El sueño de Hannes quedó en nada, pero a las tres de la tarde Judith estaba espabilada y hambrienta, y pidió una cuatro estaciones a domicilio. El repartidor le entregó también un gigantesco ramo de flores.
—Por desgracia no es mío, estaba en el felpudo —dijo.
Eran veinticinco rosas rojo oscuro. En el papel había una nota pegada. Judith la abrió y leyó: «Para la mujer más maravillosa que jamás he llevado hasta la puerta de su casa sin que ella lo note. Con cariño, Hannes».
Ahora fue Judith la que se quedó como quien dice de piedra, decidió recuperar la noche perdida, fue llamando a uno tras otro y obtuvo las siguientes opiniones e impresiones sobre Hannes Bergtaler.
Ilse: Un hombre atractivo. Parece muy natural. Cabeza grande. Sonrisa de anuncio. El favorito de todas las suegras. En moda, más bien conservador. El pelo cepillo no es lo que más le favorece. Fiel a sus principios. Un poco maniático, pero no inhibido. Sabe mirar profundamente a los ojos a una mujer. Sabe escuchar. Le gustan los niños. Se interesó con todo detalle por Mimi y Billi. Hasta les trajo algo. Es de lo más tierno. Un osito de peluche. Y lo principal:
—Está locamente enamorado de ti.
Judith: —¿De verdad?
¡Ah, cómo le gustaba oír eso!
—Sí, en serio, no hacía otra cosa que ponerte por las nubes.
Roland: Un auténtico hombre carismático. Digno de toda confianza. No hay malicia en él. Abierto y cordial con todos. Muy elocuente. Gran capacidad de persuasión. Contó muchas cosas interesantes sobre arquitectura. Y…
—No te quitaba los ojos de encima.
Judith: —¿De verdad?
Roland: —Está loco por ti.
Judith: —¿Loco?
Roland: —Totalmente.
Valentin: Un sentimental. En verdad un hombre atípico. No muy desenvuelto. Nada fanfarrón. Más bien blando.
Judith: —¿Blando?
Valentin: —No, en realidad, blando no. Sabe muy bien lo que quiere.
Judith: —¿Sí?
Valentin: —Le gustas tú.
Judith: —Sí, lo sé.
Valentin: —Y cómo.
Lara: —Me miraba siempre de aquella manera.
Judith: —¿Cómo?
Lara: —Tan amable, tan confiado, como un hermano mayor, como si nos conociéramos de toda la vida. Y a Valentin le dijo que le parecía bonito que dos personas estuvieran tan unidas y lo demostraran. Y que estaba muy contento de habernos conocido. Y que si tú siempre bebías tanto. Y que un día quería invitarnos a su casa. Y que eras la mujer de sus sueños.
Judith: —¿La mujer de sus sueños?
Lara: —Sí, eso fue lo que dijo, textualmente. ¿Y cómo besa?
Judith: —¿Perdón?
Lara: —¿Besa bien?
Judith: —¡Ah, besar! Pues claro. Bien. Muy bien.
Probablemente muy bien.
El viernes siguiente de una semana de trabajo que había constado de ocho encuentros breves con Hannes (tres tazas de café, dos de té, dos copas de vino Prosecco, un vaso de Campari con naranja, miles de piropos) fue el día más caluroso del año hasta la fecha, con veintiocho grados. Haciendo un gran esfuerzo mental, Judith había logrado que llegaran las seis de la tarde. Se dio una ducha fría y por primera vez desde Carlo, es decir, desde hacía poco menos de seis meses, pensó qué ropa interior ponerse. Sin embargo, se pilló a sí misma pensándolo y se odió por eso. No, en realidad odió a Carlo por las muchas noches perdidas, de sí misma se avergonzó por sus ocasionales recaídas en la sumisión. En cualquier caso, todos los modelos hechos para los ojos de Carlo quedaron descartados, y el elegido fue uno de los conjuntos Wellness blancos, que Judith siempre escogía para su ginecólogo, el doctor Blechmüller.
