Ella: —Ahora no tengo ningún amigo, quiero decir, ninguno que esté en la puerta y llame de semejante manera.
Ella oyó el crujido del suelo bajo los pies de Chris, se tapó la cabeza con la manta y esperó a que volviera.
—Nadie —dijo Chris, aburrido—: Así que seguro que era un vecino frustrado.
Él volvió a deslizarse a su lado bajo la manta y se apretó contra ella. Al tacto, era ahora como la estatua romana de bronce. Ella estaba fría por dentro y por fuera. Le detuvo la mano a la altura del muslo y le preguntó si como excepción podía quedarse a pasar la noche. Aquello, dicho en ese tono amargo, era todo menos una propuesta erótica y, como es natural, él se dio cuenta.
Él: —Es complicado, Judith. Tengo que madrugar.
Ella: —No hay problema, te pongo el despertador a las seis. ¿Las seis es tarde? ¿Las cinco?
—Oye, Judith, no me entiendas mal, nos conocemos…
—Te entiendo bien. Pero entiéndeme tú también a mí, por favor. Esta noche no puedo estar sola. No puedo. ¡De-verdad-que-no-puedo!
Él la miró perplejo. En las películas, la gente como ella un minuto después sufría un ataque de nervios. ¿Cómo les iba a explicar aquel fenómeno a sus amigos pescadores?
Más por vergüenza que por cálculo, ella comenzó a hacerle caricias, primero leves, luego más firmes y constantes. Lo hizo tan bien que, en esas zonas del cuerpo donde se toman las auténticas decisiones volitivas masculinas, él pronto sintió que a pesar de todo habría sido una pena marcharse en ese momento.
—¿Vamos al dormitorio? —susurró ella.
—Está bien, vamos —repuso él.
Chris poseía la masculina capacidad de quedarse dormido tres segundos después de un orgasmo y de acompañar con ronquidos aquella transición operada en un instante. Por suerte, los ronquidos pronto fueron disminuyendo hasta convertirse en una respiración sosegada. Judith, que estaba de espaldas, le apartó la mano inerte del pecho y se la colocó sobre el abdomen. De ese modo, el brazo de él haría las veces de cinturón de seguridad y la protegería hasta la madrugada.
Se concentró en pensar en cualquier cosa menos en Hannes, en la persona que estaba en la puerta y había hecho saltar la alarma. En algún momento debieron de cerrársele los ojos. Cuando tomó conciencia de ello, había vuelto aquel extraño tapiz sonoro, que parecía producido por chapas vibrantes. A continuación se oyeron susurros seguidos de siseos, al igual que la noche anterior. Y luego la voz inconfundible repitió las primeras palabras de su encuentro en el supermercado, esta vez en un tono muy suave, sólo audible para Judith, destinado exclusivamente a ella: «Este gentío, este gentío, este gentío». Ella se quedó quieta, inmóvil, respirando despacio. Sabía cuáles serían las próximas palabras. Estaba orgullosa de que él ya no pudiera engañarla, de haberle descubierto el juego.
Mientras escuchaba, movía los labios con aire burlón: «Disculpas de nuevo por el pisotón, disculpas de nuevo por el pisotón, disculpas de nuevo por el pisotón». Sintió un cosquilleo en el pecho, notó que las comisuras de la boca se le arqueaban hacia arriba. Sintió una imperiosa necesidad de reír, apenas podía contenerse. ¿No era un juego divertido? ¿Dónde estaba Hannes? ¿Dónde se escondía? ¿Dónde había montado su cuartel general? Cada vez que creía verlo, las imágenes se desdibujaban. Cada vez que le echaba mano, él retrocedía.
Ella quería agarrarse la cabeza, que le retumbaba, secarse el sudor de la frente, pero tenía las manos entumecidas. Se oyó reír a sí misma por lo bajo. Trató de incorporarse. Pero estaba aplastada por un cuerpo extraño, que la sujetaba como una inmensa grapa. De repente entró en pánico. Hannes, a su lado, en la cama. ¿Dónde estaban? ¿En la habitación del hotel? ¿Aún en Venecia? ¿Aún en pareja? ¿Todavía no se ha enterado? ¿Todavía no lo sabe?
