Sobre héroes y tumbas (47 page)

Read Sobre héroes y tumbas Online

Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
2.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿No estuvo usted nunca en Tucumán? —pregunté a boca de jarro.

—¿En Tucumán? No, tampoco. He estado muchas veces en Buenos Aires, claro, pero nunca en Tucumán. ¿Por qué?

—Nada, por nada. Es que me resulta conocido y estoy pensando de dónde lo conozco.

—¡Hombre, lo más probable es que lo hayas visto aquí en Montevideo, en otro momento! —dijo Bayce, riéndose por mi empeño.

Hice un gesto negativo y volví a sumirme en mis cavilaciones mientras ellos seguían hablando del gallo.

Me separé con un pretexto y me fui a otro café mientras seguía dando vueltas en mi cabeza al problema del arquitecto.

Traté de reconstruir mi contacto con la gente de Tucumán, gente que, como siempre, utilizaba para despistar mis verdaderas actividades. Es natural: no iba a frecuentar falsificadores autóctonos o hacerme ver en compañía de asaltantes de la provincia. Llamé por teléfono a una muchacha de arquitectura con la que en otro tiempo me había acostado.

Fui a verla. Había progresado, enseñando en la facultad y colaboraba con un grupo de arquitectos jóvenes que estaban haciendo en Tucumán algo que después me mostró: una fábrica o escuela, o sanatorio. No sé, todo es igual, ya se sabe: en esos edificios tanto se puede instalar mañana un torno como una maternidad. Es lo que ellos llaman funcionalismo.

Como digo, mi amiga había prosperado. Ya no vivía, como en Buenos Aires, en un cuartucho de estudiante. Ahora vivía en un departamento moderno y adecuado a su personalidad. En el momento en que la mucama me abrió la puerta casi me voy, pues pensaba que allí no vivía nadie. Recién al bajar la vista tropecé con el mobiliario: todo a ras del suelo, como para cocodrilos. De cincuenta centímetros para arriba el departamento estaba totalmente inhabitado. Sin embargo, cuando entré, vi que en una gigantesca pared había un cuadro, un solo cuadro de algún amigo de Gabriela: sobre un fondo liso y gris acero había, trazado con tiralíneas, una recta azul vertical, y a unos cincuenta centímetros hacia su derecha, un pequeño circulito ocre.

Nos tiramos en el suelo, incomodísimos; Gabriela se arrastró hasta una mesita de veinte centímetros de alto para servir un café en unas tacitas de cerámica sin asas. Mientras me quemaba los dedos pensé que sin media docena de whiskies me sería imposible alcanzar en aquella frigidaire la temperatura adecuada para volver a acostarme con Gabriela. Ya me había resignado a mi suerte cuando aparecieron sus amigos. Al acercarse advertí que uno de ellos era mujer, aunque también vestía blue-jeans. Los otros dos restantes eran arquitectos: uno, el marido de la mujer de pantalones y el otro, al parecer, amigo o amante de Gabriela. Todos vestidos con aquel equipo de blue-jeans y de unos raros zapatones tipo Patria, de esos que antes llevaban nuestros conscriptos pero que ahora deben de ser hechos seguramente a medida para abastecer a la Facultad de Arquitectura.

Conversaron un buen rato en su jerga, jerga que por momentos hibridaba con la psicoanalítica, de modo que parecían por igual extasiarse ante una espiral logarítmica de Max Bill como ante el sadismo anobucal de un amigo que en ese momento se analizaba. También se habló de un proyecto de Clorindo Testa para realizar comisarías modelos en el territorio de Misiones. ¿Con picanas electrónicas?

Y entonces, en aquella reconstrucción, se me hizo la luz. No, seguramente mi obsesión me había llevado a pensar que había visto a Capurro antes, en Valparaíso o Tucumán. Lo que pasaba es que toda aquella gente se parecía, y era muy difícil ver las diferencias, sobre todo si uno los ve de lejos, o en la penumbra o, como me pasaba a mí, en momentos de emoción violenta.