Como siempre, se maquilló discretamente sus ojos castaños, a causa de los cuales solían confundirla con un cervatillo. Sus labios recibieron una fina capa de bálsamo de miel de lavanda con brillo rojizo. Se revolvió con el secador el pelo rubio natural (bien mirado, ¿por qué «rubio natural»?, ¿acaso la naturaleza es rubia?), hasta que por fin el peinado pareció definitivamente revuelto. «Desenfadado», lo llaman en las revistas especializadas de peluquería. Los vaqueros y la camiseta llevaban dos días preparados para la ocasión. Con su elegante chaqueta negra nueva y los chulos botines con cordones quería enseñarle a Hannes lo que puede llegar a ser la moda cuando no se la deja a merced del azar o de las liquidaciones.
—Despampanante —le susurró al espejo hasta empañarlo.
Seguro que Hannes se quedaría de piedra.
Había quedado con él para cenar: era como quien dice su primera noche de a dos. En la Schwarzspanierstraße habían abierto un nuevo restaurante vietnamita. A lo mejor expresamente para ellos dos. Hannes había hecho la reserva para las ocho. Judith llegó trece minutos contados tarde, sin duda los más largos del día. La hicieron pasar al patio ajardinado. Hannes se levantó de la mesa de un salto y se puso a agitar frenéticamente los brazos cuando la vio. Los demás clientes se volvieron hacia ella para ver qué había que hacer para exasperar de tal manera a un hombre en un refugio de calma asiática meditativa.
Esta vez Judith no estaba nada nerviosa. Habló de su infancia en la tienda de lámparas, de sus vacaciones en autostop con su hermano Ali en Camboya y de sus traumáticas experiencias con curanderos vudú de la macumba brasileña. Entretanto, con la misma velocidad y resolución con que hablaba comió un menú de tres platos, bebió cola y té verde y se dejó comer con los ojos por Hannes, que hurgaba en un arroz seco sin apetito y no le quitaba la vista de encima.
Además de los ya clásicos cumplidos, que no dejaban de lado casi ninguno de los rasgos de su cara, las partes de su cuerpo y sus valores internos, a Judith le halagaba la cálida lluvia de miradas de Hannes, que caía sobre sus labios en cuanto ella los abría para decir algo, por intrascendente que fuese. Por ella podrían haber seguido así horas y horas.
Pero de golpe, con un movimiento brusco e inesperado, él le cogió la mano, la atrajo hasta el centro de la mesa y la encerró entre sus dedos gigantes, produciéndole una sensación extraña. De repente, su mirada se volvió seria y ardiente como nunca. Y en un tono totalmente diferente y mucho más grave del que emplean los recién enamorados en la primera cita para contarse las pequeñas e inofensivas historias de sus vidas, dijo:
—Judith, eres la mujer que siempre he esperado. Quiero darte todo mi amor.
Como no era una pregunta, Judith no supo qué contestar. De modo que se limitó a señalar:
—Eres muy amable conmigo, Hannes. No acabo de comprenderlo.
A ella le habría gustado volver a poner su mano junto a la taza de té. Pero Hannes aún no había terminado. En particular el anular de Judith se sentía aprisionado, notó que algo se deslizaba lentamente por él, pero no disponía de ninguna libertad de movimiento para sacudírselo a tiempo. Luego, Hannes le soltó la mano, y ella pudo contemplar con asombro el cambio operado en su dedo. No lo hizo con mucha naturalidad, había visto esa clase de escenas en demasiadas películas. Y se atuvo a las palabras de rigor para la ocasión.
—¿Estás loco, Hannes? ¿Cómo se te ocurre? Faltan cinco meses para mi cumpleaños —tampoco omitió—: No puedo aceptarlo.
