Authors: Frank Thompson
"¡Santo cielo!",
pensó.
"Ni siquiera son capaces de deletrear ^impresionismo'. Parece que ni siquiera saben qué significa".
El trabajo de Savanah era, por supuesto, otra cosa. Resultaba ingenioso, conciso e informado, y se notaba que le encantaba descubrir cosas de la historia del arte. Había escogido como tema los prerrafaelistas, y Jeff se preguntó si su interés por aquel extraño grupo no derivaría de que, cierta vez, él le comentó con admiración que le recordaba a
La Dama de Shalott,
pintada por John William Waterhouse. Pero supuso que, probablemente, ya lo sabía todo sobre los Prerrafaelistas mucho antes de conocerlo.
La obvia calidad del trabajo de Savanah y la vasta superioridad sobre la de sus compañeros hizo que Jeff sintiera una punzada. Se merecía un sobresaliente, y el mejor de los demás apenas llegaba al aprobado. Jeff le daría esa justa calificación, desde luego, pero, ¿lo creerían todos así?
"¿ Ves? Ese es el tipo de cosas que deberías evitar",
se dijo a sí mismo.
Llamaron a la puerta y Blond entró en el despacho.
—Hola, hola, hola —saludó, con lo que a Jeff le pareció un entusiasmo forzado.
—Señor Blond —respondió Jeff amablemente, forzando un poco su propio entusiasmo. Desde el primer día en la facultad, Blond le había parecido alguien que era mejor evitar.
—¿Es un mal momento, señor Hadley? —preguntó Blond— Tengo algo bastante interesante que discutir con usted.
—Por favor —dijo Jeff, señalando una silla.
Blond se sentó y miró hacia el montón de ejercicios:
—Ah, trabajos de alumnos. Espero que éstos tengan ideas luminosas que transmitir.
—Sí, son muy luminosas —aceptó él, sonriendo irónicamente—, pero no en la forma en que los alumnos pretendían. Al menos, la mayoría.
—Sí, me temo que nos estamos acercando a una era postilustrada —sonrió Blond comprensivo—. El poder de la imagen sobrepasa al poder de la palabra, ¿no le parece?
—Me temo que tiene razón —aceptó Jeff. Y, temiendo que Blond siguiera con el tema, añadió rápidamente—: ¿Para qué deseaba verme?
Blond pareció un poco defraudado porque sus muchas ideas sobre la "era postilustrada" tuvieran que postergarle hasta otra conversación, pero se repuso rápidamente:
Pronto recibirá una notificación del museo Newton de Sidney, Australia. ¿Ha oído hablar de él?
—Por supuesto. Es uno de los museos australianos más importantes.
—Contactaron con nosotros y nos preguntaron por su disponibilidad. Naturalmente, les aseguramos que no nos interpondríamos para nada en su camino. Para nada, nada, nada.
—Lo siento, pero creo que ha olvidado algún dato importante. ¿Mi disponibilidad para qué?
—Oh, oh, oh, ya le comprendo. Resulta que he dejado el lema más importante para... las notas a pie de página, por así decirlo.
Dado que Blond consideraba aquel comentario muy sagaz y erudito, Jeff se sintió obligado a sonreír atentamente.
—El Newton desea montar una gran retrospectiva de su trabajo —explicó.
—Vaya, eso sí que son buenas noticias —y Jeff sonrió con verdadero placer genuino.
Blond le devolvió la sonrisa y continuó:
—Pues todavía falta lo mejor. Les gustaría que usted... hum, "acompañase" la exposición, por así decirlo, y que diera una serie de conferencias y clases maestras en conjunción con el programa del museo. Además le ofrecen unos honorarios considerables.
—¿Cuánto tiempo quieren que me quede allí?
—Seis meses... como mínimo.
—Pero, si acepto, ¿no perderé mi puesto aquí? —preguntó Jeff, frunciendo ligeramente el ceño.
—No, no, no. Nos sentiremos muy satisfechos de ofrecerle un año sabático y de invitarlo a reincorporarse a su trabajo cuando acabe.
Jeff le dio vueltas a la idea. En principio, el proyecto parecía un tanto problemático. La invitación era muy aduladora, pero el dinero no le preocupaba y le gustaba estar en el Robert Burns College.
—No sé... —empezó.
—Por supuesto, no podemos insistir para que acepte la oferta del Newton —y aquí, la vacua sonrisa de Blond desapareció de su rostro—, pero... mmm, dadas las circunstancias, le recomendamos que acepte.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué circunstancias?
—No somos puritanos, señor Hadley. Y comprendemos que un joven robusto y normal como usted tenga que ser perdonado por llevar una vida con cierto grado de... hum, entusiasmo.
—¿A qué se refiere? —preguntó Jeff, pero empezaba a comprender.
—A su... hum, digamos "relación" con la joven McCartney.
—McCulloch —rectificó él.
—Por supuesto, por supuesto, por supuesto, McCulloch. Una relación de ese tipo entre una alumna y un profesor puede ser... mmm, digamos, mal entendida por los que no son como usted y como yo, incluso calificada como una incorrección escolar.
