Authors: Frank Thompson
Esta vez no lo amenazaban directamente como en ocasiones anteriores; sino que transportaban sobre los hombros a una mujer, la misma que la noche anterior portase el talismán. Ella se retorcía en sus manos, lanzaba desesperadamente unos gritos terroríficos. Mientras los contemplaba inútilmente, dejaron a la mujer en el suelo y la rodearon. Ante su horror, sacaron unos largos y afilados cuchillos, y mientras los gritos de la figura femenina se intensificaban todavía más, se arrodillaron junto a ella, alzaron las armas y las descargaron salvajemente, propinando cuchillada tras cuchillada. En pocos segundos toda la zona estuvo llena de sangre, pero los gritos de la mujer no cesaban.
Entonces, el sonido que llegó hasta Jeff ya no eran los gritos de la desgraciada mujer, sino los de otra persona. Las figuras se alzaron y giraron hacia él. Uno de ellos sostenía algo en alto: era un recién nacido, cubierto de la sangre de la madre. Mientras la figura sostenía al bebé sobre su cabeza, los demás hundían las manos en los charcos de sangre y empezaban a pintar con ella las paredes de la cueva.
Aquella sangre era de un rojo tan oscuro que casi parecía negro, y la cueva del sueño era oscura y tenebrosa, pero Jeff no necesitaba luz para distinguir con claridad los dibujos que aquellas cosas pintaban en las paredes. Había visto aquellos dibujos casi todos los días desde que llegaron a la isla.
Los había creado él.
Había días en la vida de Jeff Hadley en los que se sentía simplemente horrorizado consigo mismo, y aquél era uno de ellos.
Por la tarde fue hasta el apartamento de Savanah para llevarla a cenar. Pocos días antes habían intercambiado llaves, y Jeff sintió alivio de que la chica nunca hubiera expresado interés por trasladarse a su casita y encontrara aquel acuerdo lo bastante satisfactorio para ella. Cada uno tenía una muda de ropa y un cepillo de dientes en casa del otro e iban y venían a voluntad. Ella necesitaba el mismo grado de soledad que él, así evitaban el riesgo de crisparse los nervios mutuamente. Era, en resumen, el arreglo perfecto.
La fecha de la partida de Jeff hacia Australia se acercaba rápidamente. Cuando le había planteado el tema a Savanah, ella siempre se mostró distante, dándole todo el tiempo del mundo para entablar una discusión madura, para explicarle que era el momento perfecto de que tomaran caminos separados. Pero las semanas pasaban y no habían mantenido esa conversación. Jeff estaba dispuesto a que esa noche fuera la noche.
Cuando entró en el apartamento de Savanah, pudo ver desde el vestíbulo que su cama estaba cubierta de maletas abiertas y ropa desparramada.
—Si quieres un beso de bienvenida, tendrás que venir a por él —gritó la chica desde el dormitorio—. Estoy haciendo las maletas.
Jeff se detuvo en el umbral y luchó por mantener un tono alegre en su voz.
—¿Vas a algún lado? —preguntó.
—Nunca te imaginas lo mucho que necesitas para vivir seis meses hasta que empiezas a intentar meterlo en cajitas —rió Savanah—. Quizás podríamos ir a una colonia nudista australiana, seguro que así reduciríamos el equipaje.
Jeff no sonrió ni respondió con otra broma, y Savanah se dio cuenta de inmediato. Se puso seria antes de decir:
—¿Ocurre algo?
Jeff siguió sin responder. Apartó una maleta y se sentó en el borde de la cama. Al final, suspiró y reunió valor suficiente para decir:
—Tenemos que hablar.