—Considéralo un pequeño recuerdo de nuestra primera época —dijo Hannes. Ella asintió con la cabeza—. ¿Te gusta?
—Sí, claro, es precioso —replicó Judith.
Aquélla fue la primera mentira que le dijo a Hannes en su radiante cara.
Para soportar el anillo, ella propuso ir a otro sitio, al Triangel, un bar detrás del Votivpark. (Allí había estado un par de veces con Carlo. Hannes tenía todas las posibilidades de hacerlo mejor). La escasa luz de los focos amarillos y rojos del techo refractaba en las paredes de vidrio opalino y delineaba suavemente los rostros de los clientes en la penumbra. Las personas se transformaban allí en figuras idealizadas sin contorno, que apenas se distinguían unas de otras. Cuando Carlo le insistía en el Triangel en que se acercara un pasito más (pasitos que llevaban directamente a la cama), ella por lo general cedía y aceptaba.
Hannes no era el tipo de hombres que pueden sacar provecho del aura de un bar creado con fines de seducción. Eso era algo que ella valoraba muchísimo, hasta lo encontraba atractivo. De todos modos, él había logrado pasarle el brazo por el hombro y la sujetaba como un gran protector. Así estaban en la barra, como una pareja folclórica perdida, contándose detalles intrascendentes de su vida.
Al fin, Judith necesitó dos bebidas un poco más fuertes para plantearle de una buena vez la pregunta:
—¿Y qué tal un beso?
Al mismo tiempo le clavó la mirada, invitadora, en las pupilas de sus desorbitados ojos, sabiendo que en ese momento debía de estar despampanante. Ella en su lugar, por ejemplo, se habría besado en el acto. Él por lo menos dijo que sí, sin pensárselo dos veces.
—Pero no aquí ni ahora —añadió, para gran sorpresa de Judith.
—Entonces ¿dónde y cuándo? —preguntó ella.
Hannes: —En mi casa.
(Sin indicar la hora).
Judith: —¿En tu casa?
Ella pasó la yema del pulgar por la superficie cuadrada del anillo nuevo. Detestaba el ámbar. Tal vez su casa entera junto con todos sus muebles fuesen de ámbar.
—No, en la mía —dijo, sorprendida por su propio tono perentorio.
—De acuerdo, luego vamos a tu casa —replicó Hannes con gran rapidez, y sonrió con todas sus arruguillas que parecían rayos de sol, suavizadas y matizadas.
Por lo visto, para él «luego» significa «ahora mismo», pensó Judith mientras Hannes se disponía a pagar.
Ella había descubierto en una tienda de antigüedades de Rotterdam la lámpara de pie que estaba al lado de su sofá ocre. Las tulipas móviles pendían como flores de codeso de un grueso tallo arqueado. La fuente de luz se derramaba y se agotaba en sí misma. La habitación sólo recibía de ella lo imprescindible.
Judith había tardado mucho tiempo en orientar las pantallas en el ángulo óptimo entre ellas. Ahora la lámpara conseguía que hasta los ojos más cansados resplandecieran, los rostros más apagados se iluminaran, las personas más tristes rieran. Si Judith hubiese sido psicoterapeuta, habría hecho sentar allí a sus pacientes en silencio tan sólo unos minutos y luego les habría preguntado qué problemas tenían o si aún recordaban cuáles eran.
