Mamá rio. Ali no dijo nada.
—Será niña —le dijo Hedi a Hannes. Y añadió—: El celeste lo guardaremos para vosotros.
La risa de mamá dio paso a la emoción. Ali no dijo nada. Hannes resplandecía de felicidad. Judith le quitó la mano de la rodilla con suavidad. Tenía que ir con urgencia al baño.
Por la noche llegaron los Winninger. Hacía mucho Judith había salido con Lukas, el mejor amigo de su hermano, un hombre simpático, sensible e inteligente. En aquel entonces él trabajaba en Alemania como comercial de una editorial…, por consiguiente había sido para ella lo contrario de Hannes: no estaba nunca. Sólo por Antonia, una estudiante de Filología inglesa de Linz que parecía su hermana gemela, él había dejado aquel trabajo y había aceptado un puesto en la biblioteca pública. Viktor ya tenía ocho años, y Sibylle, seis.
A pesar de la lluvia, Ali se fue al jardín con los niños a jugar al tiro con arco. Tal vez sólo quisiera lavarse un poco el pelo. Lukas distrajo a Judith de las bolas de cera y habló en confianza con ella de los viejos y nuevos tiempos, de los que posiblemente habían acabado demasiado pronto y comenzado demasiado tarde. El vino del sur de Burgenland era ideal para ello.
En un momento dado, Judith notó que había desaparecido la mano de su rodilla y, junto con ella, Hannes. Después de mucho buscar, lo encontró fuera, en el rincón más apartado del jardín, estoicamente sentado en una pila de leña, dejándose empapar por la lluvia.
Judith: —¿Qué haces?
Hannes: —Estoy pensando.
Él la miró de soslayo.
Judith: —¿En qué?
Hannes: —En ti.
Judith: —¿Y qué piensas?
Hannes: —En ti y en Lukas.
Judith: —¿En Lukas?
Hannes: —Crees que no me doy cuenta, ¿eh?
Él parecía hacer un esfuerzo para hablar en voz baja, las cuerdas vocales sonaban roncas.
Judith: —¿Qué dices?
Hannes: —Que él te mira.
Judith: —Se suele mirar cuando se habla, ¿no crees?
Hannes: —Según cómo.
Judith: —¡No, Hannes, por favor! Hace veinte años que conozco a Lukas. Somos viejos amigos. Hace mucho, mucho tiempo tuvimos…
—No quiero saber lo que hubo antes. Para mí lo que cuenta es lo que hay ahora. Me pones en ridículo delante de tu familia.
Ella se inclinó hacia él y lo miró fijamente a la cara. Él temblaba, las comisuras de su boca y de sus ojos se crispaban a porfía. Judith respiró hondo de manera ostensible y habló pausada y enfáticamente, como se hace al declarar principios.
—¡Basta, Hannes, así no! Esto es el colmo. Mi charla con Lukas ha sido de lo más normal. Si para ti eso es un problema, pues tienes un problema conmigo. Si hay algo que no soporto son esta clase de escenas, no las soporto desde la adolescencia, y no pienso acostumbrarme a los treinta y pico.
Hannes se quedó callado y ocultó la cara entre las manos.
—Ahora voy a entrar —dijo Judith—. Y te recomendaría que hicieras lo mismo. Está lloviendo.
—Espera un momento, amor —le gritó él cuando se iba—. Vamos juntos, por favor.
Su voz había vuelto a ser casi normal.
Los chillidos, los murmullos y las carcajadas provenientes del jardín despertaron a Judith a la mañana siguiente. A los pies de su cama de invitados estaba el saco de dormir azul vacío. Hannes debía de haberse acostado cuando ella ya estaba dormida y debía de haberse levantado antes de que ella se despertara. Junto a su almohada había una nota con un corazón asimétrico dibujado a lápiz y el siguiente mensaje: «Amor, no sé lo que me pasó ayer. Me comporté como un quinceañero. Te lo prometo: nunca más volverás a verme así. Perdóname, por favor. La única explicación que puedo darte es mi amor loco por ti. Tuyo, Hannes».