Ninguna conversación normal empieza jamás con esas palabras. Savanah detuvo lo que estaba haciendo y se sentó a su lado en la cama. Jeff tomó aliento. Sabía que no quería tener aquella conversación, que no sentía lo que iba a decirle. Lo que realmente quería decir era que nunca había amado a nadie como la amaba a ella, pero pensó que era simple debilidad. Era tan atractiva, tan vital, que iba a romper a regañadientes. Una parte negativa de su filosofía era cortar las relaciones mientras funcionaban bien, un momento que siempre encontraba de lo más difícil. Pero, aunque la idea cruzó por su mente, sabía que no era verdad. Nunca lamentó cortar con sus anteriores relaciones porque ninguna de esas mujeres significó mucho para él. Savanah, sí. Ella lo significaba todo. Mientras se preparaba para pronunciar las palabras que le romperían el corazón, una voz en su cabeza gritó:
"¿Qué estás haciendo? ¡Te has vuelto loco!".
—Primero, quiero pedirte perdón por no haber tenido esta conversación antes. Soy un cobarde, lo admito.
Savanah lo contempló en silencio, con los ojos llenos de miedo.
—No puedes venir a Australia —dijo Jeff, sin levantar la mirada del suelo.
La chica tragó saliva. Sus ojos brillaban.
—¿Qué...?
—En realidad, nunca estuviste invitada —confesó él—. Al principio parecías tan emocionada, que pensé decírtelo cuando se te pasara un poco la emoción, pero no lo hice. Tenía miedo de hacerte daño... y supongo que al final he terminado haciéndote más.
Savanah se levantó y soltó una risa amarga.
—Bueno, mirémoslo por el lado bueno, ya no tengo que llenar estas malditas maletas, ¿verdad?
Paseó nerviosamente arriba y abajo por la habitación, mirando su ropa y sus cosas diseminadas por todas partes.
—Lo siento mucho, Savanah —susurró Jeff.
Ella se sentó a su lado y le dio un beso en la mejilla, obligándose a sonreír.
—No diré que no es un golpe duro... pero sobreviviré. Y cuando vuelvas, ya habré elaborado un argumento lo bastante complicado como para hacer que tu vida sea miserable durante semanas.
Jeff siguió mirando al suelo. Una sombra de preocupación oscureció el rostro de Savanah e inclinó la cabeza ligeramente intentando mirarlo a los ojos.
—¿Qué sucede? Vas a volver, ¿no?
—Sí, supongo que sí —asintió Jeff—. Pero...
—Pero, ¿qué?
"La única forma de hacerlo, es hacerlo rápidamente",
pensó él.
—Vamos, Savanah. Nunca nos hemos hecho ilusiones respecto a lo nuestro.
—¿Qué quieres decir?
—Que ha sido una experiencia maravillosa y que tú eres genial...
—¿Que soy genial? —repitió ella con cierto tono ultrajado—. ¿Que soy genial? Sí, soy genial, ¿verdad? ¡Soy un puto buen polvo!
—Los dos sabíamos que esto no duraría eternamente —explicó Jeff, sabiendo, mientras lo decía, que estaba mintiendo.
Ella se puso en pie, furiosa.
—¡No,
los dos
no lo sabíamos! ¡Te quiero y creí que tú me querías!
"Y te quiero",
pensó Jeff, mientras la miraba,
"Más que a nada o a nadie en el mundo".
—Claro que me importas, pero la separación será tan larga... ¿quién sabe lo que querremos cuando vuelva? Lo mejor es cortar ahora.
El rostro de Savanah expresó toda la rabia que sentía. Lo miró como si le hubiera pegado una bofetada y susurró:
—¿Cortar?
—Sí, es lo mejor. Ambos lo sabemos.
—¡Por favor, deja de hablar por los dos! —las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. Obviamente, no sabes una mierda de lo que yo sé.
—Cariño... —dijo Jeff. Intentó acariciarle la mejilla, pero ella le apartó la mano.
—Lo que sé, es que eres el amor de mi vida —escupió Savanah—, Y también sé que soy la única mujer en el mundo para ti... y tú también lo sabes.
Jeff caminó hacia la puerta de entrada.
