Authors: Frank Thompson
Entonces, aquel hecho le sorprendió... no escuchaba
absolutamente nada.
Se detuvo y buscó cualquier sonido, pero ni siquiera captaba la habitual cacofonía de los pájaros que proveían de fondo sonoro a toda la isla. Y el silencio parecía hacerse más profundo a medida que avanzaba.
Con el silencio llegó un miedo irracional. Cuando Locke le advirtió en contra de ir a las cuevas, Jeff supuso que se refería a un peligro físico; ahora ya no estaba tan seguro. No creía en lo sobrenatural, pero aquel lugar le parecía fantasmal. Cuando llegó al claro sobre el que se asentaba la pequeña montaña, le dio la impresión de que la temperatura ambiente había caído bastantes grados.
Por nervioso que estuviera —y lo estaba—, se vio completamente fascinado por lo que tenía ante él: todo un amasijo de cuevas, anidado por una pequeña catarata. Las entradas de la mayoría eran pequeñas, de apenas medio metro en algunos casos, pero la que se encontraba directamente frente a él resultaba lo bastante alta como para no tener que agacharse. Parecía tan oscura y premonitoria, que apenas pudo reunir valor suficiente como para cruzar la entrada; pero, tras un instante de duda, tomó una profunda bocanada de aire y dio un paso adelante. Tenía que entrar. No había elección.
Sacó la linterna, la encendió y apuntó al oscuro interior. Más tarde le agradecería a Michael la información sobre las linternas... todo habría sido mucho más difícil sin una.
Cruzó el umbral de la caverna con cautela. Y, una vez dentro, boqueó de incredulidad.
El interior estaba oscuro, por supuesto. Un espeso muro de vegetación se había abierto camino a través de las aberturas y las grietas de la cueva, pero no encontró ni rastro de los dibujos de los que hablaba Hurley.
Fue entonces cuando escuchó un ruido procedente de una de las paredes de la gruta. A Jeff le dio la impresión de que era el viento mezclado con un gruñido de agonía. Un sonido que, comprendió con un estremecimiento de horror, le era familiar por sus pesadillas.
Temblando de miedo, caminó hacia la pared cubierta de hojas y de espesas enredaderas. Cuando volvió a escuchar el mismo sonido, empezó a arrancar la vegetación. Y allí, grabada en el muro, descubrió la imagen del talismán.
El gruñido volvió a escucharse, esta vez más pesado, y Jeff sintió la urgencia de dar media vuelta y huir de allí. Pero sabía que la respuesta que buscaba se hallaba en aquel lugar y que tenía que descubrir qué le estaba pasando.
Arrancando más plantas, Jeff encontró otra abertura. Y, más allá, otra cueva interior. El sonido crecía a cada segundo, más y más fuerte, como si lo que lo produjera se estuviera acercando.
Se preguntó si no estaría soñando. Quizá por eso no había sufrido ninguna pesadilla la noche anterior... porque no había despertado, porque la pesadilla la tenía en aquellos precisos momentos. Por alguna extraña razón, aquella posibilidad le dio un valor adicional. En ninguna de sus pesadillas había sufrido el menor daño, siempre despertaba antes de eso. Así que, obviamente, ahora estaba a salvo.
A menos que aquello no fuera un sueño.
Con un último esfuerzo, Jeff terminó de limpiar la vegetación que obstruía el paso y se internó en la cueva. Había esperado más oscuridad, así que se sorprendió al ver que la nueva cueva estaba mejor iluminada que la primera. La luz se filtraba a través de numerosas grietas en la pared sur y el tamaño parecía absolutamente desproporcionado con respecto a la gruta de entrada, como si perteneciera a una dimensión diferente.
Con un escalofrío, confirmó lo que había temido durante tanto tiempo: aquella nueva cámara era precisamente el lugar que solía visitar en sus terribles sueños. Pero esta vez era real. Estaba seguro de no soñar, de que vivía su peor pesadilla.