Fuera hacía sol. Ella vio a Hannes por la ventana, de magnífico humor, acosado por los niños. Levantaba algo con una mano y luego con la otra, y lo hacía girar en el aire. Lukas y Antonia estaban al lado y bromeaban con él. Cuando él vio a Judith, la saludó efusivamente con la mano.
En la terraza ya estaba servido el desayuno.
—Nos han regalado un duendecillo nocturno —le contó Hedi a Judith.
Todos los platos estaban lavados y guardados, y el suelo barrido. La cocina estaba irreconocible, hacía años que no estaba tan limpia. Hasta la costra del fogón, que parecía irreparable, de repente había desaparecido.
—¿Se puede alquilar a Hannes también entre semana? —preguntó Hedi.
Judith se esforzó por reír de manera cordial.
Hannes rechazó los cumplidos.
—Cuando no puedo dormir, prefiero volcarme en las tareas domésticas. Es una manía que tengo —dijo—. Y a preparar el desayuno me ha ayudado mamá.
La madre de Judith estaba sentada a su lado, por supuesto. Él le apoyó la mano en el hombro.
—¡Bah!, un par de tazas —dijo ella, y lo recompensó con una serie de miradas de diva.
Por la mañana, mientras Hannes correteaba con los niños, Judith consiguió arrancarle unas palabras a su callado hermano. Ali le contó que ahora le iban mejor los antidepresivos, que a veces realmente rebosaba de dinamismo. Le hacía muchísima ilusión el bebé y se había jurado ser el padre perfecto (también se lo había jurado a Hedi). Lo único que le faltaba era un trabajo regular. Con las fotos de paisajes no se ganaba nada. Por desgracia no había aprendido a hacer nada más, y en ese aspecto era mejor dejar las cosas como estaban.
—¿Y qué te parece Hannes? —preguntó Judith.
Ali: —Sabe arreglar la casa.
Judith: —¿Y qué más?
Ali: —Pues no sé, en cierto modo es terriblemente… terriblemente simpático.
Judith: —Sí, lo es.
Ali: —Y ya casi es de la familia.
Judith: —Todo ha sido superrápido. Alucinante.
Ali: —Tú estás distinta cuando estás con él.
Judith: —¿En qué sentido?
Ali: —En cierto modo sólo estás… a medias.
Judith: —Eso suena fatal.
Ali: —En fin, si tú lo quieres…
Judith guardó silencio, se hizo una pausa.
Ali: —¿Lo quieres?
Judith: —No lo sé.
Ali: —¿No se sabe siempre cuando se quiere?
Judith había temido la última parte del regreso a casa. A mamá ya la habían dejado. Hannes le había llevado el bolso hasta la puerta del piso. Seguro que ella se pondría a rellenar de inmediato el primer formulario de adopción.
—Oye, Hannes…
Judith debía decírselo ahora: no quería pasar la tarde ni la noche con él. Es más, necesitaba con urgencia unos días para ella. «Para ella» equivalía a «sin él». Quería volver a sentirse «completa», necesitaba recuperar su otra mitad. Sin aquella otra mitad era impensable estar con Hannes. Él la interrumpió:
—Amor, me he guardado la mala noticia para el final. Simplemente lo he aplazado, hoy ha sido un día tan bonito, tan armónico…, justo como yo quería. Tienes una familia tan maravillosa… Y tus amigos. Y los niños.
Parecía compungido.
Judith: —¿Qué mala noticia?
Hannes: —No podremos vernos por una semana.
Judith: —¿Una semana?
Por fortuna, su concentración en la carretera no admitía gestos emocionales.
Hannes: —Sí, lo sé, es espantoso, casi insoportable, pero…
Y luego explicó por qué el seminario de arquitectura en Leipzig no podía celebrarse sin él.