—Eso no es asunto suyo, pomposo asno rebuznante... —estalló Jeff de repente—. La señorita McCulloch y yo somos adultos, y podemos vivir nuestras vidas como queramos. En cuanto a la incorrección escolar...
Blond parpadeó y se echó hacia atrás todo lo que pudo, visiblemente temeroso de recibir un puñetazo en la nariz.
—No he alegado ni implicado que estén quebrantando norma alguna —se apresuró a decir—, pero la gente habla. Y creo que usted sabe, tan bien como yo, que la impresión general tiene, en ciertas ocasiones, más peso que los hechos reales.
Se levantó de la silla y retrocedió hacia la puerta, antes de volver a hablar:
—Lo que estoy intentando decir es que éste sería el momento adecuado para aceptar una oferta tan interesante como la del Newton. Cuando vuelva, la señorita McCart... quiero decir, McCulloch ya se habrá graduado, y entonces su relación será única y exclusivamente asunto suyo —abrió la puerta, pero antes de marcharse, añadió—: En cuanto a sus insultos personales, los achacaré al calor del momento —y cerró la puerta tras él.
Jeff se sentó, reprimiendo una oleada de rabia que atribuyó a la regañina de un ser tan insignificante como Blond. Cuando empezó a pensar más racionalmente, se dio cuenta que la oferta del museo Newton era un regalo caído del cielo. Se sentía eufóricamente feliz con Savanah, pero... dada su particular forma de pensar, era obviamente el momento adecuado para cortar la relación. Y salir del país inmediatamente después. Sólo ayudaría. Suponía que al principio se sentiría herida, pero, sin él presente, pronto le olvidaría.
Además, pensó, nunca se había acostado con una australiana. Empezó a ponderar las posibilidades, pero se contuvo inmediatamente. No quería acostarse con una australiana. No quería acostarse con nadie, excepto con Savanah.
"¿Lo ves?",
le recriminó su voz interior,
"Otra prueba de que es el momento de terminar. Si no lo haces, te estás buscando una cárcel sentimental, una sentencia de por vida".
Cuando Jeff volvió a casa por la tarde, Savanah estaba en la cocina. Al abrir la puerta, le rodeó el cuello con los brazos y le cubrió la cara de besos, mientras decía:
—¡Llegas tarde! Diez minutos más y se habrían estropeado los spaguetti.
—¿Spaguetti? —repitió Jeff, atónito.
—Oh, sí. Todos esos rumores de que soy una cocinera horrible son producto de unas mentes celosas. Hago una salsa de spaguetti espléndida.
Jeff tuvo una definitiva sensación de
déjá vu.
—Ah, hace más o menos una hora te ha llegado una carta certificada —anunció Savanah.
La extraña sensación se intensificó. Era como aquella tarde de hacía tres años con Ivy. Había confiado que ella se tomaría bien su decisión y terminó en desastre. Ahora, enfrentado a una conversación similar con Savanah, Jeff se quedó completamente petrificado.
Abrió la carta del museo Newton y leyó su contenido. Básicamente era lo que Blond ya le había anunciado.
—¿Qué es? —preguntó Savanah desde la cocina.
Jeff entró. Partió un pedacito de una barra de pan francés y lo mojó en la espesa y burbujeante salsa roja. Esperó un segundo a que se enfriara y le dio un mordisco.
—Es absolutamente deliciosa.
—Lo sé —contestó ella con una amplia sonrisa—. Mi salsa de spaguetti es legendaria, tema de cantos y leyendas. Incluso se habla de santidad.
—Bueno, si necesitas un voto... cuenta con el mío, Santa Savanah, Nuestra Señora de la Pasta.
Ella señaló la carta con la cuchara de cocina.
—Sigues sin contarme qué dice la carta.
—Oh, ah, en realidad es una noticia genial. El museo Newton me invita a Australia.
—Oooh —exclamó Savanah—. Le dedicaron un especial en el Discovery Channel. ¡Es maravilloso, Jeff! ¡Felicidades! Pero, ¿por qué te han elegido precisamente a ti?
Él se sentó en una de las sillas de la cocina y se llenó un vaso de vino tinto.
—Hay quiénes me consideran un artista genial e importante.
—Sí, y también hay quiénes van a ver los musicales de Andrew Lloyd Weber —añadió ella con sorna—. Hoy día escasea el buen gusto. ¿Cuánto estarás allí?
Jeff dudó. Era el momento crucial.
—Seis meses, quizá algo más.
—Oh, eso es mucho tiempo —Savanah se sentó a su lado, en otra silla, pero tras un instante sonrió. Como siempre, esa sonrisa le hizo pensar que podía ser feliz contemplándola el resto de su vida—. Bueno, siempre puedo terminar cuando volvamos. ¿A quién le importa que me gradúe este año o el que viene?... ¡A mí no, desde luego!
No supo qué responder.
—Bueno, ¿estás segura de que no...?
—¿Que si estoy segura?... ¿Dejarías pasar una oportunidad como ésta? ¡Ni lo sueñes, chico! ¿Cuándo nos vamos?
—No sé la fecha exacta —Jeff tomó otro sorbo de vino—, pero todavía faltan semanas.
