ganas de ir al cine: ni siquiera se disgustó cuando aquel Bordenave malogró esa intención citando a Martín a las siete. Y en momentos en que Martín se disponía a preguntar por el bar americano, ella lo arrastró de un brazo, como quien conoce el lugar: primer episodio que enturbió la felicidad de aquella tarde.
Un mozo se lo señaló. Estaba con dos señores, discutiendo con papeles sobre la mesa. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y elegante, bastante parecido a Anthony Edén. Pero unos ojos ligeramente irónicos y cierta sonrisa lateral le daban un aire muy argentino. “Ah, es usted”, le dijo, y excusándose ante aquellos caballeros, lo invitó a sentarse en torno de una mesa cercana; pero como Martín, balbuceando, mirara en dirección de Alejandra, Bordenave, después de mantener unos segundos la mirada sobre ella, dijo “Ah, muy bien, vamos entonces para allá”.
Fue notorio para Martín el desagrado que aquel hombre provocó en Alejandra, que durante el tiempo que duró la entrevista se mantuvo dibujando pájaros sobre una servilleta de papel: uno de los signos de desagrado que Martín le conocía muy bien. Atormentado por aquel brusco cambio de humor, Martín debía hacer esfuerzos para seguir la conversación de Bordenave, quien, al parecer, hablaba de cosas ajenas a la misión que Martín tenía. En suma, le pareció un aventurero sin escrúpulos, pero lo importante era que el desalojo quedaba sin efecto.
Cuando salieron, cruzaron la calle, se sentaron en un banco de la plaza y Martín, preocupado, le preguntó a Alejandra qué le había parecido aquel individuo.
—Qué me va a parecer. Un argentino.
A la luz del fósforo que encendió para el cigarrillo, Martín observó que su cara se había endurecido. Luego permaneció callada. Martín, por su parte, se preguntaba qué podía haberla transformado tan repentinamente, pero era obvio que la causa era Bordenave. Aquel hombre había hablado, innecesariamente, de hechos que no le dejaban bien, a propósito de los italianos que estaban con él. ¿Qué podía ser? Lo cierto es que su aparición había enturbiado la paz anterior como la entrada de un reptil en un pozo de agua cristalina del que bebemos.
Alejandra dijo que le dolía la
cabeza
, y que prefería volver a su casa para acostarse. Y cuando se iban a separar, allá en la calle Río Cuarto, abrió por fin la boca para comunicarle que conversaría con Molinari, pero que no se hiciese ninguna ilusión.
—¿Y cómo hago? ¿Me darás una carta?
—Ya veremos. Quizá lo llame por teléfono y te deje un mensaje.
Martín la miró asombrado: ¿Un mensaje? Sí, ya tendría noticias.
—Pero… —balbuceó.
—¿Pero qué?
—Quiero decir… ¿No me lo podes comunicar mañana, cuando nos veamos?
El rostro de Alejandra aparecía envejecido.
—Mira. No te puedo decir ahora cuándo nos veremos.
Martín, consternado, farfulló algo sobre lo que habían convenido aquella misma tarde para el día siguiente. Entonces ella exclamó:
—¡No me siento bien! ¿No lo ves?
Martín se dio vuelta para irse, mientras ella abría la puerta de la verja. Y había comenzado a alejarse cuando oyó que lo llamaba.
—Espera.
Con una voz menos dura le dijo:
—Mañana a la mañana le telefonearé a ese hombre, y al mediodía te
dejaré
un mensaje.
Estaba ya entrando cuando agregó con una risa dura y aviesa:
—Fíjate en la secretaria que tiene, esa rubia.
Martín se quedó perplejo, mirándola.
—Es una de sus amantes.
Éstos son los hechos de aquel día. Tendría que pasar un tiempo para que Martín volviera a considerar aquella entrevista con Bordenave, como después de un crimen se examina con atención un lugar o un objeto al que nadie dio antes importancia.
Años después, por la época en que Martín volvió del sur, uno de los temas de sus conversaciones con Bruno fue aquella relación entre Alejandra y Molinari. Volvía a hablar de Alejandra —pensaba Bruno— como quien intenta restaurar un alma ya en descomposición, un alma que habría querido inmortal, pero que ahora sentía resquebrajarse y disgregarse poco a poco, como siguiendo a la putrefacción del cuerpo, como si le fuera imposible sobrevivir demasiado tiempo sin su soporte y sólo pudiera perdurar el tiempo que perdura la sutil emanación que se desprendió de aquel cuerpo en el instante de la muerte: especie de ectoplasma o de gas radiactivo que irá luego sufriendo su propia atenuación, eso que algunos consideran el fantasma del muerto, fantasma que mantiene difusamente la forma del ser que desapareció, pero haciéndose más y más inconsistente, hasta disolverse en la nada final; momento en que el alma acaso desaparezca para siempre, si se excluyen esos fragmentos o ecos de fragmentos que perduran ¿pero por cuánto tiempo? en el alma de los demás, de los que conocieron y odiaron o amaron a aquel ser desaparecido.