Tranquilizado en lo referente a Capurro, permanecí con más agrado durante el tiempo que me restaba: entré a un cine, luego a un bar de suburbio y finalmente me encerré en el hotel. Y al otro día, cuando el avión de la Air France despegó de Carrasco empecé a respirar en paz.

Llegué a Orly con un calor depresivo (estábamos en agosto). Sudaba, resoplaba. Uno de los funcionarios que revisaba mi pasaporte, uno de esos franceses que gesticulan con esa exuberancia que ellos atribuyen a los latinoamericanos, me dijo, con una mezcla de ironía y condescendencia:

—Pero ustedes allá deben de estar acostumbrados a cosas peores, ¿no?

Ya se sabe: los franceses son muy lógicos y el mecanismo mental de aquel Descartes del Servicio Aduanero era imbatible; Marsella está al sur y hace calor; Buenos Aires está mucho más al sur y por lo tanto, debe hacer un calor infernal. Lo que demuestra la clase de demencia que favorece la lógica: un buen razonamiento puede abolir el Polo Sur.

Lo tranquilicé (lo halagué) confirmándole su sabiduría. Le dije que en Buenos Aires andamos permanentemente con taparrabos y al vestirnos sufrimos cualquier exceso de temperatura. Con lo cual el sujeto me puso de buena gana el sello y me lo entregó con una sonrisa:
Allez-y!
¡A civilizarse un poco!

No tenía planes precisos para París, pero me pareció prudente tomar dos determinaciones: primero, ponerme en contacto con los amigos de F, por si escaseaba mi dinero; segundo, despistar, como siempre, frecuentando a mis amigos (?) de Montparnasse y del Barrio: a ese conjunto de catalanes, italianos, judíos polacos y judíos rumanos que constituyen la Escuela de París.

Fui a vivir a una Maison Meublée de la calle Du Sommerard donde había estado antes de la guerra. Pero Madame Pinard no era más la dueña. Alguna otra gorda se encargaría en su lugar de vigilar, desde la Conciergerie, la entrada y salida de estudiantes, artistas fracasados y macrós que constituyen no sólo la población de aquella casa sino la materia inextinguible de la Murmuración y la Filosofía de la Existencia de la portera.

Alquilé una piecita en el tercer piso. Luego salí a buscar a mis conocidos.

Me dirigí al
D
ô
me
. No vi a nadie. Me dijeron que la gente había emigrado hacia otros cafés. Me dio datos sobre Domínguez. Lo fui a buscar a su taller, que ahora estaba en la Grande Chaumiére.

Pero está visto que yo no puedo hacer nada que a la larga no me lleve al Dominio Prohibido; más, todavía: parece que un olfato infalible me conduce ineluctablemente hacia él. “Esto”, me dijo Domínguez, mostrándome una tela, “es el retrato de una modelo ciega”. Se río. A él le gustaban ciertas perversidades.

Me tuve que sentar.

—¿Qué te pasa? —me dijo—. Te has puesto pálido.

Me trajo coñac.

—Ando mal del estómago —expliqué.

Salí dispuesto a no volver por el taller. Pero al otro día comprendí que era lo peor que podía hacer, tal como lo demuestra la siguiente cadena:

  1. Domínguez se sorprendería de mi desaparición.
  2. Buscaría en su memoria algún hecho que pudiera explicarla. El único: mi casi desmayo al mostrarme la tela de la ciega.
  3. Era tan llamativo que terminaría por comentarlo, incluso y sobre todo, con la ciega. Paso bien posible. Espantosamente posible, pues de él se derivarían los siguientes:
  4. Pregunta de la ciega sobre mi persona.
  5. Averiguación de mi nombre, apellido, origen, etcétera.
  6. Inmediata comunicación a la Secta.

