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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (46 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Mientras piensa (eso después de un día o dos de hambre) en que, por lo menos, podría comerse, aun sin matarla del todo, una parte de su cuerpo: podría arrancarle aunque sea un par de dedos, o comerle una oreja. No debe olvidar el que quiera reconstruir este episodio que, además, esos dos seres humanos deben hacer allí sus necesidades, de modo que la escena se hace cada vez más sucia, más sórdida y abominable. Pero, así y todo, hay sed y hambre crecientes. La sed puede apagarse con orines, que se recogerán en la mano para luego tomarlos, como también está comprobado. Pero ¿y el hambre? También está comprobado que nadie come sus propios miembros, si está cerca de otro ser humano. ¿Recuerdan el encierro del Conde Ugolino con sus propios hijos? En fin, es probable qué digo: es seguro, que al cabo de cuatro días, quizá menos, de encierro hediondo y salvaje, con rencores mutuos y crecientes, el más fuerte come al más débil. En este caso, el portero come a la mucama, quizá primero en forma parcial, empezando por sus dedos, después de darle algún golpe en la
cabeza o
de golpeársela contra las paredes del ascensor, hasta que la come íntegra.

Dos detalles confirman mi reconstrucción: la ropa de ella, arrancada a jirones, aparecía por el suelo, entre la inmundicia; muchos de sus huesos, también, como si hubieran sido arrojados uno después de otro por el mucamo caníbal. Mientras que el cuerpo podrido y parcialmente esquelético de él estaba a un costado, pero íntegro.

Ya en la pendiente de mi desesperación, fui más lejos e imaginé que tal vez mi suerte estaba decidida desde la aventura con el ciego de las ballenitas; y que durante más de tres años yo había creído estar siguiendo a los ciegos, cuando en realidad habían sido ellos los que me habían perseguido. Imaginé que la búsqueda que yo había llevado a término no había sido deliberada, producto de mi famosa libertad, sino fatal, y que yo estaba
destinado
a ir en pos de los hombres de la secta para de ese modo ir en pos de mi muerte, o de algo peor que mi muerte. ¿Qué sabía, en efecto, sobre lo que me esperaba? ¿No sería la pesadilla que acababa de sufrir una premonición? ¿No me arrancarían los ojos? ¿No serían los grandes pájaros símbolos de la feroz y efectiva operación que me aguardaba?

Y, finalmente, ¿no había recordado en la pesadilla aquellas extracciones de ojos que en mi infancia yo había perpetrado sobre gatos y pájaros? ¿No estaría yo condenado desde mi infancia?

XXV

Estas imaginaciones ocuparon, junto a otros recuerdos referentes a mis pesquisas sobre los ciegos, aquella jornada. Cada cierto tiempo volvía a pensar en la Ciega, en su desaparición y en el encierro consiguiente. Cavilando en el drama del ascensor, en algún momento llegué a pensar que mi castigo podría consistir en la muerte por hambre en aquel cuarto desconocido; pero en seguida comprendí que ese castigo sería llamativamente benévolo al lado del castigo impuesto a aquellos dos infelices. ¿Morirse de hambre en la oscuridad? ¡Vamos! Casi me reí de mi esperanza.

En un momento de meditación, en medio del silencio, me pareció oír voces apagadas a través de una de las puertas. Me levanté con sigilo y, caminando sin zapatos, me acerqué a la puerta aquella, puerta que presumiblemente daba a la habitación anterior. Con delicadeza puse mi oído sobre la hendidura: nada. Luego, tanteando sobre las paredes, llegué hasta la otra puerta y repetí la operación: me pareció que, en efecto, los que estaban hablando se detenían en el momento mismo en que yo coloqué mi oído. Sin duda habían percibido mis movimientos a pesar de mi cuidado. No obstante, permanecí largo rato con el oído atento sobre la ranura. Pero me fue imposible sentir el más leve rumor de voces o movimientos. Supuse que del otro lado, el Consejo de Ciegos estaba reunido y paralizado, esperando que yo desistiera de mi necio propósito. Comprendiendo que nada ganaría con mi espionaje, fuera de irritar todavía más a aquella gente, volví sobre mis pasos, esta vez con menor cuidado, ya que de todos modos presumí que me habían reconocido. Me eché sobre la cama y decidí fumar. ¿Qué otra cosa podía hacer? De cualquier manera, estaba seguro de que aquel conciliábulo anunciaba alguna próxima decisión sobre mí.

