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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (44 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Dejé la falsa rejilla a un lado e iluminé con mi linterna: no había tal sótano de casa vecina sino un pasaje que, hasta donde alcanzaba mi linterna, no tenía fin. Pero, naturalmente, atribuí ese hecho al alcance limitado de su luz.

El pasadizo torcía hacia la derecha después de un trayecto que calculé sería de unos doscientos metros y en ese codo empezaba a subirse por una escalera que tenía doce escalones (los conté con la intención de calcular cuánto subía), y estaba absorbido en esa operación cuando, con sorpresa, vi que el rellano en que terminaba la escalera daba a una puerta, más bien a una portezuela, por la que habría que entrar agachado.

No sólo experimenté sorpresa sino contrariedad al suponer que aquella puerta me clausuraba por esa noche la entrada al reducto clave, y decir por esa noche era decir quizá para siempre, ya que, después de todo lo que había hecho en el departamento falso, los ciegos tomarían al otro día medidas de seguridad que harían imposible mi retorno. Maldije mi eterna impaciencia y el haber despachado antes de tiempo a F., porque si bien era cierto que yo no podía hacerlo partícipe de mi plan (que seguramente él habría considerado obra de un loco), podía haberle pedido que me acompañara hasta donde las circunstancias mostrasen que no me era ya imprescindible. Ahora, por ejemplo, ¿cómo diablos iba yo a abrir aquella puerta?

Me quedé en el rellano, meditando en silencio: ¿sería la entrada a la casa o departamento que había previsto en la placita? Doce escalones, a
Tazón
de unos veinte centímetros, hacían un total aproximado de tres metros. De modo que el departamento estaba situado al mismo nivel de la calle, y casi con seguridad tendría una entrada normal por alguna de las calles cercanas; era posible que fuese un local de comercio cualquiera. No sé por qué se me ocurrió que podía ser la casa de una costurera o modista.

¿Quién sospecharía en efecto, que el taller de una modista pudiera ser la entrada al gran laberinto? Que el hombrecito parecido a Pierre Fresnay no hubiese sin embargo entrado por la entrada normal era lógico: ¿qué podían hacer dos hombres, de los cuales uno era ciego, en la casa de una modista? Quizá una vez la visita podía hacerse sin llamar la atención. Pero, al repetirse, la gente empezaría a imaginar algo más significativo, y no creo que la logia desdeñase la posibilidad de que entre “la gente” se encontrase un individuo como yo. Por lo tanto, el mantenimiento de una casa desocupada que sirviera de entrada era un hecho razonable.

Todo esto cavilé mientras esperaba frente a la portezuela misteriosa. No se oía ruido alguno, pues, dada la hora, la modista estaba entregada al sueño: eran las cuatro y media de la madrugada.

Todo terminaba en la nada. Y así como cuando un golpe de estado fracasa los revolucionarios son calificados de bandoleros y cubiertos de ridículo, yo mismo me veía ahora a la luz más irrisoria: miré mi bastón blanco y pensé, para mí mismo: “¡Qué inmenso y pintoresco idiota soy!” Un hombre grande, una persona que ha leído a Hegel y ha participado en el asalto a un banco, ahora estaba en un sótano de Buenos Aires, a las cuatro y media de la madrugada, frente a una puertita donde suponía que habitaba una seudomodista al servicio de una logia secreta. ¿No era disparatado? Y el bastón blanco, que volvía a contemplar dirigiendo la luz de mi linterna sobre él, con esa especie de torturoso placer que nos proporciona apretarnos ciertas regiones doloridas, daba un cariz más extravagante a mi situación.

“Bueno —me dije—, esto terminó.”

E iba a recorrer el incómodo camino de vuelta cuando se me ocurrió pensar que tal vez la puerta no estuviese cerrada con llave; idea que me despertó una nueva y esperanzada agitación, pues no imaginé en ese momento la conclusión que podía extraerse de esa circunstancia aparentemente favorable: la conclusión, atroz, de que me esperaban.

