Símbolos de vida (4 page)

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Authors: Frank Thompson

BOOK: Símbolos de vida
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Una joven asiática, sentada en la fila de delante, se giró al escuchar el ruido de rotura y, por un instante, sus aterrorizados ojos se clavaron en los de Jeff. El quiso dedicarle una sonrisa e intentó pensar en decirle algo consolador. Pero cuando abrió la boca, se sorprendió al descubrir que, en vez de hablar, empezó a gritar con toda la potencia que le permitían sus pulmones.

Más tarde, Jeff buscaría a la joven entre los supervivientes, intentando asegurarse de que había salido con vida de la odisea. Pero, aunque de vez en cuando sentía un escalofrío al ver a Sun, de inmediato comprendía con el corazón hundido que no se trataba de la misma mujer. Jeff dedujo con tristeza que ella y sus aterrorizados ojos habían seguido al grueso Superman.

El rostro de la joven fue lo último que Jeff recordaba haber visto estando en el aire. Se había aferrado a la mascarilla de oxígeno que se soltó frente a su rostro, pero no podía recordar que se la llegara a poner. Al principio, creyó que todo el aire de la cabina había sido absorbido misteriosamente porque, de repente, no pudo respirar. Levantó la cabeza y pudo inhalar una profunda bocanada de aire; sólo entonces comprendió que había estado yaciendo boca abajo en una piscina natural poco profunda. Se sentó atónito, intentando descubrir cómo había pasado de un asiento de avión en clase turista a aquella pequeña piscina de agua salada.

Tras flexionar brazos y piernas, descubrió que todo estaba en orden. Sintió que un líquido caliente recorría su rostro; se lo limpió con el dorso de la mano y, al mirársela, descubrió que la tenía ensangrentada. Se había hecho varios cortes y magulladuras en la frente y las mejillas, y tenía un corte algo profundo en la barbilla, pero nada serio. Al menos, nada que pudiera ver.

Un joven con el pelo casi de cepillo y un traje elegante bastante destrozado corrió hacia él.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Creo que sí —asintió Jeff.

El joven estudió los cortes de su cara.

—No creo que sea nada grave. Límpiese las heridas con agua de mar e intente vendarse la barbilla.

Jeff volvió a asentir y se arrancó la manga de su camisa. El joven lo animó:

—Bien pensado. Cuando acabe, venga a ayudarme. Hay un montón de gente en peor estado que usted.

—Sí, sí, ahora voy —aceptó. Usando la manga como si fuera una gasa, se sentó junto a la piscina natural y se limpió las heridas. La barbilla seguía sangrando, así que presionó unos segundos la ropa contra el corte. Después, enjuagó la sangre de la manga y se anudó las dos puntas en la nuca tras pasársela por la barbilla.

"Dios mío",
pensó,
"debo de parecer un bandido al que se le ha resbalado la máscara".

Para él, el resto de aquel día terrible fue un borrón de actividad: echar una mano para rescatar el equipaje y las provisiones de los destrozados restos del avión, ayudar a los demás pasajeros heridos, intentar convencerse a sí mismo de que no estaba viviendo una pesadilla de la que jamás despertaría...

La primera noche estaba demasiado exhausto como para intentar siquiera buscar refugio. El tiempo era bueno, y la noche clara y brillante. Se dejó caer sobre la arena, justo en el límite de las olas, e inmediatamente se quedó dormido profundamente y sin sueños.

En los días y semanas que siguieron, Jeff trabajó junto a los demás pero habló poco. Su mente parecía completamente vacía. Reunió comida y leña, y ayudó a construir refugios rudimentarios para los demás y para sí mismo, como si fuera un robot programado para realizar tareas necesarias. Descubrió muy pocas cosas de sus compañeros supervivientes. El joven que se preocupara el primer día por sus cortes se llamaba Jack. Por razones que no llegó a comprender, Jack emergió
de jacto
como el líder de los náufragos. Parecía inspirar respeto y lealtad en el grupo... al menos, a la mayoría del grupo. Había un tipo duro y malhumorado, llamado Sawyer, que mantenía una relación beligerante con Jack, y a veces, según le parecía a Jeff, los dos estaban a un paso de atacarse mutuamente.

De seguir en Escocia, ese tipo de relación hubiera captado su interés; pero, aquí, significaba muy poco para él. Otros, sin duda, sabían porqué Jack y Sawyer parecían odiarse, pero a Jeff no le importaba. La verdad es que no le importaba casi nada.

Mientras seguía contemplando fijamente el mar tranquilo, casi se perdió en el vacío de los primeros días. Supuso que había sufrido una conmoción, ese piadoso estado que desconecta la mente y las emociones cuando no pueden resistir una sobrecarga de estrés o de horror. Y, al emerger de la conmoción, se encontró de nuevo enfrentado a algunas de las cosas reales y horribles que había estado ocultando en su cabeza. Entonces fue cuando empezaron los sueños.

