Siempre tuyo (16 page)

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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

BOOK: Siempre tuyo
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Sea como sea, por las noches no oía ruidos ni voces, ni ninguna otra cosa extraña. Y ya no lo esperaba tampoco. Como es natural, al anochecer la química siempre la deprimía un poco y la sumía en un profundo sueño artificial, pero al despertar por la mañana tenía la mente despejada y conseguía mirar el futuro sin temor. Una vez fuera, emprendería su «vida personal» para llegar a crear algún día una familia espantosamente convencional con un hombre apto para el matrimonio, en unos treinta o cuarenta años aproximadamente. Cuando pensaba así, ya era de nuevo una de noventa y nueve.

El domingo por la tarde, antes de su última noche en la clínica, vino a visitarla Bianca y ya desde lejos la miró con ojos radiantes.

—Jefa, está usted supergorda de cara, ya no se le ven los pómulos —opinó—, aunque de todas formas sigue teniendo el cuerpo de Kate Moss. ¡Y eso no es justo! Cuando yo como más de la cuenta, no vea cómo se me va todo a las tetas y al culo.

Aparte de eso, la aprendiza contó que aquella semana, en que había llevado la tienda ella sola, había sido tan estresante que había envejecido por lo menos diez años.

—Apenas oscurece más temprano, todos compran lámparas —se quejó.

—Bianca, estoy muy orgullosa de que te hayas ocupado de todo tú sola —dijo Judith, después de formarse una idea general.

Bianca: —La verdad es que de todos modos fue divertido. Además…

Ella empezó a agitarse nerviosa.

Judith: —¿Además qué?

Bianca: —Además tengo un sorpresón para usted.

Judith: —¡Anda, dilo ya!

Bianca: —No, en la tienda. De todas maneras lo verá en cuanto entre.

Sus labios se curvaron hacia arriba, en un nítido semicírculo color malva.

5.

El lunes por la mañana salió de la clínica y fue en taxi a casa, acompañada por la neblina. En la escalera, para romper el silencio, le habría gustado saludar a algún que otro vecino y preguntarle por aquel brumoso octubre, pero, como siempre, no se veía a nadie y como de costumbre olía a moho, cebollas y papel viejo. Al abrir la puerta del piso —ése fue el primer pensamiento angustioso en varios días— le vino a la memoria el señor Schneider, el vecino que había muerto de cáncer y cuya esquela estaba colgada en su puerta.

En su piso, repleto de signos conmemorativos de un periodo espantoso, no se sentía a gusto. Trató de resistirse con una actividad frenética, puso sábanas limpias, cambió los muebles de sitio, redecoró las paredes, ordenó el armario, incluso se desprendió de dos pares de zapatos y luego se vistió de amarillo canario para recomenzar la vida empresarial cotidiana.

A última hora de la tarde fue a su tienda de lámparas y en la entrada misma, donde Bianca la recibió con un gesto ceremonioso, advirtió el cambio: la luz era diferente, más opaca, más suave, faltaba aquel resplandor peculiar. No estaba la araña, la monstruosa araña ovalada de cristal de Barcelona, la que durante quince años todos habían admirado, pero nadie se había llevado, la joya de Judith entre las lámparas, su pieza más cara.

—¡Vendida! —dijo Bianca, cuadrándose en posición militar y dándose unas palmaditas en el pecho.

—Increíble —logró articular a duras penas Judith.

Bianca: —7.580 euros, jefa. ¿No se alegra?

Judith: —Sí, claro que sí. ¡Y tanto! Sólo que… Primero necesito… —Judith se sentó en el escalón y preguntó—: ¿Quién?

Bianca se encogió de hombros.

—Ni idea.

Judith: —¿Qué significa eso?

Bianca: —Significa que no sabría decir quién la compró, porque la mujer no estaba, porque el lunes… ¿o fue el martes?, no, creo que fue el lunes… ¿o era martes?

Judith: —¡Da igual!

Bianca: —Llamó un hombre de la empresa tal y tal, y dijo que la señora fulana de tal quería comprar una araña que había visto en nuestra tienda. Y el hombre que llamó describió la araña gigante con tanta exactitud que enseguida supe que sólo podía ser la araña gigante de Barcelona, la de los cristales que tintinean tan bonito. Y luego, por supuesto, le dije lo que valía. Y el hombre, en vez de caerse de espaldas, dijo que el precio le parecía superbien, porque la mujer quería tener esa araña cueste lo que cueste, y que ya se la podíamos ir descolgando y embalando, que vendría alguien a recogerla. Y el viernes… ¿o fue el mismo jueves?

Judith: —¡Da igual!

—El caso es que realmente vinieron a recogerla y pagaron todo al contado, a tocateja.

Judith: —¿Quién?

Bianca: —Los de la empresa de mensajería. Eran dos hombres jóvenes, pero por desgracia ninguno de los dos guapo.

Pausa.

—¿No se alegra? —preguntó Bianca.

—Claro que sí, desde luego, es sólo que ha sido tan inesperado que primero…

Bianca: —Ya la entiendo, la araña es diez veces más vieja que yo y lleva tanto tiempo ahí colgada que acabas colgada de ella, ¿no es así? Pero 7.580 euros…

Judith: —¿Y no sabes quiénes son los compradores?