Volví hacia la puertita e iluminándola me quedé un instante en dudas. “No, no es posible —me dije—. Esta puerta sólo debe ser abierta cuando se espera a uno de los ciegos con el emisario.”

Sin embargo, un tembloroso presentimiento condujo mi mano hasta el picaporte. Lo hice girar y empujé.

¡La puerta estaba sin llave!

XXI

Me encorvé lo suficiente para atravesar aquella portezuela y penetré en la pieza. Luego, incorporándome, levanté la linterna para ver dónde me encontraba.

Una helada corriente eléctrica sacudió mi cuerpo: el haz de luz iluminó ante mí una cara.

Una ciega me observaba. Era como una aparición infernal, pero proveniente de un infierno helado y negro.

Era evidente que no había acudido ante aquella pequeña puerta secreta alarmada por los pequeños ruidos que mi entrada podía haber producido. No: estaba vestida y era obvio que me había estado ESPERANDO.

Ignoro el tiempo que, antes de desmayarme, permanecí petrificado por la mirada pavorosa y gélida de aquella medusa.

Nunca antes había sufrido un desmayo, y más tarde me pregunté si aquél fue provocado por el pavor o por los poderes mágicos de la ciega, ya que, como ahora me parece evidente, aquella hierofántida tenía la facultad de desatar o convocar fuerzas demoníacas.

En rigor, no fue desmayo total, en que yo perdiera el conocimiento, sino que, al caer al suelo (aunque más apropiado sería decir “al derrumbarme”) comenzó a apoderarse de mí un sopor, un cansancio que dominó rápidamente mis músculos en la misma forma y con las mismas características que en el curso de un ataque violento de gripe.

Recuerdo el latido crecientemente intenso de mis sienes, hasta que en un momento tuve la sensación de que mi cabeza podía estallar como una caldera cargada a miles de atmósferas. Una especie de fiebre iba subiendo en mi cuerpo como un líquido hirviente en una vasija, al mismo tiempo que un resplandor fosforescente iba haciendo a la Ciega cada vez más visible en medio de las tinieblas.

Hasta que un estallido pareció romper mis tímpanos y caí o, como ya dije, me derrumbé sin sentido en el suelo de aquella habitación.

XXII

No vi más, pero parecí despertar a una realidad que me pareció, o ahora me parece, más intensa que la otra, una realidad que tenía esa fuerza un poco ansiosa de las alucinaciones que se producen durante la fiebre.

Estaba yo sobre una barca y la barca se deslizaba sobre un inmenso lago de aguas quietas, negras e insondables. El silencio era abrumador y al mismo tiempo inquietante, porque sospechaba que en aquella penumbra (no había luz solar sino la equívoca y fantasmal luminosidad que provenía del sol nocturno) y no estaba solo sino que era vigilado y contemplado por seres que no podía divisar, pero que seguramente habitaban más allá del alcance de mi ambigua visión. ¿Qué esperaban de mí y, sobre todo, qué me esperaba en aquella desolada extensión de aguas estancadas y lúgubres?

Mas no podía pensar, aunque mantenía una especie de vaga conciencia y de pesada memoria de mi infancia. Pájaros a quienes yo había arrancado los ojos en aquellos años sangrientos parecían volar en las alturas, planeando sobre mí como si vigilaran mi viaje; porque, sin pensarlo, ya que estaba como desprovisto de pensamiento, yo remaba en una dirección que parecía ser la dirección en que aquel sol nocturno se pondría horas o siglos después. Me parecía oír el batir pesado de sus grandes alas, como si aquellos pájaros de mi
niñez
se hubiesen convertido ahora en enormes pterodáctilos o en murciélagos gigantescos. Arriba y a mis espaldas, es decir, a lo que sería el Este de aquel inmenso piélago negro, presentía un anciano, que lleno de resentimiento, también vigilaba mi marcha: tenía un solo y enorme ojo en la frente, como un cíclope, y sus dimensiones eran tales que su cabeza estaba más o menos en el cénit mientras su cuerpo descendía hasta el horizonte. Su presencia, que
yo sentía
en forma casi intolerable, hasta el punto de que podría describir la expresión horrible de su rostro, me impedía volverme hacia atrás y mantenía no sólo mi cuerpo sino hasta mi cara en la dirección opuesta.