En la pared situada frente a él podía verse un mural de intrincadas e intranquilizadoras imágenes. Jeff reconoció muchos de los diseños que él mismo había plasmado desde que llegara a la isla y muchos más que viera por primera vez en el cuaderno de bocetos de Savannah. Pero existía una diferencia: allí, aquellos horribles dibujos parecían pintados con algo demasiado similar a la sangre.
Y mientras contemplaba aquella macabra muestra de arte, transfigurado de miedo, oyó un débil susurro seguido por el habitual gruñido. Y esta vez había algo más. Distinguió, con horrible claridad, el quejido de una voz femenina, una voz que murmuraba:
"Jeff..."
Jeff tomó un taxi hasta el aeropuerto de Sidney y entró con su enorme maleta en la terminal. Siempre sentía temor de llegar tarde y perder el vuelo, así que revisó las salidas en el monitor de la terminal de Oceanic para asegurarse. Soltó un pequeño gruñido al darse cuenta de que esta vez había sido demasiado puntilloso y que todavía faltaban dos horas para embarcar.
Facturó el equipaje tras soportar la larga cola en forma de "S" y localizó la puerta que le correspondía en la terminal internacional. Se dirigió a un quiosco, escogió una novela de misterio y la compró junto con un paquete de chicles. Normalmente no le gustaba masticarlos, pero creía que ayudaba a aliviar la presión de los oídos durante los despegues y los aterrizajes. Siempre le decían que podía conseguir los mismos resultados abriendo y cerrando las mandíbulas, pero siempre se había sentido un poco ridículo boqueando exageradamente como un pez fuera del agua.
Se sentó cerca de la puerta de embarque, cruzó las piernas y abrió la novela de misterio. Era de un autor que conocía y que siempre disfrutaba, y estaba convencido de que ese tipo de novelas era perfecto para un viaje, lo bastante bien escritas como para no echar de menos la buena literatura, con un ritmo rápido y capaz de captar la atención del lector durante el transcurso de un vuelo.
Pero, aunque el libro prometía ser apasionante, Jeff se quedó clavado en el primer párrafo. No era que el autor, normalmente ameno e interesante, fallase en esta ocasión, sino que el rostro de Savanah se interponía en cada frase.
Había repasado muchas veces mentalmente su último y desastroso encuentro, intentando convencerse siempre de que hizo lo correcto, pero cada vez estaba más y más seguro de que era un idiota. Había perdido el primer gran amor real de su vida.
"¿Perdido?",
pensó furioso, "No,
no la perdí, lo
expulsé
de mi vida".
Y todo por una ridicula regla que se había impuesto por miedo. Ahora ya no podía volver atrás y arreglar lo que tan estúpidamente había estropeado, pero tampoco se veía capaz de afrontar la posibilidad de una vida sin ella. Todo cuanto sabía era que la echaba de menos con desesperación y que se sentiría absolutamente desgraciado hasta que pudiera resolver aquel dilema.
Pero, cada vez que sacaba el teléfono móvil del bolsillo, algo le impedía marcar el número de Savanah.
¿Qué me pasa?",
se preguntó,
"¿Es mi estúpido orgullo el que presiona para que no hable con ella y admita que me equivoqué?".
Empezó a pasear arriba y abajo por la terminal, deteniéndose indiferente ante las diversas tiendas. No tenía hambre, pero se compró un pastelito de arándanos y un café para tener algo que lo mantuviera ocupado unos minutos. Volvió a abrir el libro varias veces pero, incluso en las ocasiones que lograba llegar a la página dos, tenía que detenerse y reconocer que no había retenido ni una sola palabra.
Por fin, con enorme alivio, oyó el anuncio de su vuelo 815 y se puso en la cola con la tarjeta de embarque en la mano. La azafata que atendía a los pasajeros la pasó por el escáner y le entregó el resguardo. Mucho más tarde, una vez ya en la isla, Jeff intentó recordar algo de sus compañeros supervivientes mientras embarcaban con él y buscaban sus asientos, pero no pudo. Aquel día estaba tan concentrado en su drama particular, que no prestó atención a nadie más.