Mientras Savanah volvía feliz a su legendaria salsa de spaguetti, él se llenó de nuevo el vaso. "Faltan semanas"... Mirando el lado bueno, tenía semanas para pensar cómo decirle que su relación había terminado.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Hurley.
Jeff miró a los otros cuatro con una expresión de desamparo en el rostro.
—Lo tallé anoche —dijo, dándose cuenta de lo increíble que sonaba—. Soñé con esa cosa y cuando desperté, la tallé. Por eso apenas había dormido esta mañana. Me pasé toda la noche trabajando.
—Colega, esto es muy raro... —dijo Hurley.
Jeff se sentó en el suelo. Charlie le pidió sin palabras el talismán y él se lo dio. Tras examinarlo unos segundos, se lo pasó a Michael. Después, fueron Hurley y Locke los que le echaron un buen vistazo. El último se encogió de hombros y se lo devolvió a su dueño.
—Se parece a lo que me enseñaste ayer —comentó Hurley—... o puede que no.
Jeff permaneció silencioso un instante, antes de volver a hablar:
—Está bien, sólo diré lo que voy a decir porque en la isla no hay un manicomio al que podáis arrojarme y encerrarme para siempre. Podréis creerme o no, pero todo lo que te enseñé ayer, Hurley... lo soñé.
La expresión de los demás no cambió, y supuso que todos pensaban que se había vuelto loco de remate.
—Empecé a trabajar poco después de llegar a la isla —siguió Jeff—. Al principio, creí que todo eso del arte había quedado atrás, que era algo a lo que nunca podría volver. Entonces, un día, desperté y empecé a dibujar; a la mañana siguiente hice una escultura con piedras y barro; y después seguí con las tallas. Todos los días hacía algo distinto, y todos los días terminaba con algo entre las manos que no podía identificar. Sólo anoche comprendí lo que estaba ocurriendo. Tuve una pesadilla horrible, en la que unas criaturas me amenazaban.
—¿Qué clase de criaturas? —preguntó Michael.
—No estoy seguro —reconoció Jeff, agitando la cabeza—. No sé si es que no pude verlas bien durante el sueño o es que ahora no me acuerdo. Eran como... —señaló hacia la salida de la cueva—... como "eso" de fuera. Probablemente humanas o algo parecido —entonces recordó otro detalle y su rostro resplandeció—. Sí, eran definitivamente humanas, porque una de ellas era femenina. Sostenía este símbolo sobre su cabeza y me hablaba en un idioma que no comprendía. Desperté inmediatamente y me puse a tallarlo.
Miró al resto del grupo. Todos escuchaban con interés.
—El asunto es que, en cuanto desperté —siguió Jeff—, el sueño empezó a desvanecerse como... bueno, ya sabéis, como suele pasar con los sueños. Pero la imagen de esa cosa estaba firmemente grabada en mi mente, y supe que tenía que tallarla lo antes posible. Y entonces me di cuenta de que había estado teniendo pesadillas desde hacía semanas.
Nadie dijo ni una sola palabra. Jeff sonrió avergonzado:
—Bueno, ¿quién se ha traído la camisa de fuerza?
—Si tú necesitas una, nosotros también. Todos —sentenció Locke. Los demás asintieron—. Todos hemos visto cosas que no tienen sentido. ¿Y eso de ahí fuera? ¿Alguno de vosotros le encuentra sentido?
—Esta isla tiene algo... —apuntó Michael—, Las normas no se aplican aquí.
Jeff sostuvo su talismán en alto.
—¿Así que creéis que esto significa algo?
Nadie respondió. Pasaron unos segundos, hasta que Hurley gritó:
—¡Colega, ¿te acuerdas ayer, cuando dije que había visto cosas como las tuyas en la isla?!
—Sí, por supuesto.
—Acabo de recordarlo, colega. Ahora me acuerdo de dónde fue.
Todos los ojos giraron hacia él.
—Las cuevas, colega. Vi cosas como las tuyas en las cuevas.
—Necesitamos dormir —cortó Locke, apagando la vela.
—Un momento, un momento —exclamó Jeff—. ¿Qué cuevas?
—Duérmete. Hablaremos de eso por la mañana —ordenó Locke.
Jeff se tendió en el suelo y se colocó la mochila debajo de la cabeza, era una almohada aceptable. La lluvia seguía cayendo en el exterior y su suave tamborileo servía de relajante ruido de fondo. Su mente corría desbocada con toda clase de ideas peregrinas y estaba convencido de que no podría dormir. Pronto escuchó los sonoros ronquidos de Hurley; Michael se le unió y, poco después, él estaba haciendo lo mismo.
Pero, aunque durmiera, no descansaba. En cuanto se sumió en la inconsciencia, las cosas regresaron. Esa noche eran más claramente humanas que nunca. Creyó que tenían cierto aspecto de druidas envueltos en amplios ropajes o de integrantes de algún antiguo culto en su traje ceremonial. Pero era una sensación, nada más; las figuras seguían siendo frustrantemente oscuras, informes, como los objetos que apenas se pueden ver por el rabillo del ojo.