«Una mujer como usted» era lo que había querido decir, «a una mujer así, la ves una vez», por ejemplo, cuando acabas de destrozarle el talón en la sección de los quesos, «la ves una vez y ya no se te quita de la cabeza, y mucho menos del cuerpo», había querido decir. Pues no deja de ser bonito, muy bonito, pensó Judith.
Quería dejar ya de pensar en eso, porque no tenía veinte años, porque conocía a los hombres y ya no estaba dispuesta a dejar de pluralizar con tanta facilidad, y porque, ¡por Dios!, tenía cosas más importantes que hacer, ahora mismo iba a descalcificar la cafetera eléctrica. Pero antes pensó —sólo un momento— en cómo él había subrayado el «usted», el «usted» de «La verdad es que a USTED no debería sorprenderle». ¿Era el «usted» de «una mujer como usted»? ¿O había sonado más específico y deliberado, como «usted» en el sentido de: «USTED. USTED. ¡SÍ, USTED! Únicamente USTED»? En ese caso era probable que hubiese querido decir: «A todas las mujeres del mundo debería sorprenderles, a todas menos a USTED, pues USTED, usted no sólo no es una mujer como las otras, no, usted es una mujer como ninguna otra. Y a USTED, a USTED, ¡SÍ, a USTED! Únicamente a USTED», había querido decir «la verdad es que no debería sorprenderle» que la haya reconocido. Pues no deja de ser bonito, muy, pero que muy bonito, pensó Judith. Aunque, por desgracia, no había vuelta que darle: sí que le había sorprendido que la reconociera. Y de eso se trataba. Y por eso se puso a descalcificar la cafetera.
Al día siguiente, tan sólo se acordó de él en una ocasión, a la fuerza. De improviso, Bianca dijo:
—He notado una cosa, jefa.
Judith: —¿No me diga? Estoy intrigada.
Bianca: —Usted a ese hombre le mola.
Judith, y eso fue alto teatro: —¿A qué hombre?
Bianca: —Ya sabe, el alto, el que tiene el despacho aquí cerca, el que vino a darle los buenos días, jo, no vea cómo se la comía con los ojos.
Bianca balanceó la cabeza e hizo girar un par de veces sus hermosas pupilas oscuras.
Judith: —Qué va…, tonterías, son imaginaciones suyas.
Bianca: —¡Qué van a ser imaginaciones mías! ¡Le digo que está superenamorado de usted, jefa! ¿Es que no se entera?
Su tono fue fuerte e impertinente, pero Bianca podía permitirse hablarle así, precisamente porque no tenía idea de que podía permitírselo, lo hacía sin más. Judith apreciaba su sinceridad irreverente e impulsiva. Pero, desde luego, esta vez la chica se equivocaba por completo. ¡Qué le iba a molar ella a ese hombre! Vaya tontería… fantasías de aprendiza. Él no la conocía lo más mínimo, salvo el talón no sabía nada de ella, nada en absoluto.
El domingo celebraron el cuarenta cumpleaños de Gerd en el Iris, un bar poco iluminado, capaz de hacerlo parecer diez años más joven. Gerd era popular. De los cincuenta invitados vinieron ochenta. Veinte de ellos no querían prescindir del oxígeno y, por ese motivo, pese a su aprecio por Gerd, se trasladaron al Phoenix, el bar de al lado, que estaba casi vacío gracias al pianista que tocaba en vivo. Judith fue una de ellos.
Se mostró sumamente cariñoso un hombre del pasado, afortunadamente lejano, que se había vuelto insignificante. Se llamaba Jakob, lástima que ese bonito nombre quedara unido para siempre a su cara. En realidad, hacía mucho que con él estaba todo dicho (o callado). Al cabo de tres años de una relación interpersonal —en la que Judith nunca había pasado de estar interpuesta—, ella se había visto obligada a terminar. La razón: Jakob tenía una crisis persistente…, una crisis llamada Stefanie, con la que poco después se casó.