Judith era tan sensible a las luces conocidas y sus efectos que era capaz de percibirlos incluso con los ojos cerrados, como ahora, para la solemne ceremonia de su primer beso con Hannes. ¿Cómo había preguntado Lara por teléfono? «¿Besa bien?…». ¿Bien? ¿Besarlo a él? Ella le había tocado los labios con los dedos, él le había puesto la mano en la nuca y le había atraído la cabeza hacia sí con suavidad. Luego, Judith lo sintió en varias partes al mismo tiempo, repartido por todo su cuerpo. Con sus piernas, él le sujetó las suyas en tenaza. Con su hombro derecho le oprimió el torso. Le rozó las caderas con sus codos. Sus brazos le ciñeron la estrecha cintura cuan largos eran y siguieron deslizándose hacia arriba. Sus manos le tomaron el cuello por ambos lados y le inmovilizaron la cabeza. Judith se encontraba completamente trabada cuando los labios de él iniciaron el aterrizaje en su boca como las ruedas de un aeroplano de varias toneladas sobre el asfalto blando. Se balancearon un par de veces, luego se dejaron caer y succionaron con fuerza. Judith abrió los labios y dejó en libertad su lengua, que fue sacudida sin control, de un lado a otro, como en el centrifugado final de un ciclo de lavado completo.
Un puño logró soltarse y le dio un golpecito en la nuca. Él aflojó la presión de inmediato.
—¡Eh, no tan fuerte, que me vas a ahogar! —se quejó ella.
—Perdona, mi amor —le susurró Hannes al oído con un hilo de voz.
Sólo entonces ella abrió los ojos. Su aspecto la tranquilizó. Parecía compungido, como un escolar torpe que otra vez ha vuelto a hacerlo todo mal.
—¿Siempre das besos tan ardientes? —le preguntó ella.
—No, es que…, es que…, es que… —necesitó tres intentos—. Es que te amo tanto que no sé qué hacer —replicó con un deje patético.
Vale, el argumento era aceptable.
—Pero no por eso tienes que devorarme entera —dijo ella con ternura.
Él sonrió abochornado, sus ojos resplandecían bajo la luz del codeso.
Judith: —Tienes que tratarme con delicadeza, soy de porcelana.
Ella le tocó la punta de la nariz con el dedo índice. Él le apoyó las manos suavemente en las mejillas.
Ella: —¿Por qué tiemblas?
Él: —Te deseo mucho.
Ella: —¿Quieres hacer el amor conmigo?
Él: —Sí.
Ella: —Entonces hazlo.
Él: —Sí.
Ella: —Pero con la luz encendida.
Junio empezó cálido y seco. La luz del sol era blanca como si saliera de un tubo cósmico de neón. Hacían falta gafas de sol para seguir distinguiendo los colores. El arbolito de hibisco de la azotea se había desprendido de sus últimas flores rojas. En cambio, el enorme ficus benjamina que había traído Hannes no paraba de sacar brotes. Judith pensaba dejarlo hasta el otoño, lamentablemente después tendría que podarlo.
Estaba sentada en la escalera de piedra, cerró los ojos e intentó desentrañar algún mensaje en las pizarras amarillentas en que el sol había transformado sus párpados cerrados. Era exigente, esperaba comprender de una vez qué había ocurrido con ella en las últimas semanas, por qué estaba ahí sentada, cómo estaba. Y bien, ¿cómo estaba?
¿Quería un hombre? (Ya no en términos absolutos.) ¿Uno «para toda la vida»? (Sólo en términos relativos.) ¿No había pasado ya por todas las categorías? (Unas semanas atrás aún habría dicho que sí.) ¿No estaba bien consigo misma? (Claro que sí, la mayor parte del tiempo. Sólo cuando estaba borracha era dos o tres a la vez.) ¿No lo había controlado todo? (Claro que sí, a veces, más bien los días laborables, y sobre todo las lámparas).
A ver: hacía poco menos de tres meses había conocido a alguien. Decir «alguien» era minimizar al máximo las cosas. ¡Había conocido a Hannes Bergtaler! Un arquitecto, que ahora mismo se dedicaba a proyectar su futuro juntos. La estructura estaba terminada. Si fuera por él, podían mudarse a vivir juntos al día siguiente.
Aquel hombre tenía una capacidad de amar excepcional, sobredimensionada, impresionante. Amaba y amaba y amaba y amaba. ¿Y a quién amaba? A ella. ¿Cuánto? Muchísimo. «Más que a nada» era sólo una mínima fracción.