Lo demás es obvio: mi vida volvería a peligrar y tendría que fugarme de París, quizá hacia el África o Groenlandia.

Mi decisión fue la que ustedes ya habrán imaginado, la que puede suponer cualquier persona inteligente: no existía otra forma de disimulo que volver al taller de Domínguez como si nada hubiese pasado y arriesgar la posibilidad de enfrentarme con la ciega.

Después de un largo y costoso viaje, volvía a encontrarme con mi Destino.

XXVI

Asombrosa lucidez la que tengo en estos momentos que preceden a mi muerte.

Anoto rápidamente puntos que quería analizar, si me dan tiempo:

Ciegos leprosos.

Asunto Clichy, espionaje en la librería.

Túnel entre la cripta de Saint-Julien Le Pauvre y el cementerio de Pére Lachaise, Jean-Pierre, ojo.

XXVII

¡Delirio de persecución! Siempre los realistas, los famosos sujeto de las “debidas proporciones”. Cuando por fin me quemen, recién entonces se convencerán; como si hubiera que medir con un metro el diámetro del sol, para creer lo que afirman los astrofísicos.

Estos papeles servirán de testimonio.

¿Vanidad
post mortem
? Tal vez: la vanidad es tan fantástica, tan poco “realista” que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados.

¿Una especie de prueba de la inmortalidad del alma?

XXVIII

Verdaderamente ¡qué manga de canallas! Que para creer necesiten que a uno lo quemen.

XXIX

Volví, pues, al taller. Ahora que lo había decidido, me empujaba una especie de desaforada ansiedad. Apenas llegué, le pedí que me hablara de la ciega. Pero Domínguez estaba borracho y empezó a insultarme, como era peculiar en él cuando perdía el control. Encorvado, torvo, enorme, con el alcohol se convertía en un terrible monstruo.

Al otro día pintaba apaciblemente, con aquel aire bovino.

Le pregunté sobre la ciega, le dije que tenía curiosidad por observarla, pero sin que ella se enterase. Volvía, pues, a la investigación, pero mucho antes de lo previsto, ya que, de todos modos, una distancia de quince mil kilómetros equivale a un par de años. Esto es lo que tontamente pensé en aquellos momentos. Inútil aclarar que nada dije a Domínguez de estas reflexiones secretas. Aduje simple curiosidad, curiosidad morbosa.

Me dijo que podía instalarme arriba y escuchar y mirar todo lo que se me antojase. Supongo que conocerán la estructura de los talleres de pintor: una especie de galpón, bastante alto, en cuya parte inferior el artista tiene el caballete, los armarios de pintura, algún camastro para la modelo, mesas y sillas para estar o comer, etcétera; y a un costado, a unos dos metros de altura, un entarimado con la cama para dormir. Aquél sería mi observatorio: ni construido a propósito podía ser más adecuado para mi
tarea
.

Entusiasmado con la perspectiva, conversé con Domínguez de viejos amigos, a la espera de la ciega. Recordamos a Malta, que estaba en Nueva York, a Esteban Francés, a Bretón, a Tristan Tzara, a Péret. ¿Qué hacía Marcelle Ferry?* Hasta que los golpes en la puerta anunciaron la…

* Recuerdo perfectamente que no le pregunté entonces por Víctor Brauner: ¡el Destino nos ciega! llegada de la modelo. Corrí al entarimado, donde Domínguez tenía su cama, revuelta y sucia como siempre. Desde mi puesto, en silencio, me dispuse a presenciar cosas singulares, pues ya Domínguez me había previsto que a veces “no tenía más remedio” que hacerle el amor, tan libidinosa era la ciega.

Un estremecimiento helado erizó mi piel apenas vi la mujer en el vano de la puerta. ¡Dios mío, nunca pude habituarme a ver sin estremecimiento la aparición de un ciego!