Pero de eso hacía ya seis años, por eso aquella noche de sábado, en el Phoenix, Jakob volvió a ser lo bastante objetivo para notar que no había labios más bonitos que los de Judith. Los mismos labios que enseguida preguntaron:
—¿Y qué tal está Stefanie?
Jakob: —¿Stefanie?
A él aquel nombre le pareció muy traído por los pelos en ese contexto.
Judith: —¿Por qué no está aquí?
Jakob: —Se ha quedado en casa, no le van mucho estas fiestas.
Por lo menos en casa no estaba sola, seguro que Felix (4) y Natascha (2) se encargaban de entretenerla. Judith insistió en ver fotos de los niños, las que todo papá más o menos declarado lleva en la cartera. Jakob se resistió un poco, pero finalmente le enseñó las fotos. Después se sintió lo bastante relajado para volver a casa.
Judith se disponía a sumarse a un grupo de intervención en crisis, fundado en el bar, para luchar contra el calentamiento global, cuando alguien le tocó el hombro por detrás, con un desagradable golpecito corto y preciso. Ella se dio la vuelta y se asustó. Era una cara que no encajaba en aquel sitio.
—Qué sorpresa —dijo el hombre de los plátanos.
Judith: —Ya.
Él: —Me he dicho: ¿será ella o no?
Judith: —Ya.
Eso quería decir que era ella. Y por eso se sintió pillada, con angustia e intensas palpitaciones. Ahora no había más remedio, tenía que hablar.
—¿Qué hace USTED aquí? Quiero decir, ¿qué lo trae por aquí? ¿Conoce a Gerd? ¿También está en la fiesta de cumpleaños? ¿Viene a menudo por aquí? ¿Es cliente habitual? ¿Toca el piano? ¿Es el nuevo pianista?
Algunas de estas preguntas las formuló, otras sólo las pensó. Por ejemplo: ¿Me ha visto entrar aquí? Y: ¿Sólo quería decirme buenas tardes?
No, él había venido con dos compañeras de trabajo, explicó. Estaban sentadas a unos metros, en una mesa redonda, iluminada por la luz amarilla de una enorme pantalla de los ochenta, demasiado baja. Él las señaló, ellas les hicieron señas con la mano, Judith las saludó con la cabeza. Ambas tenían el inconfundible aspecto de las compañeras de trabajo, imposible tener más aspecto de compañeras de trabajo que ellas. Probablemente fuera la reunión mensual de un despacho de asesoría fiscal, amenizada por la música ligera de un piano-bar.
El hombre de los plátanos se llamaba Hannes Berghofer, o Burghofer, o Burgtaler, o Bergmeier. Tenía la palma de la mano derecha grande y caliente, y una mirada tan penetrante que hasta los riñones de Judith la percibieron. Ella volvió a experimentar en las mejillas un calor que venía de dentro hacia fuera. Luego él dijo:
—Me alegro de verla tan a menudo. Parece como si de momento viviéramos al mismo ritmo —y luego preguntó—: ¿Quiere sentarse un rato con nosotros?
Judith lo sentía pero pasaba. Es que ahora mismo estaba a punto de cambiar de bar, porque al lado, en el Iris, estaba celebrándose la verdadera fiesta de cumpleaños de su amigo, bueno, de un conocido suyo, Gerd.
—Pero en otra ocasión, con mucho gusto —dijo ella, sea lo que fuese que tuviera en mente.
Hacía mucho tiempo que no era tan agresiva.
—Pues algún día podría invitarla a tomar un café —dijo entonces Berghofer, o Burghofer, o Burgtaler, o Bergmeier.
—Sí, por qué no —contestó Judith, pues ya no le importaba.
El calor había alcanzado la capa más superficial de sus mejillas. Ahora sí que debía marcharse.
Él: —Bueno, bueno.
Ella: —Ya.
Él: —Pues nada.
Ella: —Ya.
Él: —Y por lo que respecta al café, me paso en cualquier momento por su tienda, si le parece bien.
