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Authors: Frank Thompson

Símbolos de vida (11 page)

BOOK: Símbolos de vida
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Hurley y Charlie seguían empuñando sus lanzas. Las de Michael habían encontrado su blanco, igual que las de Locke, aunque éste todavía empuñaba la segunda de Jeff. Los cuatro lo miraron asombrados.

—Amigo mío, eso ha sido todo un espectáculo —comentó Locke silbando de admiración—. No nos habías dicho que eras un cazador.

—Ni siquiera había armado nunca una ratonera —admitió Jeff, mientras seguía contemplando al jabalí, pero con una feroz sonrisa en el rostro.

—Ése era el viejo Jeff —dijo Michael, palmeándole la espalda—. Ahora eres Jeff de la Isla, el poderoso cazador de jabalíes.

Los demás estallaron en carcajadas y se acercaron para darle también unas palmaditas de felicitación.

Locke empuñó su cuchillo Bowie y degolló al jabalí de un solo tajo.

—Tiene que desangrarse; si no, la carne se estropeará —se acercó a un árbol con una gruesa rama que surgía del tronco a un par de metros del suelo—. Tenemos que colgarla hasta que se desangre del todo... y no puedo hacerlo solo.

—¿Colgarla? —repitió Jeff, sintiendo náuseas en la boca del estómago.

—Es una hembra —asintió Locke—. No me di cuenta hasta que pude verla de cerca.

"Entonces, en algún lago hay unos jabatos esperando a su madre",
pensó, e intentó apartar rápidamente la idea de su mente.
"Bueno, mami o no, intentó empalarme con sus colmillos hace unos minutos. Y va a alimentar a un montón de gente hambrienta".

Jeff no sabía si aquello era una racionalización muy oportuna, y al final decidió que tampoco le importaba. Ya estaba hecho y no había vuelta atrás. No tenía porqué empeorarlo intentando culpabilizarse.

Locke, después de enrollar una soga alrededor de las patas traseras de la jabalina, urgió a los demás a que lo ayudaran. Necesitaron el esfuerzo de los cinco para arrastrar al animal hasta el árbol. Una vez allí, Charlie trepó hasta la rama y pasó la cuerda por ella. Bajó, y Jeff, Michael, Hurley y él tiraron de la cuerda, mientras Locke estabilizada la bestia muerta. En cuanto consiguieron alzarla unos cuantos centímetros, Locke anunció:

—Con eso bastará.

Enrolló la cuerda varias veces en la base del árbol y la anudó. Empuñó su cuchillo y dio un largo y profundo tajo del cuello al vientre de la jabalina. Un espeso río de sangre y visceras manó de la herida y formó un humeante charco en el suelo.

—Dejémosla ahí colgada una hora, más o menos —recomendó Locke—. Aquí cerca hay una fuente donde podemos rellenar las botellas y lavarnos un poco. Y allí, ¿veis?, tenemos un árbol lleno de frutas. Se parecen un poco a los mangos, pero creo que no las hemos visto antes.

Hurley frunció el ceño.

—Si no sabemos qué son, ¿cómo podemos estar seguros de que no son venenosas?

—La vida es riesgo, amigo —respondió Locke sonriendo.

Jeff se sintió agradecido por poderse lavar, y más todavía de que los frutos resultasen deliciosos y nadie enfermara. Tras el desayuno construyeron una especie de trineo donde colocar su presa para poder arrastrarla hasta el campamento: cortaron un par de largos tallos de bambú y utilizaron tiras de ropa para unirlos a otros más cortos colocados horizontalmente. El trabajo se hizo más laborioso por la negativa de Locke a cortar la soga en pedazos más cortos; argumentaba que no había demasiada cuerda en la isla y que tenían que conservarla. Michael descubrió algunas enredaderas que ayudaron en el proceso.

Cuando tuvieron preparado el improvisado trineo, lo llevaron hasta el árbol y lo situaron debajo de la jabalina. Entonces, Locke soltó la cuerda y los cinco hombres bajaron al animal con cuidado.

—La playa está por allí, quizá a un par de kilómetros —informó Locke, señalando hacia el oeste—. Creo que sería más fácil ir directos hasta la playa y arrastrar el trineo por la arena. Encontraremos menos obstáculos en el terreno.

Los otros cuatro asintieron.

—Antes de irnos —puntuó Jeff—, ya que ahora tenemos luz, quisiera revisar las paredes de la cueva.

—¿Para qué? —preguntó Michael.

—Necesito ver si hay más dibujos como el que vimos anoche —aclaró—. Necesito intentar comprender lo que está pasando.

—Bueno, pero hazlo rápido —concedió Locke—. Si partimos pronto, podremos volver al campamento antes de que anochezca.

Jeff corrió hacia la colina y entró en la cueva. Sostenía el talismán en la mano, dispuesto a compararlo con lo que encontrase... pero no vio nada. Su desilusión se convirtió en absoluto desconcierto cuando comprendió que incluso lo que había visto la noche anterior —lo que habían visto todos— ya no estaba allí.