Al principio fueron vagos: amenazantes figuras entrevistas, formas extrañas... Todo el mundo parecía hablar en un idioma que él no sabía... y que, aún así, comprendía. Al despertar se sentía desconcertado por lo que había visto en sus sueños, pero sólo podía recordar estallidos de imágenes. Y cuando empezó a dibujar impulsivamente esos símbolos, no pudo conectarlos con los sueños. Incluso después de empezar a esculpir cosas, a dibujar todos los días, jamás se preguntó de dónde llegaba su inspiración. En cierto modo estaba encantado de volver a crear, aunque sus nuevas obras no se parecieran en nada a lo que había hecho antes. Tampoco es que pensara mucho en la diferencia, simplemente seguía trabajando. Si alguna vez se le ocurría, aunque fuera de pasada, viajar en una dirección artística completamente desconocida, la desechaba al momento, achacándola al resultado lógico de tener que trabajar en circunstancias completamente distintas y con las rudimentarias herramientas que podía encontrar en la isla.

Pero, hoy, la presencia de Hurley le había llevado a fijarse por primera vez en el producto de su estancia en la isla. Jeff pensó en el último dibujo en que trabajaba y casi se sorprendió, como si sólo ahora fuera plenamente consciente de lo que había dibujado en el rayado cuaderno de notas. No era la primera vez que tenía la extraña sensación de que su arte procedía directamente del inconsciente. Más extraño todavía, casi sentía como si fuera creado por alguien más, del que Jeff era meramente su instrumento. De todas formas, eso no le hacía sentirse muy incómodo porque, sobre todo recientemente, tenías visiones de pesadilla que deseaba que no fueran suyas. Lo que al principio era meramente excéntrico se estaba metamorfoseando en algo más oscuro, más perturbador. Las malévolas criaturas del dibujo, las que Hurley encontraba tan inquietantes, se colaban en su trabajo cada vez con mayor claridad y frecuencia.

Contemplando el mar, pensó en lo fuera de lugar que parecían esas horrorosas visiones enmarcadas en un paisaje tan exuberante y maravilloso como aquél. Abajo, en la playa, varios náufragos se sentaban en semicírculo alrededor de la hoguera donde cocinaban, comiéndose el pescado que Jin había arrebatado al mar. A Hurley no lo vio por ninguna parte.

Las olas seguían llegando, y cada una se acercaba más al lugar donde se había sentado, pero estaba demasiado sumido en sus pensamientos como para darse cuenta. Algo de lo que Hurley había dicho hacía poco se repetía en su mente. En el estudio de Jeff, Hurley le había hecho la pregunta típica que le hacen a todos los artistas tarde o temprano:

—Oye, tío, ¿de dónde sacas las ideas?

—Si pudiera, te lo diría —reconoció Jeff, agitando la cabeza—, pero las cosas simplemente me llegan. Me despierto por la mañana y... —movió la mano por encima de las piezas que sembraban el blando suelo de su estudio.

—A lo mejor las sueñas —comentó Hurley pensativamente.

—Quizás.

—¿Sabes lo que deberías hacer? —dijo el muchacho—. Deberías llevar una de esas cosas, ¿cómo las llaman?... ¡Ah, sí, un diario de tus sueños!

Aquello sorprendió a Jeff. Savannah solía decirle lo mismo.

—6—

Cuando Jeff Hadley llegó al Robert Burns College de Lochheath, Escocia, se sintió como una verdadera celebridad. Cierto era que su reputación había ido aumentando en Londres y estaba acostumbrado a ser alabado por los dueños de las galerías, aclamado por los críticos y perseguido por los coleccionistas de arte deseosos de poseer algo de "el éxito del momento". Pero Londres era demasiado grande y su capacidad para integrar famosos, demasiado vasta como para que Jeff se sintiera una verdadera estrella.

No obstante, desde el mismo momento en que se apeó del tren en Lochheath, supo que las cosas iban a ser distintas. Habían formado un comité de bienvenida en el andén y una mujer de mediana edad —se divirtió mucho al darse cuenta— sostenía un enorme cartel donde habían escrito:
¡Bienvenido, Jeff Hadley!
Descendió del tren con una maleta en la mano derecha y un abrigo doblado sobre su brazo izquierdo. Cuando los vítores de bienvenida cesaron, hizo una pausa en el escalón superior de la escalerilla del tren, sintiéndose como si estuviera reviviendo una escena de alguna vieja película. En realidad, había elegido el tren, y no el coche, deseando un recibimiento como aquél, pero tampoco esperaba que nadie le siguiera la corriente. Y cuando vio el pequeño mar de unos cuarenta rostros radiantes, se sintió al mismo tiempo encantado y algo avergonzado.

Un hombre alto, de unos cincuenta años, dio un paso adelante y alargó su mano hacia Jeff. Tenía espeso cabello negro, casi rapado, y vestía un traje de tres piezas. Lo reconoció inmediatamente de sus encuentros previos y recordó que era una especie de cerebrito. Aún así, se dijo a sí mismo, él también iba a sumergirse en el mundo académico y sabía que si tenía algún prejuicio contra los sabihondos iba a convertirse en alguien muy solitario.