Ella: —Sí, hágalo.
Él: —Será un placer.
Ella: —Ya.
«En cualquier momento» fue a la mañana siguiente. Bianca gritó:
—¡Jefaaa, tiene visita!
Judith supo en el acto lo que eso significaba. Hannes de apellido con «Berg» o «Burg» se encontraba debajo de una de sus piezas más valiosas, la monstruosa araña ovalada de Barcelona, la que desde hacía quince años todos admiraban y nadie compraba.
—Espero no molestarla —dijo él.
Llevaba una chaqueta azul de punto, con botones marrones, y tenía el aspecto de alguien que cada noche se sienta frente a la chimenea, bebe té Earl Grey y con los dedos de los pies masajea el denso pelaje de un San Bernardo macho con exceso de peso, mientras los niños corretean a su alrededor y se limpian los dedos sucios de plátano en el sofá.
Judith: —No, usted no molesta.
Le disgustaba estar tan nerviosa, no había ningún motivo lógico para ello, de verdad que no. Aquel hombre le resultaba simpático, pero en apariencia nada interesante, y ella no solía pensar en lo que estaba en el fondo cuando de hombres se trataba. No era en absoluto su tipo, aunque debía admitir que de todos modos ya no necesitaba conocer hombres de ningún tipo, pues si conoces uno, los conoces todos.
No sabía exactamente en qué residía el atractivo del señor Hannes de apellido con «Berg» o «Burg», tal vez fuera sólo la dinámica con que sabía orientar el azar hacia ella, la manera inesperada en que aparecía, siempre mucho antes de lo que cabía esperar, y la perseverancia con que se acercaba a ella, como si para él no hubiese nada ni nadie más en el mundo, sólo ella.
Pero, por favor, que no le viniera ahora con lo de ir a tomar un café, de verdad que sería demasiado pronto, ella pensaría que era un pesado y tendría que rechazarlo de inmediato, con toda claridad. No le apetecía ser el primer refugio para un padre de familia tal vez un poco necesitado sexualmente, cuya mujer entretanto está en casa haciendo chalecos azules de punto y cosiéndoles botones marrones.
Él: —No quiero ser pesado, de verdad.
Ella: —Pero no, si no lo es.
Él: —Es que desde anoche no se me quita de la cabeza.
Ella: —¿Qué cosa?
Él: —Usted, para ser sincero.
Por lo menos es sincero, pensó ella.
Él: —Me gustaría muchísimo invitarla a tomar un café y charlar un poco con usted, nada más. ¿Tiene algún plan para hoy después de cerrar la tienda?
—¿Después de cerrar la tienda? —preguntó Judith, como si se tratara del momento más absurdo que hubiera oído en su vida.
Ella: —Sí, lo siento, ya tengo planes.
Pero él la miró tan triste, dejó caer los hombros tan abatido, suspiró tan hondo, parecía tan dolido… como un niño pequeño al que le han quitado la pelota.
Ella: —Aunque quizás podría dejarlo para un poco más tarde. Un café rápido, después de cerrar… de alguna manera me haré tiempo —para mayor seguridad volvió a mirar el reloj—. Pues sí, yo creo que se podrá arreglar.
—Qué bien, qué bien —replicó él.
Sí, había que admitir que era un placer verlo desplegar aquella sonrisa, es más, ser la productora de todas esas arruguillas que, reflejadas por la luz de su araña predilecta de Cataluña, se posaron alrededor de sus ojos como rayos de sol.
Se encontraron en el Rainer, el café donde almorzaba Judith, en la Märzstraße. Ella se presentó diez minutos antes de la hora acordada. Quería llegar primero sin falta, para escoger una mesa donde sentarse en sillas frente a frente y no tener que apretujarse en un rincón. Pero él ya estaba allí, en una silla incómoda, frente a un invitador banco rinconero, que de manera sutil le estaba destinado sólo a ella.