—15—

Si Jeff se vio sorprendido por la pompa y circunstancia de su recibimiento en Lochheath, quedó absolutamente deslumbrado por la casi adulación que le esperaba en Sidney. Durante sus tres años en el Robert Burns College, y aunque a veces se acercase a Londres o Glasgow, se había sentido aislado del mundo artístico. Su trabajo podía verse con regularidad en museos y exposiciones, pero apenas acudía a las inauguraciones, y el dinero de las ventas le llegaba de forma constante, incluso abundante en ocasiones. Pero todo eso era algo abstracto para él, mientras se concentraba en conservar el pausado ritmo de trabajo de su casa escocesa. Le bastaba con sus escasos contactos sociales fuera de la escuela.

Al fin y al cabo, tenía a Savanah.

Como se había apartado del bullicio social, asumía su desaparición en la memoria del público. Pero Sidney le demostró lo contrario. Un enorme contingente de dignatarios de museo y fans lo recibieron en el aeropuerto de Sidney, y su primera semana en la ciudad fue un torbellino de entrevistas para televisiones, radios, periódicos y revistas. Fue agasajado en cenas de gala, llevado a toda clase de teatros y operas y, generalmente, tratado como una estrella del rock.

Todas las paradas de los autobuses estaban adornadas con un enorme cartel de la exposición de Jeff en el Newton, la que reproducía la disimulada parodia de
La Dama de Shalott.
Y eso significaba que, cada vez que salía a la calle, se encontraba con el rostro sonriente de Savanah, retratado con los alegres tonos de los artistas prerrafaelistas en los que se había inspirado para su cuadro.

Y cada vez que veía el cartel, pensaba:
"¿Qué he hecho?"

La exposición de Jeff batió todos los récords de asistencia. Y había flirteado con el medio artístico el tiempo suficiente como para saber que ese tipo de popularidad siempre era seguido de un varapalo crítico. Conocía la tendencia —la compulsión, en realidad— entre los críticos de elevar a un artista hasta los altares para después hundirlo con saña en el fango. Por eso, mientras que su grandeza y su importancia eran repetidamente aclamadas por los medios de comunicación, esperaba el inevitable momento en que los críticos comenzaran a despedazarlo.

Pero ese momento nunca llegó. Su estancia en Australia resultaba casi mágica. Todo era perfecto, excepto el hecho de que había lanzado por la borda su única oportunidad de ser feliz.

La popularidad de Jeff atrajo a las inevitables "incondicionales". No eran tan ubicuas como las de las estrellas de rock, pero sí tan entusiastas cuando trataban de expresar su admiración. Algunas también querían ser artistas y, tras el habitual encuentro en la cama, tendían a sacar el tema de su floreciente carrera, preguntando discretamente cómo podría ayudarlas en su búsqueda de fama y reconocimiento. Él se comportaba normalmente con discreción y sin comprometerse, teniendo siempre cuidado de quedarse con sus números de teléfono pero sin dar el suyo.

El pintor perseguía estos encuentros casuales incluso con mayor fervor que en el pasado, haciendo todo lo posible por borrar el rostro de Savanah de su mente, pero todas las mujeres le hacían pensar en ella. Todo lo que decían le hacía pensar en lo inteligente que era Savanah. Todas las ideas que lanzaban le recordaban su perspicacia y su ingenio. Incluso la más guapa palidecía ante el recuerdo de su rostro perfecto.

Cuando ninguna de las incontables y anónimas citas de una sola noche no consiguieron que se olvidase de Savanah, se concentró en una relación más seria. Había conocido a Brenda, la atractiva propietaria de una galería, a la vez inteligente y de mucho éxito. Tenía un agudo sentido del humor y era una amante apasionada y entusiasta. Y Jeff, creyendo haber aprendido de sus errores, dejó bien claro desde el principio que aquella relación era únicamente temporal, que duraría mientras permaneciera en Sidney y que terminaría cuando se marchase. Se sintió muy aliviado al descubrir que la mujer se mostraba de acuerdo. Ella le aseguró su convicción de que el futuro le reservaba otros artistas guapos y con talento que desearía conocer; Brenda, al igual que Jeff, no quería establecer una relación seria. Él se sintió feliz al oírle decir aquello, y al mismo tiempo un poco defraudado. Era la primera vez que una mujer le decía, en resumen, que le sería fácil olvidarlo. Savanah nunca le hubiera dicho algo así. Savanah lo amaría eternamente.

Su enorme éxito artístico en Australia hizo que le llegaran ofertas de galerías y museos de varios países del mundo. Las ofertas le parecieron un regalo caído del cielo. A medida que su estancia en Sidney iba tocando a su fin, empezó a ansiar su regreso a Escocia. Aunque Savanah ya no estuviera allí, al menos quedarían los recuerdos. Jeff se preguntó si sería capaz de volver a dormir en la cama que habían compartido o a tomar el té frente a la chimenea sin pensar en ella.

Contactó con la universidad para preguntarles si podía posponer su regreso otro semestre. Habló con el señor Blond, que pareció un poco defraudado —pero no demasiado—, y que le aseguró tres veces que sería bienvenido cuando decidiera volver, fuera cuando fuese.