“Todo será que pueda alcanzar la orilla antes de la puesta del sol”, me encontré pensando o diciendo. Hacia allá remé, pero mi avance era tan lento como en las pesadillas. Los remos se hundían en aquellas aguas negras y fangosas y yo sentía su pesado chapoteo.

Grandes hojas flotantes y flores semejantes a las victorias regias, pero lúgubres y podridas, se apartaban a cada golpe de remo. Yo trataba de concentrarme en mi dura tarea, no queriendo ni imaginar la forma y el horror de los monstruos que, estaba seguro, poblaban aquellas aguas abismales e infectas: con la mirada puesta en el poniente, o en lo que yo suponía el poniente, me limitaba con miedo y empecinamiento a remar en aquella dirección, tratando de llegar antes de que aquel sol se pusiese.

La navegación era angustiosamente difícil y lenta. El sol descendía con la misma lentitud hacia el Oeste y el furor con que movía yo los remos pesados y lentísimos estaba dirigido por un solo y anhelante pensamiento: llegar antes del ocaso.

Ya aquel astro estaba cercano al horizonte cuando sentí que mi barca tocaba fondo. Abandoné los remos y me precipité hacia la proa. Me lancé fuera de la barca y, con el agua fangosa llegándome hasta las rodillas, marché hacia la costa, que ya divisaba en medio de aquella semioscuridad. Pronto sentí que estaba sobre lo que podría llamarse tierra firme, pero que en realidad era un pantano, en el que la marcha era tan difícil como la navegación en la barca: había que hacer un inmenso esfuerzo para sacar cada pie y poder avanzar. Pero con todo, tal era mi desesperación, fui avanzando lenta pero progresivamente. Y así como antes mi idea era que debía llegar hasta tierra firme, ahora me animaba la idea de que debía llegar a una montaña que apenas se vislumbraba, siempre hacia el Oeste. “Allí está la gruta”, recuerdo que pensé. ¿Qué gruta? ¿Y por qué yo había de llegar hasta ella? Ninguna de esas preguntas me hice en aquel momento y a ninguna de ellas podría ahora responder. Sólo sabía que debía llegar y que, costase lo que costare, debía penetrar en ella. Debo decir que se mantenía la presencia colosal del desconocido a mis espaldas. Con su único ojo, abierto sin descanso, fulgurante de odio, parecía vigilar y hasta dirigir, como un pérfido oficial de ruta, mi marcha hacia el Oeste. Sus brazos, abiertos, abarcaban todo el cielo a mis espaldas y parecían apoyarse con sus manos hacia el Norte y hacia el Sur, ocupando de ese modo toda la mitad posterior de aquella bóveda. Mi situación era tal que no tenía otra solución que marchar hacia el poniente, y dentro de aquella realidad demencial yo veía eso como una lógica y razonable conclusión. La idea era: huir de su mirada, meterme en la gruta donde yo sabía que su mirada tendría por fin que ser impotente. Así caminé durante un tiempo que me pareció de un año. El astro seguía bajando y, si bien la montaña estaba más cerca, todavía la distancia era aterradora. El último trayecto lo hice luchando contra el cansancio, el miedo y la desesperanza. A mis espaldas sentía la sonrisa siniestra del Hombre. Sobre mí sentía el vuelo pesado de los pterodáctilos, que planeaban y a veces hasta me rozaban con sus alas. Mi temor provenía no sólo de su contacto gelatinoso y frío sino de la posibilidad de que con sus picos dentados finalmente se precipitasen sobre mí y me arrancasen los ojos. Sospechaba que me dejaban agotar en un esfuerzo inútil, durante años de estúpida y agotadora marcha, para, cuando yo creyera que el fin estaba ante mis manos, arrancarme con los ojos la desatinada esperanza.