—Sí, lo comprendo. Entonces tienes que ir, no hay peros que valgan —dijo Judith, esforzándose por poner cara seria y valerosa.
—Quizá tampoco sea tan malo para nosotros —dijo él.
Ella le echó un vistazo. No había ningún dejo de cinismo en su voz.
Judith: —¿A qué te refieres?
Hannes: —Un poco de distancia. Para poner las cosas en orden. Para que volvamos a sentir nostalgia.
Judith: —¡Sí, Hannes, qué gran verdad!
A ella le costaba disimular su alegría.
Hannes: —Hasta el amor más grande necesita aire para desarrollarse.
Judith: —Sí, Hannes. Sabias palabras, muy sabias palabras.
Se merecía un beso. Ella giró a la derecha para aparcar.
—Pero esta noche duermes en casa —le dijo.
—Si me dejas… —contestó él.
Sus arrugas solares sonrieron.
Judith: —No es que te deje, es que debes.
Judith pudo observar cómo su segunda mitad volvía a insertarse con rapidez en la primera. Juntas vendían lámparas caras en cadena, sudaban a la hora del almuerzo en la clase de step-aerobic, husmeaban en librerías y tiendas de ropa después del trabajo, por la noche no se avergonzaban de ver James Bond y la versión alemana de
Operación Triunfo,
se alimentaban de pizza y döner kebab, brindaban con Chianti la una por la otra y estaban en paz entre ellas, entre ellas y con su equilibrada propietaria.
Judith se sorprendía de que Hannes llevara ya tres días sin dar señales de vida, pero ninguna de sus dos mitades podía decir que le disgustara aquel tiempo muerto forzoso con él. Sólo cuando estaba ya bajo las mantas, cuando cerraba los ojos y buceaba en su interior, un vértigo le subía del estómago a la cabeza, luego bajaba y le llegaba hasta los dedos de los pies, que de pronto se le enfriaban. Probablemente aún fuese demasiado débil para llamarlo nostalgia, pero todavía le quedaban unos días más para crecer.
El miércoles Judith tuvo que hablar en serio con su aprendiza.
—Bianca, la felicito por su respetable busto —dijo—, pero esto no es más que una tienda de lámparas, así que puede ponerse sujetador, si quiere.
—Ya, jefa, pero es que jo, aquí hace un calor que no veas —replicó Bianca aburrida.
Judith: —Créame, resulta usted mucho más interesante si no lo muestra todo.
Bianca: —Pues se ve que no sabe nada de hombres —hablando de hombres…—: ¿Por qué su novio ya no viene a la tienda?
Judith: —Está en un viaje de trabajo, en Leipzig.
Bianca: —Pero esta mañana estaba aquí.
Judith: —No, chica, imposible, Leipzig está en Alemania.
Bianca: —Jo, le digo que sí, de verdad. Ha pasado y no vea cómo ha mirado para dentro por el escaparate.
Judith: —No, Bianca, lo habrá confundido con otro.
Bianca: —Pues ese otro se le parecía un montón, jefa.
Judith: —Bueno, bueno. ¡Mire a ver si puede arreglarlo y mañana venga con sujetador!
Por la noche, Judith se encontró con Gerd y algunos de sus compañeros y compañeras del Instituto Gráfico, en el restaurante español de la Märzstraße.
—¿Dónde está Hannes? —preguntó él, en lugar de saludarla.
Judith: —En un viaje de trabajo, en Leipzig.
Gerd: —¡Ah, qué pena!
No lo dijo por cortesía, sino con sinceridad, y a Judith eso le molestó. Lo tomó como una pequeña afrenta para su segunda mitad, recién recuperada.
Cuatro horas después, cuando se despidieron, Gerd enmendó su error.
—Siempre eres especial —dijo—, pero hoy has estado especialmente especial, te has soltado mucho.
—Gracias —respondió Judith.
No habría sido por los temas de conversación (la contaminación, las madres, la plaga minadora del castaño de Indias, la reencarnación).