Su asiento se encontraba en la parte izquierda del avión. La fila constaba de tres asientos y, con un silencioso gruñido de frustración, se dio cuenta de que le tocaba el de en medio. No se sentía muy sociable, y aquello doblaba las probabilidades de que alguien intentase entablar una conversación con él durante el largo, larguísimo vuelo a Los Angeles.
En el asiento que daba al pasillo ya se había sentado un hombre muy grueso, de unos cuarenta años, vestido con la típica indumentaria de turista y que sudaba, visible y abundantemente. Junto a la ventana vio a una mujer pequeña que rondaría la treintena. Tenía un rostro redondo, más agradable que atractivo, y una mirada vacía. Su cabeza estaba coronada por una mata de rizos castaños y llevaba un vestido veraniego con tirantes.
Cuando Jeff se sentó, el hombre le sonrió y dijo:
—Apretújese, amigo, o lo vamos a pasar mal las próximas diez horas.
El sonrió cortésmente e hizo lo propio con la mujer de su izquierda. Sorprendida de que se hubiera tomado siquiera esa molestia, devolvió la sonrisa tímidamente y volvió a concentrarse en la ventanilla.
Estaba hojeando la típica revista patrocinada por Oceanic, que había encontrado en la parte trasera del asiento que tenía delante, preguntándose si el crucigrama le resultaría más entretenido que la novela de misterio, cuando de repente su teléfono móvil zumbó.
Sorprendido, lo sacó de su bolsillo y miró en la pantalla quién lo llamaba. No reconoció el número. Pensó, tan optimista como incongruentemente, que podía ser Savanah llamando desde un teléfono que no fuera el suyo.
"Claro que es Savanah",
pensó.
"Porfin. Ahora tendré la oportunidad de decirle todo lo que no le dije por cobardía. Le rogaré que me perdone, le prometeré que empezaremos de nuevo, le confesaré ¡o mucho que la he echado de menos y cuánto la he anhelado".
—¿Savanah? —preguntó, casi sin aliento.
Se produjo una larga pausa.
—¿Señor Hadley? —era una voz masculina—, ¿El señor Jeffrey Hadley?
Su esperanza, completamente ilógica, desapareció como por ensalmo. Probablemente era un teleoperador.
"¡Malditos sean todos!",
pensó con amargara.
—Sí, soy Jeffrey Hadley —admitió con un suspiro de decepción.
—Señor Hadley, soy el doctor Karlin. Lo llamo desde el Centro Médico Wallace de Lochheath, Escocia.
Sintió cómo un escalofrío le recorría toda la columna vertebral. No dijo nada.
—¿Señor Hadley? ¿Sigue ahí?
—Sí, sigo aquí —confirmó, cerrando los ojos.
—Perdone, pero, ¿conoce usted a una joven llamada Savanah McCulloch?
Empezó a temblar.
—¿Qué? —preguntó, más para conseguir unos instantes preciosos que por necesidad.
—Savanah McCulloch —repitió el médico—. Llevaba su nombre y su número en el bolso, y no tenemos otro teléfono de contacto. ¿Es usted pariente de la señorita McCulloch?
La cabeza de Jeff empezó a latir de terror.
—¿Pariente?... Sí, soy su... 6">
—"¿su qué?"—
No, no somos parientes, sólo amigos. ¿Está bien? ¿Se encuentra malherida?
Ahora le tocó al médico hacer una larga pausa, antes de proseguir:
—Lamento mucho tener que informarle que la señorita McCulloch ha muerto.
"¡No!".
Un grito de angustia pugnó por surgir de la garganta de Jeff.
"¡No!".