Esa sensación
empecé
a tenerla en el tramo final de mi marcha, como si todo hubiese sido planeado para hacerme el mayor mal posible. “Porque —pensaba yo con razonable lucidez— si me hubiesen arrancado los ojos al comienzo mismo yo no hubiera tenido ninguna esperanza y no hubiera intentado esta penosísima marcha a través de mares ignotos e inmundos pantanos.”

Sentí que el rostro del Anciano irradiaba una especie de feroz alegría al hacerme yo estas reflexiones. Comprendí que todo era verdad y que ahora me esperaba la peor de las calamidades de aquella marcha. No quise sin embargo mirar hacia arriba, pero tampoco era necesario: mis oídos me revelaban que los pájaros, con picos enormes y filosos, empezaban a planear cada vez más cerca de mi cabeza; percibía el aleteo pesado de sus alas, alas que debían de tener un par de metros, y sentía una y otra vez su leve pero asqueante contacto fugacísimo sobre mis mejillas y sobre mi pelo.

Faltaba poco, muy poco, para llegar a la gruta que ya entreveía en una penumbra fosforescente. Mi cuerpo estaba cubierto de aquel cieno pegajoso y me arrastraba sobre mis cuatro extremidades. Mis manos tocaban y apartaban con repugnancia culebras que en grandes cantidades se agitaban en el dilatado pantano, pero era tanto mi pavor por lo que sabía ahora que me esperaba, que aquello casi era desdeñable.

Mi cansancio pudo por fin más que mi desesperación y caí.

Traté de mantener mi cabeza fuera del barro, levantando mi frente hacia la gruta, mientras el resto de mi cuerpo se hundía en aquellas aguas nauseabundas. “Debo respirar”, pensé.

Pero también pensé: “Así mantengo mis ojos a su alcance”.

Y lo pensé como si estuviera maldito y condenado a la horrible operación, como si me prestara yo mismo a aquel rito atroz y al parecer ineluctable.

Hundido en el barro, con el corazón latiendo agitada-mente en medio de aquella inmundicia que me envolvía, con mis ojos hacia adelante y arriba, vi cómo los grandes pájaros planeaban lentamente sobre mi
cabeza
. Advertí a uno de ellos que bajaba desde atrás, lo vi recortarse, gigantesco y cercano, sobre el ocaso, volviendo luego hacia mí, y posarse con un hueco chasquido sobre el barro, frente mismo a mi cabeza. El pico era filoso como un estilete, su expresión tenía esa mirada abstracta que tienen los ciegos, porque no tenía ojos: podía yo distinguir sus cuencas vacías. Parecía una antigua divinidad en el momento que precede al sacrificio.

Sentí que aquel pico entraba en mi ojo izquierdo, y por un instante percibí la resistencia elástica de mi pupila, y luego cómo el pico entraba áspera y dolorosamente, mientras sentía cómo empezaba a bajar el líquido por mi mejilla. En virtud de un mecanismo que no alcanzo todavía a comprender por su falta de lógica, yo mantenía mi cabeza siempre en la misma posición, como si quisiera facilitar la perversa tarea, como, aunque sufrimos, mantenemos la boca y la cabeza ante el dentista.

Y mientras sentía que el agua de mi ojo y la sangre bajaban por mi mejilla izquierda, pensaba: “Ahora tendré que soportar en el otro ojo” Con calma, creo que sin odio, lo que recuerdo me asombró, el gran pájaro terminó su trabajo con el ojo izquierdo y luego, retrocediendo un poco, su pico repitió la misma operación con el ojo derecho. Y volví a percibir aquella leve y fugacísima resistencia elástica de mi ojo y luego la penetración áspera y dolorosa y, una vez más, el deslizarse hacia mi mejilla del líquido cristalino y de la sangre: líquidos que perfectamente diferenciaba por ser el cristalino tenue y helado y el otro, la sangre, caliente y viscoso.

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