—Cuando me haya ido, me olvidarás. Encontrarás a alguien mejor.
Ella se tapó la cara con las manos, y su cuerpo se estremeció con los sollozos.
—Lo siento mucho —susurró Jeff.
Abrió la puerta. Pero, antes de salir, oyó que Savanah decía en voz baja y jadeante:
—No pasarás un solo día de tu vida sin pensar en mí.
Y él supo que era verdad. Pero, en ese momento, se sentía sin fuerzas para cambiar el curso de los acontecimientos. Supo que sería difícil, pero tendría que ser valiente.
Jeff salió al pasillo. Mientras cerraba la puerta tras él, oyó los lamentos de dolor de Savanah cuando se derrumbaba entre sus maletas. Y supo que, cada vez que pensara en ella, oiría aquel terrible sonido.
Unas manos agitaron bruscamente a Jeff para despertarlo. Parpadeó repetidamente al descubrir que la cueva estaba inundada de luz.
—Arriba, tío —saludó Charlie, dándole un puñetazo cariñoso en el hombro—, ¡Locke ha encontrado un jabalí!
Mientras Jeff se levantaba, miró a Hurley. Su rostro tenía un aspecto horrible. Las magulladuras parecían haberle impreso un doloroso mosaico de manchones negros y púrpuras, y sus rasguños formaban un intrincado mapa de sangre seca y oscura. Llevaba la camiseta del revés, así que la parte desgarrada dejaba ver ahora su espalda, pero Jeff supuso que el pecho y el estómago tendrían el mismo aspecto que la cara.
Hurley vio que Jeff lo contemplaba fijamente y sonrió:
—Eh, colega, tendrías que ver cómo ha quedado el otro.
—Lo intento, de verdad.
—¡Vamos, tenemos que irnos! —gritó Michael desde la entrada de la cueva.
—¡Coged las mochilas! —añadió Charlie—. Puede que no regresemos por el mismo camino.
Y corrió tras Michael. Jeff se echó su mochila a cuestas, recogió ambas lanzas y salió de la gruta.
"¿Que no regresaremos por aquí?", pensó, "Oh, sí, sí que lo haremos. Al menos, yo sí lo haré. Necesito examinar estas paredes detenidamente".
—Por aquí —gritó Locke. Se encontraba en el fondo de una pendiente poco profunda que llevaba hasta la entrada de la cueva, señalando unos matorrales situados a unos cincuenta metros hacia el oeste. Cuando los demás llegaron a su altura, susurró—: Fijaos allí.
Se detuvieron mirando fijamente el denso follaje y las enredaderas. Tras lo que a Jeff le pareció una hora —en realidad, sólo fueron tres o cuatro minutos—, los matorrales empezaron a moverse, no mucho pero perceptiblemente.
—Lo tenemos —anunció Locke—, pero hay que moverse deprisa.
—¿Qué hacemos? —preguntó Charlie.
—Lo rodearemos —dijo Locke—. Nos situaremos a la misma distancia uno del otro y de los matorrales. Entonces, avanzaremos hacia él.
—Y a uno de nosotros le tocará enfrentarse a él con estas excelentes armas —comentó Jeff.
Locke asintió:
—Todo es cuestión de tamaño. Embestirá contra uno, así que el resto tendrá que acudir lo más deprisa posible. Puede que necesitemos las diez lanzas para derribarlo. Apenas he podido echarle un vistazo, pero parece todo un monstruo.
"Ayer ya tuve bastantes monstruos",
pensó Jeff.
"No quiero tener que vérmelas con otro más".
El plan de Locke no terminaba de gustarle a nadie, pero tampoco tenían otro mejor. Michael suspiró:
—Está bien, ¿dónde nos colocamos?