Estaba previsto que la cita durara una hora, tiempo que resultó demasiado escaso. Después se pasó a la prórroga, a la que siguieron unos minutos adicionales. Luego, Judith puso un fin táctico al encuentro. Su comentario final fue:
—Ha sido un auténtico placer charlar contigo, Hannes. Me gustaría que repitiéramos.
Quería grabarse el modo en que él la había mirado entonces, para poder evocarlo la próxima vez que no se gustara demasiado a sí misma. Y necesitaría tiempo para asimilar lo que él le había dicho en aquellos noventa minutos, en especial, lo que había dicho sobre ella. En todo caso esperaba con impaciencia el después, cuando estuviera sola en casa, sin que nadie la estorbara, consigo misma y con sus ideas acerca de un agradable redescubrimiento, un hombre que la había puesto en un pedestal ricamente decorado, visto con los mejores ojos. Hacía mucho que no estaba tan alto. Quería quedarse al menos unas horas en aquel sitio, hasta que la vida cotidiana la hiciera bajar a la realidad.
En la bañera, recapituló: él reformaba farmacias y, cuando no era posible reformarlas, las reconstruía, por lo menos hacía los planos. Era arquitecto. Tenía cuarenta y dos años. Nunca había ido al dentista, la dentadura perfecta le venía de su abuela, bueno, la dentadura no, la predisposición para ella.
Como queda dicho, tenía cuarenta y dos años, y estaba soltero, no de nuevo, sino todavía, esto es: nunca se había casado y por eso tampoco se había separado. No estaba obligado a mantener a nadie, lo cual quería decir que no tenía hijos, ni niños pequeños ni bebés, de ningún matrimonio anterior. «Y entonces ¿para quién era ese montón de plátanos? ¿Te los comes todos tú?», le había preguntado ella. Él se había estremecido por un instante. (¿Lo habría ofendido, habría sido demasiado indiscreta, tendría una manía por los plátanos?). Pero luego había hecho centellear la dentadura de la abuela y había dejado las cosas claras: los plátanos eran para su vecina inválida, viuda con tres hijos. Él le hacía la compra una vez a la semana. Había dicho que lo hacía gratis, sin obtener nada a cambio, sin más, porque a él también le gustaba tener vecinos que lo ayudaran cuando se encontraba mal.
Como queda dicho, tenía cuarenta y dos años, y definitivamente se llamaba Hannes Bergtaler.
—Bergtaler —dijo Judith, soplando en la espuma de baño.
¿Qué pensar de un reformador de farmacias soltero, en la tercera mejor edad, que lleva sus altibajos ya en el nombre?
[1]
¿No era en realidad indicio de una personalidad equilibrada? ¿Sería por eso que a primera vista parecía un poco aburrido? ¿Era aburrido, pues? ¿Se había aburrido con él? Ni un instante, pensó. Lo cual hablaba bien de la calidad de los instantes que acababa de pasar con él, y, sin ninguna duda, también de él, de Hannes Bergtaler, el reformador de farmacias soltero que llevaba en la boca la magnífica dentadura de su abuela.
Bueno, y ahora por orden: cuando él le pisó el talón y vio su cara, por lo visto hubo dos punzadas, una la sintió ella en el talón, la otra parece ser que le llegó a él hasta la médula. «Te vi, Judith, y me quedé de piedra», había dicho. Es verdad que «de piedra» no era precisamente la metáfora favorita de Judith, pues las piedras siempre tienen algo de frío y antierótico, pero tal como él lo había dicho mientras la miraba pestañeando, con todas esas arruguillas que parecían rayos de sol, bajo una bombilla opaca de sesenta vatios, en el café Rainer, no dejaba de ser bonito, sí, muy bonito.
«Y luego, simplemente, ya no he podido olvidarte», recordó que había dicho. «Simplemente, ya no he podido olvidarte» era… pues claro, un cumplido, un agradable cumplido. Judith echó un poco más de agua caliente en la bañera, porque el cumplido era francamente agradable.