Era de mediana estatura, más bien menuda, pero en sus movimientos se revelaba una especie de gata en celo. Se dirigió sin ayuda hasta el camastro aquél y se desnudó. Su cuerpo era atrayente, mórbido, pero sobre todo eran sus movimientos felinos lo que atraía.

Domínguez pintaba y ella hablaba pestes de su marido, lo que no me pareció de particular interés hasta el momento en que comprendí que su marido era también ciego: ¡una de las grietas que siempre buscaba! Una nación enemiga ofrece vista de lejos un aspecto duro y sin fisuras, un bloque compacto donde nos parece que jamás podemos penetrar. Pero allá dentro hay odios, hay resentimientos, hay deseos de venganza; de otro modo el espionaje sería casi imposible y el colaboracionismo en los países ocupados casi impracticable.

Naturalmente, no me precipité con alegría sobre aquella grieta. Antes era necesario averiguar:

a
) Si realmente aquella mujer ignoraba mi existencia y mi presencia;

b
) Si realmente odiaba a su marido (podía ser una treta para pescar espías);

c
) Si realmente su marido era también ciego.

El tumulto que en mi cabeza se produjo con la
revelación
de aquel odio se mezcló al que en mis sentidos se desencadenó con la escena que se produjo más tarde. Perverso y sádico como era, Domínguez le hacía mil porquerías a aquella mujer, aprovechando su ceguera; de modo que ella lo buscaba, tanteando. Hasta me hizo gestos Domínguez para que colaborara, pero como yo necesitaba cuidar aquella oportunidad como un tesoro, no iba a desperdiciarla por una mera satisfacción sexual. Siguió la comedia que luego fue degenerando en sombría y casi aterradora lucha sexual entre dos endemoniados que gritaban, mordían y arañaban.

No, no me cabía duda de que ella era auténtica. Hecho importante para la investigación ulterior. Y aunque sé que una mujer es capaz de mentir fríamente hasta en los momentos más apasionados, me sentía inclinado a pensar que también era auténtica en sus referencias al ciego. Pero había que asegurarse.

Cuando aquella gente se fue calmando, en medio del caos del taller (porque no sólo gritaban y aullaban: también Domínguez se hacía perseguir, a tumbos, por la ciega, incitándola con insultos, con referencias descomunales), quedaron un largo tiempo sin hablar. Luego ella se vistió y dijo “Hasta mañana”, como una oficinista que se retira. Domínguez ni siquiera contestó, permaneciendo desnudo y amodorrado en el camastro. Yo, un poco grotescamente, seguía en mi observatorio. Por fin me decidí a bajar.

Le pregunté si era cierto que el marido fuese ciego, si él lo había visto alguna vez. Y si también era cierto que ella lo odiase de la manera que parecía odiarlo.

Domínguez, como toda respuesta, me explicó que una de las torturas que aquella mujer había ideado era llevarle sus amantes a la pieza donde vivía con el individuo y acostarse delante de él. Como yo no entendiera la posibilidad, me explicó que la combinación era posible porque el tipo no sólo era ciego sino paralítico. Desde una silla de ruedas asistía a la tortura organizada por ella.

—¿Pero, cómo? —interrogué—. ¿No se mueve al menos con la silla? ¿No los persigue por la pieza?

Domínguez, bostezando con su boca de rinoceronte hizo un gesto negativo. No: el ciego era totalmente paralítico, y todas sus posibilidades se reducían a mover un poco un par de dedos de la mano derecha y a farfullar quejidos. Cuando la escena llegaba a sus momentos culminantes, el ciego, enloquecido, lograba mover algunas falanges y revolver una lengua pastosa para emitir algunos grititos.

Other books

The Tycoon's Son by Cindy Kirk
Cymbeline by William Shakespeare
The Ashes by John Miller
Queenpin by Megan Abbott
Stolen Kisses by Grayson, Jennifer
Cogan's Trade by Higgins, George V.
Home Before Sundown by Barbara Hannay