Judith: —Me he sentido muy a gusto en vuestra reunión, ha sido una noche estupenda.
Aún seguía teniendo una sonrisa de bienestar en los labios cuando cerró con llave el portal por dentro, subió al ático en el ascensor y buscó a tientas el botón rojo luminoso, que encendía la luz de la escalera. Entonces lanzó un grito agudo. El manojo de llaves se le cayó de la mano y fue a dar contra el suelo de piedra con gran estrépito, como si hubiese partido gruesas paredes de cristal. Alguien que estaba acurrucado delante de su puerta se puso de pie y se dirigió hacia ella. Judith quería huir, pedir socorro, pero el estado de shock en que se encontraba su cerebro paralizaba su cuerpo.
—Amor —susurró él con voz ronca.
—Hannes, ¿eres tú? —balbuceó ella, con un nudo en la garganta—. ¿Te has vuelto loco? —el corazón le martilleaba en el tórax—. ¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí?
Sólo entonces vio el enorme ramo de rosas rojas oscuras con que él la apuntaba, como si fuera un arma, con los tallos hacia delante.
Él: —Estaba esperándote. Llegas tarde, amor, muy tarde.
Ella: —¿Estás loco, Hannes? No puedes hacer esto. Me has dado un susto de muerte. ¿Por qué no estás en Leipzig? ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella respiraba con dificultad. Él dejó las flores en el suelo y le tendió los brazos abiertos. Ella retrocedió.
—¿Que qué estoy buscando? Te estoy buscando a ti, amor. Quería darte una sorpresa, no imaginaba que volverías tan tarde. ¿Por qué tienes que volver a casa tan tarde? ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué nos haces esto?
La voz le temblaba. La luz del pasillo le daba en la cara. Alrededor de sus ojos proliferaban profundas arrugas sombrías.
—¡Vete, por favor! —dijo ella.
Hannes: —¿Me estás echando?
Judith: —No puedo verte ahora. Necesito estar sola. Tengo que asimilar esto. ¡Así que vete, por favor!
Hannes: —Amor, lo has entendido todo mal. Puedo explicártelo. Yo quiero estar contigo, quiero estar siempre contigo. Yo te protejo. Somos una pareja. Déjame entrar. ¡Déjame explicártelo todo!
Judith sintió cómo poco a poco sus miembros se liberaban del shock, cómo la furia iba cobrando fuerza dentro de ella e impregnaba sus cuerdas vocales.
—¡Sal de esta casa ahora mismo, Hannes! —exclamó—. ¡Ahora mismo! ¿Me has entendido?
En el cuarto piso se abrió una puerta y alguien gritó:
—¡Silencio ahí arriba! ¡O llamo a la policía!
Hannes se sintió intimidado por la amenaza, de pronto parecía turbado:
—Y yo que pensaba que te alegrarías… —murmuró con un hilo de voz. Ya estaba junto al ascensor—. ¿Es que no me has echado de menos? —ella no contestó—. ¿No quieres al menos tus flores? Tienen sed. Necesitan agua. Llevan muchas, muchas horas esperando agua.
Tras una espantosa noche en vela, ella le mandó un SMS y le pidió que hablaran. A la hora del almuerzo se encontraron en el café Rainer. Él estaba sentado en la misma mesa que en la primera cita, pero esta vez en el banco rinconero. Ella escogió la incómoda silla que había enfrente. Hannes estaba pálido y ojeroso. Judith ya conocía su cara de avergonzado y arrepentido. Con ella se convertía en el alumno que ha de confesar un insuficiente en mates.
Él admitió que lo de Leipzig había sido mentira. No había ningún seminario de arquitectura. Había notado que el amor de ella no crecía tan deprisa como el suyo. Quería concederle una pausa, para que pudiera acortar distancias (como si el amor funcionara según las reglas de una carrera de velocidad). Dijo que además le venía de perillas, porque tenía cosas que hacer. Y sonrió satisfecho. Pronto ella sabría más al respecto.