Ellos acababan de salir y después nadie más lo había hecho, de modo que el candado fue quitado al entrar y puesto al salir por el hombre que se parecía a Pierre Fresnay. Por lo tanto, si en aquella casa había algún género de habitantes o si daba, mediante un pasaje secreto, a “algo” habitado, en cualquier forma esos seres no salían ni entraban por la puerta que ahora tenía ante mis ojos. Ese “algo”, pues, ese departamento o casa o cueva o lo que fuere, tenía otra salida o varias salidas más, acaso a otras zonas del barrio o de la ciudad. ¿La puerta con candado estaba entonces reservada para el mensajero o intermediario bajito? Bueno, sí: para él o para otros individuos que desempeñasen tareas semejantes, a cada uno de los cuales había que suponer provisto de una llave idéntica.
Esta primera serie de razonamientos me confirmó en la presunción que tuve al observar la casa desde la placita: allí no vivía nadie. Desde ya podía dar por segura, pues, una conclusión de importancia para mis etapas siguientes: aquel departamento era meramente un pasaje HACIA OTRA PARTE.
¿Qué podía ser aquella “otra parte”? Eso no lo podía imaginar, y lo único que cabía era la audaz tentativa de violar aquel candado, entrar en la casa misteriosa y ver una vez en ella, adonde podía conducir. Para eso me era necesario una ganzúa o, simplemente, romper aquello con tenaza o cualquier medio violento parecido.
Mi impaciencia ahora era tanta que no podía esperar otro día. Descarté la idea de romper el candado por el ruido que produciría la operación, y pensé que lo mejor era recurrir a la ayuda de uno de mis conocidos. Bajé, fui hasta Cabildo y esperé el paso de un taxi, que a esas horas de la madrugada no faltaban. La suerte parecía estar de mi lado: a los pocos minutos pude tomar uno y le ordené me llevara hasta la calle Paso. Allí subí a la rural y con ella me dirigí a la casa de Floresta donde vive F. Le expliqué a gritos (es famoso por su sueño pesado) que necesitaba abrir un candado esa misma noche. Cuando se despejó y cuando se enteró de qué clase de cerradura se trataba, casi se echa de nuevo en la cama, tan indignado estaba; despertarlo a él para abrir un candado era como consultarlo a Stavisky para una estafa de mil francos. Lo sacudí, lo amenacé y finalmente lo arrastré a mi camioneta; corriendo como si la organización fuera a derrumbarse aquella misma noche, llegué en poco más de media hora hasta la placita de Belgrano. Detuve el auto en la calle Echeverría y, después de verificar que ninguna persona se encontraba en los alrededores, descendimos con F. y caminamos hacia nuestra casa.
La operación de abrir el candado le llevó cosa de medio minuto, después de lo cual le dije que tendría que volverse solo a Floresta, porque yo tardaría mucho en aquella casa. Eso lo puso más furioso aún, pero lo convencí de que se trataba de algo de gran importancia para mí y que, en todo caso, en Cabildo era fácil encontrar taxis. Rechazó con dignidad el dinero que intenté darle para el taxi y se retiró sin saludarme.
Debo decir que mientras iba en mi coche hacia la calle Paso me asaltó una pregunta: ¿Por qué cuando yo subí por primera vez no había candado? Bueno, era lógico que no lo hubiera ya que los dos hombres habían entrado y no podían volver a colocar un candado por la parte de afuera. Pero si aquella entrada era tan importante, como todo lo hacía suponer, ¿cómo se explicaba que la dejasen abierta a cualquier intruso? Pensé que todo eso se explicaba si al entrar el hombrecito corría un cerrojo o ponía una tranca desde el interior.
Tal como era de esperar, en el interior reinaba la más completa oscuridad y un silencio de muerte. La puerta se abrió con una serie de ruidos que me parecieron estruendosos. Con mi linterna iluminé la parte posterior de la puerta y vi, con satisfacción, que tenía un pasador y que ese pasador, de bronce, no estaba oxidado, lo que revelaba su uso.
Mi presunción sobre el cierre interior se confirmaba y con ella la hipótesis (temible) de que aquella puerta no podía quedar abierta en ningún momento.
Mucho tiempo después, reflexionando sobre estos hechos, me pregunté por qué si era tan importante estaba cerrada con un candado que F. podía violar en poco más de medio minuto. El hecho bastante llamativo, tenía una sola explicación: hacerla aparecer una casa cualquiera, una casa que por un motivo o por otro está desocupada.
Si bien yo venía con la convicción de que allí no había ninguna clase de habitantes, entré con cuidado
y empecé
a iluminar las paredes de la primera
pieza.. No
soy cobarde, pero cualquiera en mi situación habría sentido el mismo temor que yo en aquellos momentos al recorrer, lenta y cuidadosamente, aquel desmantelado y vacío departamento sumido en las tinieblas. Y, hecho significativo, ¡golpeando las paredes con mi bastón blanco, como un auténtico ciego! No había reflexionado hasta ahora en ese inquietante signo, aunque siempre pensé que no se puede luchar durante años contra un poderoso enemigo sin terminar por parecerse a él; ya que si el enemigo inventa la ametralladora, tarde, o temprano, si no queremos desaparecer, también hay que inventarla y utilizarla y lo que vale para un hecho burdo y físico como un arma de guerra, vale, y con más profundos y sutiles motivos, para las armas psicológicas y espirituales: las muecas, las sonrisas, las maneras de moverse y de traicionar, los giros de conversación y la forma de sentir y vivir; razón por la cual es tan frecuente que marido y mujer terminen por parecerse.