O quizá hubiera gritado en voz alta, no estaba seguro. Pero su reacción fue lo bastante elocuente como para que el pasajero que se hallaba junto a él saltase alarmado. Antes de que pudiera decir nada, la llamada se cortó. Se quedó contemplando el teléfono un instante, como si estuviera embrujado o fuera un objeto completamente desconocido. Entonces, tecleó el número que seguía marcado en la pantalla. Nadie respondió.
Intentó levantarse del asiento impulsado por el pánico, tenía que bajar del avión inmediatamente. Pero, mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad, una azafata se acercó hasta él.
—Señor —comenzó, exhibiendo una sonrisa de cortesía—, ya estamos rodando hacia la pista de despegue. Tiene que permanecer sentado. Y, por favor, desconecte su móvil.
—Pero, es una emergencia.... —balbuceó Jeff—. ¡Tengo que bajar del avión!
La azafata siguió mostrando la sonrisa paciente del que se enfrenta a cien "emergencias" en cada vuelo.
—Me temo que no es posible, señor. Lo siento mucho, pero tiene que sentarse y desconectar el móvil.
—Pero...
—Hágalo, por favor —la sonrisa se hizo más amplia y menos amistosa—. Las reglas son las reglas, ¿verdad? Pórtese bien, ¿de acuerdo?
Por un segundo, Jeff pensó en organizar un verdadero escándalo. Así terminarían expulsándolo del avión y podría encontrar alguna manera de ir a Lochheath. Una vez estuviera allí, descubriría que el supuesto doctor se equivocaba. Porque tenía que equivocarse. Savanah se encontraba perfectamente. No estaba muerta sino viva, vivita y coleando.
Pero, en el fondo, sabía que ese viaje sería inútil. Una vez llegase a Los Angeles, llamaría al hospital y pediría más detalles. ¿O no debería hacerlo? Ningún detalle cambiaría la horrible y fría verdad. Estaba muerta. Se había ido para siempre. Y sabía que, aunque se encontrase a medio mundo de distancia, era culpa suya.
Volvió a suspirar, desconectó su móvil y lo guardó en el bolsillo. La azafata le dio una palmadita en el hombro.
—Muchas gracias —dijo—. Oh, no se olvide del cinturón de seguridad.
Y se marchó en busca de más pasajeros problemáticos.
Jeff se abrochó el cinturón, se recostó en el asiento y cerró los ojos. Y, ante la sorpresa y el desconcierto de los dos pasajeros que lo flanqueaban, empezó a llorar desconsoladamente.
No podía ser. No podía haber oído aquello.
Dentro del siniestro gruñido que emanaba desde algún punto más allá de la pared de la cueva, le había parecido oír claramente una voz susurrando su nombre. Pero era imposible. Lo que antes le había parecido terrorífico, ahora se convertía en una completa locura. Intentó pensar rápidamente en todas las posibles explicaciones racionales: alguien que le gastaba una broma, alguien que le conocía tenía problemas, una alucinación, o la favorita de siempre, que todo era un sueño.
Pero, a medida que se le ocurrían esas explicaciones, las descartaba. No era un sueño, estaba ocurriendo de verdad. Por espantoso, por paralizante que fuera, estaba ocurriendo de verdad.
Jeff quiso dar media vuelta y correr, pero una sensación interior —algo entre la curiosidad y la locura— lo impulsó a seguir adentrándose en la gruta. Aunque no era muy oscura, aunque la luz no estaba disminuyendo, algo le afectaba la vista. Todo parecía emborronarse, como si se desenfocara ligeramente. Por extraño que parezca, eso lo animó un poco. Podía ser un indicativo de que estaba alucinando, de que no tendría que enfrentarse al tropel de demonios presentes en sus sueños. Había oído hablar de que algunas plantas selváticas emitían un perfume que aturdía a sus víctimas, permitiéndoles atrapararlas. Quizás alguna de esas plantas crecía en las paredes de la cueva, quizás estaba aspirando una y otra vez ese perfume embriagador.