Hasta ese momento había resistido mi deseo, para no consumir los recursos de oxígeno, que según mis cálculos, me proporcionaba la débil corriente de aire a través de las rendijas. Pero, pensé, ¿qué otra cosa mejor podía suceder-me, a esa altura de los acontecimientos que morir asfixiado con humo de cigarrillo? Desde ese instante, empecé a fumar como una chimenea, con el resultado de que el ambiente se fue enrareciendo más y más.

Pensaba, recordaba. Sobre todo venganzas de la Secta. Y volví entonces a analizar el caso Castel, caso que no sólo fue muy notorio por la gente implicada sino por la crónica que desde el manicomio hizo llegar el asesino a una editorial. Me interesó poderosamente por dos motivos: había conocido a María Iribarne y sabía que su marido era ciego. Es fácil imaginar el interés que tuve en conocer a Castel, pero también es fácil presumir el temor que me impidió hacerlo, pues equivalía a meterse en la boca del lobo. ¿Qué otro recurso me quedaba que el de leer, el de estudiar minuciosamente su crónica? “Siempre tuve prevención por los ciegos”, confiesa. Cuando por primera vez leí aquel documento, literalmente me asusté, pues hablaba de la piel fría, de las manos acuosas y de otras características de la raza que yo también había observado y que me obsesionaban, como la tendencia a vivir en cuevas o lugares oscuros. Hasta el título de la crónica me estremeció, por lo significativo: “El Túnel”.

Mi primer impulso fue el de correr al manicomio y ver al pintor para averiguar hasta dónde había llegado en sus investigaciones. Pero en seguida comprendí que mi idea era tan peligrosa como la de investigar un polvorín a oscuras encendiendo un fósforo.

Sin ninguna clase de dudas, el crimen de Castel era el resultado inexorable de una venganza de la Secta. Pero ¿cuál fue exactamente el mecanismo empleado? Durante años intenté desmontarlo y analizarlo, pero nunca pude superar esa ambigüedad que típicamente domina en cualquier acto planeado por los ciegos. Expongo aquí mis conclusiones, conclusiones que de pronto se ramifican como los corredores de un laberinto:

Castel era un hombre muy conocido en el ambiente intelectual de Buenos Aires, y por lo tanto sus opiniones sobre cualquier cosa también debían de ser notorias. Es casi imposible que una obsesión tan profunda como la que tenía con respecto a los ciegos no la hubiese manifestado. La Secta, mediante Allende, marido de María Iribarne, decide castigarlo.

Allende ordena a su propia mujer ir a la galería donde Castel expone sus últimos cuadros, demuestra gran interés por uno de ellos, permanece delante, en actitud estática, el tiempo suficiente para que Castel la advierta y la estudie, y luego desaparece. Desaparece… Es una manera de decir. Como siempre sucede con la Secta, el persecutor se hace en realidad perseguir, pero procediendo de tal manera que tarde o temprano la víctima cae en sus manos. Castel reencuentra por fin a María, se enamora perdidamente de ella, como loco (y como tonto) la “persigue” a sol y sombra y hasta va a su casa, donde el propio marido le entrega una carta amorosa de María. Este hecho es clave ¿cómo explicar semejante actitud en el marido sino por el fin siniestro que la Secta se proponía? Recuerden que Castel se atormenta con ese hecho inexplicable. Lo que sigue no vale la pena repetirlo aquí: baste recordar que Castel es enloquecido de celos, mata finalmente a María y es encerrado en un manicomio, el lugar más adecuado para que el plan de la Secta quede clausurado en forma impecable y para siempre fuera de todo peligro de adoración. ¿Quién va a creer en los argumentos de un loco?