Tras valorar las ofertas, eligió la que parecía más agradable, la de Los Ángeles, California. No conocía a nadie allí ni sabía nada sobre la ciudad, excepto lo que había visto en las películas o en la televisión. Y esa especie de lienzo en blanco que representaba la ciudad era lo que más lo atraía. No encontraría nada de Savanah en aquella megalópolis: ningún recuerdo, nada que le hiciera lamentar día tras día, semana tras semana, su estupidez por haberla abandonado.

Reservó un vuelo en Oceanic, el 815, hasta Los Angeles. Los últimos días en Australia se descubrió evitando a Brenda. Incluso encontró que la mera idea de verla lo desazonaba, su relación superficial no era bastante para él. Savanah seguía en su mente casi todo el tiempo, incluso cuando soñaba. En varias ocasiones estuvo a punto de llamarla y empezó a fantasear con llevarla a Los Angeles, el hecho de que la ciudad no tuviera ningún recuerdo de ella lo llevó a crear algunos. Jeff ansiaba ver su excitación sabiendo que cualquier visión, cualquier sonido, la estimularía y la deleitaría.

"Oh, Dios",
pensó,
"Cometí el mayor error de mi vida".

—16—

La vuelta al campamento fue más ardua que la expedición del día anterior. Al fin y al cabo, ahora estaban transportando —según estimó Locke— unos 400 kilos de cerdo en canal. Tuvo razón en que la arena de la playa haría el arrastre más fácil, pero llegar hasta la arena les había costado más de tres horas de duro trabajo. Ahora, tres de ellos tiraban del trineo a la vez, mientras los otros dos caminaban a su lado. Arrastrando la carga, Jeff se sentía absurdamente como un reno de Papá Noel llevando un regalo de carne.

Los encargados del trineo en ese momento eran Locke, Michael y él, cuando Jeff le dijo al primero:

—Háblame de las cuevas.

—No hay nada que decir —respondió Locke, encogiéndose de hombros.

Jeff frunció el ceño. Al ver su expresión, el otro añadió:

—No te preocupes, ya te lo explicaremos todo más tarde. Aunque debo decir que, probablemente, sería mejor mantenerte en la ignorancia.

—Bueno... sea lo que sea, necesito ir allí.

—Rotundamente, no.

—¿Rotundamente no? —repitió Jeff sorprendido— ¿Por qué diablos rotundamente no?

—Sé que suena extraño —intervino Michael—, pero yo no le llevaría la contraria a Locke en un asunto como ése. Ha estado allí y sabe lo peligroso que es.

—Pero esos dibujos,
mis
dibujos están allí —protestó Jeff—. Al menos, eso dijo Hurley. Aquí está ocurriendo algo increíblemente extraño y quiero descubrir qué es.

—Créeme —pidió Locke—, podemos hablar de cosas extrañas hasta el fin del mundo y ni siquiera abarcaremos la mitad de las que están ocurriendo en esta isla. Esas cuevas son peligrosas, nadie tendría que acercarse allí.

Jeff lo miró fijamente, mientras seguían tirando del trineo e intentó cerrar el tema:

—Iré. Y no necesito el permiso de nadie.

Locke se detuvo, soltó la cuerda e hizo señas a Hurley y a Charlie para que ocupasen sus lugares. Una vez reemprendieron la marcha, Locke volvió a la carga:

—No necesitas mi permiso, de acuerdo, pero si intentas ir haré todo lo posible por evitarlo. Y créeme, si yo no consigo detenerte, las propias cuevas lo harán.

—¿Qué diablos quiere decir eso?

Pero Jeff no obtuvo respuesta. Se acercó al límite del mar, se quitó los zapatos y caminó por la arena húmeda, disfrutando de la sensación de la fría y refrescante agua circulando entre sus cansados pies.

Sin dejar de tirar del trineo, Michael se preguntó si Jeff se había vuelto loco. Sabía lo que podía provocar el estrés, lo había sentido en sus propias carnes y visto cómo consumía a muchos otros. Pensó que quizá Jeff ya sabía dónde estaban las cuevas, incluso era posible que ya hubiera estado allí y pintado sus paredes. Puede que no estuviera loco, quizá sólo sufría algún tipo de psicosis temporal.

 

La llegada del jabalí cambió el humor de los náufragos y transformó el día en una fiesta. Sawyer y Jin construyeron un espetón con el que insertar al animal para que se asara lentamente sobre una hoguera. Los cinco exploradores fueron tratados como héroes y muchos de sus compañeros se preocuparon por las heridas de Hurley. Mientras Jack le curaba los cortes de la cara con alcohol, el joven inventó toda una historia sobre la escalada de la colina y su caída. Supuso que en el momento adecuado podría narrar lo que realmente había ocurrido. ¿Por qué estropear la fiesta ahora?

Reunieron fruta, prepararon patatas dulces para que se asaran entre las brasas y los más laboriosos decoraron con flores y hojas de palma la zona donde iban a cenar. Mientras el sol se hundía en el océano, alguien cogió la guitarra de Charlie y empezó a cantar estridentemente melodías del repertorio de Driveshaft para, después, pasar a otras más suaves, más románticas, más adecuadas al idílico paisaje.

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