Sí: poco a poco yo había ido adquiriendo mucho de los defectos y virtudes de la raza maldita. Y, como casi siempre sucede, la exploración de su universo había sido, también lo empiezo a vislumbrar ahora, la exploración de mi propio y tenebroso mundo.
La luz de mi linterna me reveló pronto que en aquella primera pieza no había nada: ni un mueble, siquiera un trasto olvidado; todo era polvo, pisos agujereados y paredes desconchadas, con restos podridos y colgantes de antiguos y prestigiosos empapelados. Este examen me tranquilizó bastante porque me hacía suponer lo que ya había previsto desde la placita: que la casa estaba deshabitada. Recorrí entonces con mayor firmeza y rapidez el resto de las dependencias y fui poco a poco completando y confirmando esa primera impresión. Y entonces comprendí por qué era innecesario tomar con la puerta de entrada medidas de excesiva precaución; ya que si por azar algún ladrón violaba el candado habría de salir muy pronto desilusionado.
Para mí era distinto, porque
sabía
que esa casa fantasmal no era un fin sino un medio.
De otro modo había que suponer que el hombrecito insignificante que había ido en busca de Iglesias era una especie de chiflado que había traído al español hasta semejante antro, donde, en una oscuridad absoluta y sin tener ni siquiera donde sentarse, le había hablado durante diez horas de algo que, por terrible que fuese, le habría podido contar en la propia pieza del tipógrafo.
Se imponía buscar la salida a otra parte. Lo primero y más sencillo era pensar en una puerta, visible o secreta, que diese a la casa de al lado; lo segundo y menos sencillo (pero no por eso menos probable, ya que ¿por qué ha de ser sencillo algo referente a seres tan monstruosos?), lo segundo era suponer que esa puerta visible o secreta daba a un pasadizo que llevase a sótanos o a lugares más distantes y peligrosos. En cualquier caso mi tarea consistía ahora en buscar la puerta secreta.
Verifiqué en primer lugar todas las puertas visibles: sin excepción eran de comunicación entre las diferentes habitaciones y dependencias. La puerta era, como por otra parte se debía presumir, invisible, o, por lo menos, invisible a primera vista.
Recordé situaciones que había visto en películas o leído en libros de aventuras: cualquier recuadro o marco de un retrato podía ser la puerta disimulada. Como no había ningún retrato en la casa abandonada no era necesario perder tiempo en eso.
Recorrí, pieza por pieza, las paredes desconchadas para ver si en algún rincón o cornisa o zócalo disimulaban botones eléctricos o cualquier otra clase de mecanismo semejante.
Nada.
Con mayor atención examiné las dos dependencias que por su naturaleza, ofrecen más particularidades: el baño y la cocina. Aunque destartalados presentaban, en efecto, ricas posibilidades que no podían encontrarse en los otros cuartos. El inodoro, sin tapa, no ofrecía mayores perspectivas, no obstante lo cual traté de hacer girar los viejos goznes de la tapa inexistente; luego tiré la cadena, destapé el tanque, apreté o traté de hacer rotar toda clase de canillas, intenté levantar la vieja bañadera, etcétera. Un análisis parecido hice en la cocina, sin resultado.
El examen fue tan reiterado y cuidadoso que si no hubiese sabido que aquellos dos hombres habían estado esa misma tarde allí habría abandonado la empresa.
Me senté, desalentado, sobre la vieja cocina de gas. Por experiencias anteriores sabía que llegado a un punto no vale la pena repetir los mismos razonamientos porque se forma una huella mental que impide salidas laterales.
Me encontré de pronto comiendo chocolatines, lo que hubiera sido comiquísimo para cualquier espectador escondido por ahí e invisible para mí. Y estaba casi riéndome para mis adentros de esa escena imaginaria cuando casi me muero de la impresión: ¿quién me garantizaba que, en efecto, alguien no estaba observándome desde un lugar invisible?
Había techos agujereados, había paredes desconchadas que podían ocultar orificios por los que se podía vigilar desde la casa vecina. Nuevamente me poseyó el terror y por unos minutos apagué la linterna, como si esa precaución tardía pudiese serme de alguna utilidad. En medio de las tinieblas, tratando de adivinar el sentido del más mínimo crujido, tuve sin embargo la suficiente lucidez para comprender que mi precaución era no sólo idiota por lo inútil sino casi contraproducente, ya que sin luz era más indefenso que con ella. Encendí, pues, nuevamente mi previsora linterna y, aunque más nervioso que antes, traté de pensar en el secreto que debía esclarecer.