Locke empezó a caminar tranquilamente hacia los matorrales, seguido por los demás. Cada vez que la maleza se agitaba bruscamente, todos —excepto Locke— daban un respingo. Jeff pensó en lo aventurero y excitante que le había parecido todo aquello el día anterior. Ahora, ante la inminente perspectiva de enfrentarse cara a cara con un enorme y letal animal, la empresa parecía más suicida que emocionante.
Una vez cerca de los arbustos, no intercambiaron una sola palabra. Locke indicaba una posición caminando hacia el lugar exacto y señalándolo; después, avanzaba unos veinte metros aproximadamente y señalaba otro. Cuando todo el mundo estuvo en posición, volvió a recorrer todo el perímetro dando instrucciones por medio de la mímica. Enarboló la primera lanza y después la segunda. Para Jeff, todo parecía bastante fácil, tan fácil como recibir un furioso colmillo de un jabalí en el estómago en plena embestida.
Michael, Charlie, Hurley y Jeff esperaron nerviosos, cada uno con una lanza preparada. El pintor se sentía a la vez ridículo y horrorizado, e imaginaba que al resto le pasaría lo mismo. Cuando Locke se cercioró de que todos estaban en sus puestos, sostuvo ambas lanzas con la mano izquierda y recogió una roca del suelo con la derecha. De repente, tanto que sorprendió al resto del grupo, se lanzó hacia los matorrales aullando como un loco. Cuando apenas se hallaba a pocos metros, lanzó la roca contra la vegetación y siguió corriendo; pasó junto a Hurley hacia el lado opuesto de los matorrales, hacia donde esperaba Jeff.
Antes de llegar hasta él, el jabalí surgió de entre las ramas con un chillido y se lanzó directamente hacia Jeff.
—Tírale la lanza —gritó Locke.
Jeff creyó que era la orden más desquiciada que jamás hubiera oído. Él era un artista, un profesor, un amante de las mujeres, no un neandertal capaz de matar a una bestia monstruosa con poco más que sus manos desnudas.
Pero, incluso antes de que la idea pasara siquiera por su cerebro, se preparó y lanzó la lanza directamente hacia el jabalí.
Y falló.
El animal bajo la cabeza mientras llegaba junto a Jeff, y después la levantó violentamente, con un impulso salvaje, lanzando al pintor por los aires. Su cuerpo cayó sobre el lomo del jabalí antes de rebotar, caer al suelo y rodar por las altas hierbas. Luchó por ponerse en pie y hasta tuvo tiempo de pensar que podría conseguirlo. Había soltado la segunda lanza durante la caída y, cuando la encontró y se preparó para lanzarla, vio que dos de las de sus compañeros ya habían hecho blanco. Una de ellas, la que llevaba clavada en la pata izquierda, lo había desestabilizado unos segundos; ahora volvía a galopar, pero el retraso bastó para que Locke pudiera lanzar su segunda lanza y Michael la suya.
El jabalí parecía un puercoespín sangrante y colosal. Se tambaleó unos cuantos metros más y al final hincó jadeante sus patas anteriores. Locke vio la segunda lanza de Jeff en el suelo y corrió a por ella mientras gritaba:
—¡Rematadlo!
Por mucho dolor que sintiera, por mucho que supiera que la muerte del animal era necesaria, Jeff no pudo evitar una oleada de piedad hacia el jabalí; se sentía como un salvaje y no le gustaba. Llegó junto al costado del animal y le clavó la lanza en el ojo derecho con todas sus fuerzas. Sorprendido consigo mismo por haber alcanzado su objetivo, hundió su arma en el cráneo de la bestia tan profundamente como se lo permitieron sus fuerzas.
El cerdo se derrumbó con un pesado sonido y sus pezuñas se agitaron espasmódicamente unos instantes, pero Jeff sabía que ya estaba muerto. Retrocedió unos cuantos pasos contemplando aquella cosa que había matado, y se sentó sobre la hierba.
"Nunca hubiera imaginado que pudiera hacer algo así. La vida está llena de sorpresas".