—Señor Hadley, señor Hadley, señor Hadley —exclamó el hombre con un entusiasmo algo empalagoso—, soy Gary Blond. Encantado de recibirlo... simplemente, encantado, encantado, encantado.

—Gracias, señor Blond, me acuerdo de usted —dijo él, estrechándole la mano y sonriendo—. Me alegro de verlo de nuevo.

Blond sonrió feliz al ser recordado por tan augusta personalidad y se giró hacia la multitud:

—Queridos compañeros de facultad —anunció en voz alta—, por favor, denle la bienvenida a nuestro prestigioso nuevo artista-residente, el señor Richard Hadley.

Todo el mundo aplaudió enfervorizado, pero Jeff inclinó la cabeza ligeramente y sonrió de la forma más amistosa posible:

—Muchas gracias, pero, mmm... me temo que mi nombre es Jeffrey Hadley, no Richard. Pero pueden llamarme Jeff.

Blond río a carcajadas y se dio una palmada en la frente.

—Jeffrey, claro, Jeffrey... ¡qué cabeza la mía!.

Nadie más rió, poco divertidos por la confusión, pero Jeff mantuvo la sonrisa para dar a entender que no se sentía molesto u ofendido. Esperaba dar la imagen de un tipo sencillo y no de un artista encerrado en su torre de marfil, inalcanzable para la gente normal.

El resto del día fue un torbellino agotador de presentaciones, recepciones —fueron dos: una con té y sandwiches, y otra con barra libre— y, por fin, una cena con la mayoría de instructores y profesores de las distintas artes. Con excepción de Blond, los demás miembros de la facultad le parecieron gente encantadora e inteligente. El decano de la facultad, Arthur Pelham Winstead, se encontraba ausente de la ciudad debido a una conferencia académica y Jeff se sintió aliviado por ello... Sólo unas cuantas personas que conocer y con las que charlar.

Se fijó en que unas cuantas mujeres del equipo directivo eran bastante atractivas, y archivó ese dato con cierto grado de precaución.

"Calma",
se dijo.
"Recuerda que has pasado página. No te busques problemas nada más llegar".

Al final del largo, largo día, Blond llevó a Jeff en coche hasta su nuevo hogar. Incluso con la difusa iluminación de una única farola en toda la calle, la cabaña era pintoresca y acogedora, evocando todos los clichés escoceses del encanto. Los muros eran de piedra gris; la puerta delantera estaba adornada con amplias losas de piedra caliza, como también las dos amplias ventanas que la flanqueaban; dos tejados inclinados sobresalían de las pizarras del techo del segundo piso. Y entre ellos podía verse una pequeña claraboya, obviamente una incorporación moderna a la antigua casa.

El señor Blond, llevando la maleta de viaje del nuevo profesor, abrió la puerta y entró en el vestíbulo. Jeff lo siguió y se detuvo al cruzar el umbral, intentando abarcar con la mirada todo el primer piso. A la izquierda había una sala de estar —alguien se les había adelantado y encendido el fuego de la chimenea—, y a la derecha podía verse un pequeño comedor. En la mesa, tres velas ardían en un candelabro metálico colocado sobre un tapete de encaje.

Directamente frente a Jeff ascendía una escalera toscamente tallada a partir de tablones de madera. Blond señaló los escalones y dijo:

—La cocina está ahí, detrás de la escalera. Y arriba... —empezó a subir la escalera—... arriba tiene el dormitorio.

Jeff lo siguió, teniendo cuidado de no golpearse la nariz con su propia maleta, a la que Blond imprimía un movimiento de vaivén hacia adelante y hacia atrás. El dormitorio era amplio pero de techo bajo. Las extrañas proporciones de la habitación le recordaron la casa en la que viviera durante su infancia en Arran. La cama resultaba grande, con un colchón muy grueso, cuatro enormes almohadas y un edredón voluminoso, casi lujurioso. Aquí también estaba encendida la chimenea. Jeff pensó que el conjunto daba la impresión de haber sido creado por el director artístico de una película para rodar un film ambientado en Escocia. Y de nuevo, como en la estación, se sintió divertido y conmovido a la vez.

Blond miró a su alrededor con satisfacción:

—El comité de decoración ha hecho un trabajo espléndido, espléndido, espléndido, ¿no le parece?

—Sí, es verdad —admitió Jeff, ansioso por librarse de él—. Y la cama parece muy tentadora después de un día tan agotador —entonces, añadió, para no ofender al otro—: Agotador, pero encantador.

—Por supuesto —replicó Blond. Dejó la maleta de Jeff junto a un armario grande de roble y se quedó allí de pie, sonriéndole amigablemente.

—Bueno, mmm... —balbuceó el pintor— Como acabo decir, la cama parece muy tentadora...

—Oh, oh, oh —exclamó Blond, sorprendido—. Quería decir que le apetece acostarse ahora mismo. Bueno, entonces me iré y lo dejaré descansar.

—Gracias por todo —dijo Jeff, estrechándole la mano.

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