Todo esto es clarísimo. La ambigüedad y el laberinto empiezan ahora, pues se abren las siguientes combinaciones posibles:

1.° La muerte de María estaba decidida, como forma de condenar al encierro a Castel, pero era un plan ignorado por Allende, que realmente quería y necesitaba a su mujer. De ahí la palabra “insensato” y la desesperación de ese hombre en la escena final.

2.° La muerte de María estaba decidida y Allende conocía esa decisión. Aquí se abren dos subposibilidades:

A. Era aceptada con resignación, porque quería a su mujer pero debía pagar alguna culpa anterior a su ceguera, culpa que ignoramos y que parcialmente ya había pagado al ser enceguecido por la Secta.

B. Era recibida con satisfacción por Allende, que no sólo no quería a su mujer sino que la odiaba y esperaba así vengarse de sus numerosos engaños. Cómo conciliar esta variante con la desesperación final de Allende? Muy sencillo: teatro para la galería, e incluso teatro impuesto por la Secta para borrar los rastros de la retorcida venganza.

Hay todavía algunas variantes de las variantes, que no vale la pena que yo describa pues cada uno de ustedes puede fácilmente ensayar como ejercicio; ejercicio por otra parte útil pues nunca se sabe cuándo y cómo puede caerse en alguno de los ambiguos mecanismos de la Secta.

En lo que a mí se refiere, aquel episodio, que sucedió al poco tiempo de mi aventura con el hombre de las ballenitas, terminó por asustarme. Quedé aterrado y decidí despistar poniendo no sólo tiempo sino espacio de por medio: me fui del país. Medida que para muchos de los que lean estas memorias podrá parecer exagerada. Siempre me ha hecho reír la falta de imaginación de esos señores que creen que para acertar con una verdad hay que darle a los hechos “las debidas proporciones”. Esos enanos imaginan (también ellos tienen imaginación, claro, pero una imaginación enana) que la realidad no sobrepasa su estatura, ni tiene más complejidad que su cerebro de mosca. Esos individuos que a sí mismo se califican de “realistas”, porque no son capaces de ver más allá de sus narices, confundiendo la Realidad con un Círculo-de-Dos-Metros-de-Diámetro con centro en su modesta cabeza. Provincianos que se ríen de lo que no pueden comprender y descreen de lo que está fuera de su famoso círculo. Con la típica astucia de los campesinos, rechazan invariablemente a los locos que les vienen con planes para descubrir América, pero compran un buzón en cuanto bajan a la ciudad. Y tienden a considerar lógico (¡otra palabrita que les gusta!) lo que simplemente es psicológico. Lo familiar se convierte así en lo razonable, mecanismo mediante el cual al lapón le parece razonable ofrecer su mujer al caminante, mientras que al europeo le parece más bien una locura. Esa clase de picaros sucesivamente rechazó la existencia de los antípodas, la ametralladora, los microbios, las ondas hertzianas. Realistas que se peculiarizan por rechazar (generalmente con risas, con energía, hasta con cárcel y manicomio) futuras realidades.

Para no decir nada del otro aforismo supremo: “las debidas proporciones”. Como si hubiera habido algo importante en la historia de la humanidad que no haya sido exagerado, desde el Imperio Romano hasta Dostoievsky.

En fin, dejémonos de zonceras y volvamos al
único tema que debería interesar a la humanidad
.