Bianca: —Bueno, jefa, desde luego yo también tenía curiosidad y entonces le pregunté a uno de esos hombres, el más alto de los dos, uno rubio que llevaba media melena…

Judith: —¡Da igual!

Bianca: —Le pregunté adónde enviaban la araña. Dijo que aún no lo sabía, que primero tenía que llamar al hombre de la empresa, o sea, que ya lo había llamado varias veces, pero que aún no había podido localizarlo, así que no lo sabía todavía.

Judith: —Ya.

Bianca: —Pero desde luego yo insistí y le pregunté a nombre de quién estaba la lámpara, o sea, cómo se llamaba la mujer que la había comprado.

Judith: —¿Y?

—Entonces uno de los dos hombres, o sea, el otro, dijo que en realidad no les estaba permitido decirlo, porque los compradores a menudo quieren permanecer en el anonimato, porque tal vez la mujer era una rica coleccionista de arte, tal vez tenía un Picasso en su casa, entonces no querían…

Judith: —Ya comprendo.

Bianca: —Pero de todas formas me reveló el nombre, probablemente quería hacerse el importante o ligar, a pesar de que… pfff…, era superfeo —Bianca hizo un mohín y luego tomó una hoja de papel que tenía preparada—. Isabella Permason se llama, con una sola eme, creo. Ya lo he mirado, no es famosa y tampoco está en Facebook.

—Isabella Permason —murmuró Judith, mirando el papel.

—¿La conoce?

—No, no —dijo Judith—, pero ese nombre… ese nombre…

—No importa —dijo Bianca—. Lo principal es que compró la araña, jefa. ¿No le parece?

—Sí, Bianca.

—Pero no se alegra lo más mínimo —se quejó la aprendiza.

—Que sí —dijo Judith—, ya va, ya va.

Fase
once
1.

Las primeras noches en casa fueron una prueba autoimpuesta de resistencia mental. Judith sabía lo peligroso que era pensar en Hannes, a oscuras, en esas áreas sin protección. Era como hacer entrenamiento de pesas inmediatamente después de una hernia discal. Pues no fue distinto. Cada vez que cerraba los ojos, se activaba la galería de imágenes desagradables de los últimos meses, en las que Hannes siempre había sido su principal motivo intimidatorio. Por eso se obligaba a mantener los ojos abiertos mientras fuera posible. Y cada mañana le faltaban unas horas de sueño.

Pero también había otros pensamientos nuevos, contradictorios, sobre él: de repente, Hannes había cambiado de bando, había salido de su sombra, ya no era su acosador, sino su aliado más cercano. Había ideas bellas, en ocasiones radiantes: hombro con hombro con él, ella se liberaba de sus miedos, se abría a sus amigos, se confiaba a su hermano Ali, buscaba y encontraba la cercanía con sus padres. Hannes asumía el papel de líder, era protector y mediador, su vínculo largamente esperado entre el interior y el exterior, el garante de la armonía, la clave de su felicidad.

Judith se imaginaba que era la interacción de los medicamentos lo que hacía posible esos acrobáticos saltos conceptuales hacia el lado seguro. Con el fin de conservar por más tiempo la nueva sensación de protección, aumentaba la dosis de las tres pastillas (cosa que Jessica Reimann le tenía terminantemente prohibido) y se sumía en estados de éxtasis. A veces dichos estados iban acompañados de ataques de nostalgia de Hannes, durante los cuales no había nada que deseara con más urgencia que tenerlo de vuelta en su vida.

Una vez que remitía el efecto, lo cual solía ocurrir entre la medianoche y el amanecer, no sólo se encontraba de nuevo sola del otro lado, aislada de toda la gente que le importaba, incapaz de acercarse ni un ápice a ellos. También volvía a tener a su enemigo en la sombra, Hannes, el causante de todos los males, el agente de su enfermedad. Le avergonzaba haberse sentido cerca de aquel hombre, haberlo incluso añorado. Y se asombraba de sus ataques de ingenua confianza y sumisión servil.

Pero esos estados de resaca también tenían puntos de quiebre, en los que se sorprendía a sí misma tomando la dirección equivocada, siguiendo un camino que la alejaba de todos los que la querían bien y desembocaba en el callejón sin salida del aislamiento. Entonces recordaba la advertencia de la psiquiatra. Judith estaba a punto de poner rumbo a la isla de las eternas personas una de cada cien con tozudez, obstinación, desconfianza y hostilidad. Para evitarlo, se tomaba otra pastilla y comenzaba el próximo viaje en la montaña rusa de sus neuronas.

2.

En la tienda, Bianca le tenía preparada otra sorpresa. Basti estaba sentado en la silla de oficina de Judith, con papel y bolígrafo en el regazo, y hacía girar, cohibido, la bolita que tenía por encima del labio.

—Estamos sobre la pista de su ex —dijo Bianca. Aquello sonaba a bocadillo de un cómic satírico de detectives—. Seguro que usted creía que lo habíamos olvidado, pero tan sólo queríamos dejarla que recupere fuerzas, ¿verdad, Basti?