Obsesionado con la idea de los agujeros de vigilancia, empecé a examinar con el haz de luz los techos de la casa abandonada: eran esos cielos rasos de yeso, construidos sobre una trama de madera, y, en efecto, presentaban grandes pedazos caídos, molduras rotas. Por supuesto, era posible, a través de semejantes boquetes, la vigilancia de una o varias personas, pero en todo caso tampoco en los techos se advertía algo que se pareciese a una entrada o acceso. Además en tal caso se necesitaría una escalera y no la había en ninguna parte del departamento. A menos que la escalera fuese retirada desde arriba una vez cumplida su misión: una de esas escalerillas de cuerda.
Y estaba mirando los techos y pensando en esta variante cuando se me ocurrió por fin la solución: ¡los pisos! Era lo más simple y, como muchas veces sucede, lo último que se nos ocurre.
Con tensión nerviosa creciente empecé a iluminar cada pedazo de piso hasta que hallé lo que era inevitable: una imperceptible ranura en forma de cuadro marcaba, sin lugar a dudas, una tapa de las que dan acceso a los sótanos. Claro, ¿a quién podía ocurrírsele que en un departamento de un primer piso pudiera haber una entrada de sótano? En cierto modo venía a confirmarse mi idea primitiva de que la casa se comunicaba con una casa vecina por medio de una puerta invisible; pero ¿quién iba a imaginar que la casa sería la de abajo? En aquel momento, tanta era mi agitación, no reflexioné en algo que acaso me habría hecho huir despavorido: el ruido de mis pisadas. ¿Cómo podían haber pasado inadvertidas para ciegos, nada menos que para ciegos, que habitasen en el piso inferior? Esta irreflexión mía, este error, me permitió seguir adelante con la búsqueda; pues no siempre es la verdad la que nos lleva a realizar un gran descubrimiento. Y esto lo digo, además, para que se vea un ejemplo típico de las tantas equivocaciones y fallas que cometí en la investigación, a pesar de tener mi cabeza en constante y afiebrado funcionamiento. Ahora creo que en este tipo de búsquedas hay algo más poderoso que nos guía una oscura pero infalible intuición tan inexplicable, pero tan segura, como esa vista que tienen los sonámbulos y que les permite marchar directamente a sus objetivos. A sus
inexplicables
objetivos.
El cierre era tan hermético que no había ni que pensar en extraer aquella tapa sin la ayuda de un instrumento filoso y fuerte; era evidente que se abría desde abajo y que deberían abrirla a una hora convenida con el emisario. Me desesperé pensando que la operación debía hacerla esa misma noche, pues al otro día alguien advertiría la violación del candado y todo sería más difícil, si no imposible. ¿Qué hacer? No tenía nada que pudiese ayudarme. Recorrí mentalmente lo que tenía a mano: sólo en la cocina y en el baño podía haber algo que sirviese a mis fines. Volé a la cocina y no hallé nada útil. Fui en seguida al baño y, finalmente, concluí que el brazo del flotador era un instrumento más o menos
eficaz
. Quité el flotador, forcé el brazo hasta desoldarlo y corrí a la pieza donde había descubierto la abertura. Trabajando durante más de una hora logré carcomer lo bastante uno de los bordes, aprovechando los irregulares filos que había dejado el resto de la soldadura. Por allí metí finalmente el brazo de hierro y, con cuidado, hice palanca. Después de algunos intentos fallidos, que aumentaron mi desesperación, pude finalmente levantar la tapa lo suficiente para meter los dedos y completar la operación con mis manos. Quité con el mayor sigilo la tapa, la puse a un lado y con mi linterna proyecté un haz de luz sobre el interior: la abertura no daba, como había pensado, al departamento de abajo sino a una larga escalera descendente y tubular por la que comencé a bajar.
Así llegué a un antiguo sótano, colocado por debajo del departamento inferior; sótano que acaso había pertenecido, como era lógico, al departamento de la planta baja y que, por algún arreglo de los dueños primitivos de uno y otro departamento pasó a formar parte del superior, mediante aquella anormal e imprevisible escalera.
El sótano era un típico sótano de tantas casas de Buenos Aires, pero completamente vacío y tan abandonado como la misma casa a que pertenecía. ¿Me habría equivocado? ¿Habría encontrado, con gran trabajo, una salida que no conducía a ninguna parte? No obstante, era preciso que lo revisara con cuidado, con tanto cuidado como había revisado toda la casa.
No había mucho que revisar, sin embargo: sus paredes de cemento eran lisas y no ofrecían muchas perspectivas interesantes. Había una rejilla que daba, como es frecuente en esta clase de edificación, a la calle: por ella se distinguía la luminosidad de la placita. Luego el sótano hacía una esquina (tenía una planta en forma de L) y, al recorrer con mi linterna aquel rincón invisible a primera vista, vi otra rejilla, pero ésta más grande, que daba ¿a dónde podía dar? ¿Al sótano de la casa vecina? Como no había otra salida ni otra combinación posible, pensé que acaso esa rejilla era removible y que fuese, por fin, la famosa salida. Tomé con mis dos manos dos barrotes de los extremos y vi que, en efecto, cedía con facilidad: mi corazón empezó a latir nuevamente con violencia.