Decidí irme del país, y aunque primero pensé hacerlo por el Delta, en alguna de las lanchas de contrabandistas relacionadas con F., después reflexioné que de ese modo me sería imposible alejarme más allá del Uruguay. No había otro recurso, pues, que conseguir un pasaporte falso. Lo localicé al llamado Turquito Nassif y obtuve un pasaporte a nombre de Federico Ferrari Hardoy, pasaporte que, entre otros muchos robados por la banda del Turquito, esperaba destino definitivo. Elegí ése porque en un tiempo tuve un inconveniente con Ferrari Hardoy y se me presentaba la oportunidad de cometer algunas fechorías en su nombre.

No obstante tener el documento, creí preferible ir primero a Montevideo por el Delta, en alguna lancha de contrabandista. Fui hasta el Carmelo y de ahí, en ómnibus, hasta Colonia. En otro ómnibus, finalmente, llegué a Montevideo.

Hice visar mi pasaporte en el consulado argentino y conseguí un pasaje por la Air France para dos días después. ¿Qué hacer en esos dos días de espera? Estaba nervioso, inquieto. Caminé por 18 de Julio, entré en una librería, tomé varios cafés y varios coñacs para combatir el intenso frío. Pero el día transcurría con una lentitud desesperante: no veía el momento de poner un océano por medio con el hombre de las ballenitas.

No quería ver a ningún conocido, lógico. Pero, por desgracia (no por azar, sino por desgracia, por descuido, ya que debía haber pasado aquellos dos días en alguna parte de Montevideo en que no hubiera la menor posibilidad de ver gente conocida), en el café Tupi-Nambá advirtieron mi presencia Bayce y una muchacha rubia, pintora, que también había conocido en Montevideo en otro tiempo. Los acompañaba una tercera persona, con blue-jeans y unos zapatones muy extraños: era un hombre joven y flaco, de tipo muy intelectual, que yo creía conocer de alguna parte.

Era inevitable: Bayce se acercó y me llevó a su mesa, donde saludé
a
Lily y entablé conversación con el hombre de los zapatones. Le dije que creía conocerlo. ¿No había estado nunca en Valparaíso? ¿No era arquitecto? Sí, era arquitecto, pero no había estado jamás en Valparaíso.

Me quedé intrigado. Como se comprende, era un hecho sospechoso, parecía demasiada casualidad: no sólo me parecía conocido sino que le había acertado su profesión. ¿Negaría lo de Valparaíso para evitar conclusiones peligrosas de mi parte?

Era tanta mi preocupación e inquietud (piénsese que lo de las ballenitas había sucedido apenas unos días antes) que me fue imposible seguir con coherencia la conversación de aquella gente. Hablaron de Perón (cuándo no), de arquitectura, de no sé qué teoría y de arte moderno. El arquitecto llevaba consigo un ejemplar de
Domus
. Elogiaron una especie de gallo de cerámica que, en medio de mi zozobra, me vi obligado a ver: era de un italiano llamado Durelli o Fratelli (¿qué importancia tiene?), que a su vez seguramente lo había plagiado de un alemán llamado Standt, que a su vez lo había plagiado de Picasso, que a su vez lo había plagiado de algún negrito africano, que era el único que no había ganado dólares con el gallo.

Yo seguía atormentado con el arquitecto: lo miraba y más confirmaba mi idea de haberlo conocido. Se llamaba Capurro. Pero ¿sería su verdadero apellido? Bueno, sí, qué disparate: era de Montevideo, Bayce y Lily eran sus amigos; ¿cómo podía haberme dado un apellido falso? Bueno, eso no tenía importancia: su apellido podía, y seguramente debía, ser correcto, pero ¿era mentira que nunca hubiera estado en Valparaíso? ¿Qué ocultaba, en tal caso? Traté de recordar vertiginosamente si en aquel grupo de Valparaíso había alguien que de manera directa o indirecta hubiese mencionado algo referente a ciegos. Era significativo, por ejemplo, que ese hombre se fijase particularmente en gallos, ya que lo inevitable de los gallos de riña es la ceguera. No, no recordaba nada. Y de pronto se me ocurrió que quizá no era en Valparaíso donde yo había visto a aquel hombre sino en Tucumán.

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