Él se encogió de hombros, luego se decidió a asentir con la cabeza. Ella le acarició el cabello rojo con las yemas de los dedos y le dio un sonoro beso en la frente.

A continuación, presentaron su primer informe sin que nadie se lo pidiera: en primer lugar, habían tratado de vigilar a Hannes cuando entraba y salía del estudio de arquitectura.

—Pero él nunca aparecía por allí, daba igual a qué hora fuera Basti —explicó Bianca. Conclusión—: Trabaja en otra parte o en casa, está de baja por enfermedad o de vacaciones.

Basti echó una ojeada a sus notas, levantó un dedo índice torcido y murmuró:

—O sin trabajo.

Durante ocho días hábiles, después del trabajo Basti había aparcado su coche en la Nisslgasse, frente a la casa de Hannes, y, junto con Bianca, había fijado su atención en la entrada.

—Siempre se lo podía ver por allí, yo misma pude localizar el objeto con mis propios ojos —dijo Bianca.

Judith: —Identificar al sujeto.

Bianca: —¿Qué?

Judith: —Querrás decir que lo reconociste.

Bianca: —Pues claro, estoy supersegura, era su Hannes, o sea, su ex, no hay nadie más en el mundo que se mueva como él.

Sin embargo, su aspecto era poco sospechoso, se enteró Judith. Hannes nunca llegaba ni salía acompañado, siempre estaba solo. Nunca parecía ajetreado o nervioso. Una vez le sujetó la puerta a una anciana, otra vez saludó a una joven pareja en la entrada. Por lo visto, su ropa era tan poco llamativa que ni siquiera Bianca tenía algo que decir al respecto.

Otras observaciones: hubo días en que entró y salió de la casa varias veces seguidas, con breves intervalos… y nunca con las manos vacías. A veces llevaba un portafolio bajo el brazo y luego un maletín negro, a veces una mochila deportiva violeta a la espalda, a veces bolsas de la compra que se bamboleaban en sus manos, y una vez salió de la casa cargando al hombro un objeto grande, envuelto en papel, muy pesado, según podía verse por sus gestos de esfuerzo.

De momento no se sabía a qué hora salía de la casa por última vez, ni si a veces pasaba la noche fuera.

—Pero pronto lo averiguaremos —dijo Bianca—, si es que usted quiere que sigamos. ¿Quiere, jefa? Para nosotros sería divertido.

Tras un breve titubeo y con la condición de que no exageraran, Judith accedió. No quería estropearles su primer proyecto de investigación conjunto.

3.

Cuando tuvo en sus manos la carta de Hannes, ella se encontraba en una etapa buena, conciliadora. Aquél era el primer mensaje que él le dirigía directamente a ella desde la retirada fantasmal en el verano. Ella interpretó como una buena señal que no le temblara la mano. Se apoyó en la estantería de la cocina, mordisqueó un cruasán y examinó la carta como si se tratara de un folleto publicitario de sistemas de sellado de ventanas. El texto de dos páginas estaba escrito e impreso en el ordenador, la fuente (Arial) y el tamaño (14) eran tan discretos como el membrete: Hannes Bergtaler, Nisslgasse 14/22, 1140 Viena.

«Querida Judith», a continuación venía una coma, en toda la carta no había un solo signo de exclamación. «Querida Judith, supe que estuviste en el hospital. Espero que ya estés mejor. La unidad que dirige el profesor Karl Webrecht, en la que al parecer te atendieron, goza de una excelente reputación. Estoy convencido de que allí estabas y estás en buenas manos». ¿Y estás?

«Hace dos semanas me dejaste un mensaje de voz que me dejó consternado.» ¿Ella le había dejado un mensaje en el buzón de voz? «Yo sé que en la época en que éramos novios, la mejor época de mi vida, hubo muchos contratiempos y cometí graves errores. Es sabido que el amor puede cegar. La consecuencia fue que te alejaste de mí. En mi infinito amor por ti, no quería admitirlo. He hecho cosas de las que ahora me arrepiento profundamente. Me entrometí en tu vida familiar cuando tú no me lo habías pedido, y tampoco fue oportuno ni agradable para ti. Quiero pedirte perdón por eso. En mi defensa, a lo sumo puedo alegar que en aquella época estaba muy agobiado, también con el trabajo, y al final incluso tuve que pasar un tiempo en el hospital con síndrome de burnout. Toqué fondo, no quería que te enteraras y te preocuparas, o peor aún, que tuvieses sentimientos de culpa.

»Pero poco a poco he logrado trazar la necesaria raya de separación entre tú y yo, para lo cual ha sido un factor importante recurrir a la ayuda terapéutica. Créeme, ha sido un proceso difícil, el túnel más largo y más profundo que me ha deparado la vida hasta ahora. Pero ya he salido, y la luz vuelve a brillar, débilmente, claro está, pero día a día se va haciendo un poco más fuerte. Judith, nunca más volveré a acercarme demasiado a ti, NUNCA MÁS DE LO QUE TÚ QUIERAS, te lo juro por lo que más quiero». Esto sí que es un buen comienzo, pensó Judith.

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