Trató de oponer resistencia con el vientre. Pero cuanto más se esforzaba, más pesado se volvía el objeto que tenía encima, le oprimía las entrañas, le bloqueaba las vías respiratorias. Ella jadeaba, resoplaba, sentía que se le calentaban las sienes. Tenía que actuar ahora mismo, antes de que la viga la aplastara definitivamente. ¿Hannes? ¿Qué había dicho? ¿Cuáles eran sus próximas palabras?
«Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo». Ésa era su propia voz. Ella se sorprendió del volumen. El enorme peso que le presionaba el estómago empezó a elevarse, tomó impulso para golpear. Ella cogió el arma enemiga con las dos manos y se la llevó a la boca. Sintió una fuerte resistencia en los dientes, un sabor salado en la lengua.
—¡Ay! ¿Te has vuelto loca? —exclamó él—. ¿Qué haces?
Ahora ella estaba totalmente despierta. De un instante a otro se ejecutó un cambio de programa en su cabeza.
—Mierda —murmuró abochornada.
Encendió la luz. Chris estaba sangrando. A ella le dolía la mandíbula. Se levantó de un salto, corrió al baño, trajo una toalla húmeda, le envolvió el brazo.
Chris se puso en cuclillas en la cama, tenía la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas. Miraba de reojo a Judith con recelo.
—¿Se puede saber qué clase de persona eres? —dijo él, turbado.
¿Y se puede saber por qué le hacía tan terrible pregunta?
—Yo, yo, yo… habré tenido un mal sueño —dijo ella—. Lo siento muchísimo.
Él se quitó la toalla y contempló su herida. Le temblaba el brazo.
—Esto no es normal, Judith. Esto no es normal —dijo—. ¿¡Tú lo sabes, que esto no es normal!?
Ahora estaba enojado de verdad. Ella comenzó a sollozar en silencio.
—¿Haces esto a menudo? —la hostigó él.
—Habré tenido un mal sueño —repitió ella—. Un sueño muy, muy malo.
Él se levantó de repente, recogió sus cosas, empezó a vestirse a toda prisa, fue un momento al baño y luego se dirigió directamente al vestíbulo.
—Y un último buen consejo —le gritó antes de salir—: ¡nunca tengas un sueño muy, muy malo con un objeto pesado o punzante en la mano!
En la tienda, Bianca la recibió con las siguientes palabras:
—Pues no está usted muy bien maquillada que digamos, jefa. Tiene unas superbolsas debajo de los ojos.
Judith se echó en los brazos de su aprendiza y lloró.
—No se lo tome tan a pecho —dijo Bianca—, ya lo solucionaremos. En mi bolso tengo cinco sombras de ojos diferentes.
Judith le contó la aventura amorosa y su escalada violenta.
—Tampoco es para tanto —opinó Bianca—. Yo creo que a los hombres hasta les gusta que una sea un poco más dura con ellos.
Judith: —Yo no fui un poco más dura con él, casi le arranco el brazo de un mordisco.
Bianca rio.
—Tranquila, jefa. Llámelo y dígale: «Te prometo que la próxima vez que follemos, llevaré el bozal».
Ahora Judith se sentía bastante mejor.
Su verdadero problema superaría a Bianca, pero Judith necesitaba ponerlo en palabras para sí misma.
—Ese Hannes no se me quita de la cabeza. Voy de mal en peor. Creo que tengo auténticas alucinaciones. A veces estoy completamente segura de que él lo controla todo y sigue cada uno de mis pasos. Y a veces ya está tan dentro de mí que dudo que pueda ser él, quiero decir, él como persona. Me pregunto si no soy yo misma, que me lo imagino todo. ¿Entiendes?
Bianca vaciló un instante, la miró de arriba abajo y luego dijo:
—Usted, desequilibrada, creo que no está. Pero hay gente muy rara, que descuartiza cadáveres y luego, de una en una, a las partes…
—Vale, Bianca, gracias por dejarme desahogarme.
Judith se fue al despacho.
Bianca la siguió después de un rato. Tenía las mejillas rojas y hablaba en tono exaltado.
—¡Ya lo tengo, jefa! Para saber si está dentro o fuera —dijo, llevándose el dedo índice a la sien—, tenemos que seguirle la pista. Tenemos que ponernos al acecho, vigilarlo y esperar a que cometa un error. Y yo tengo una superidea: ya sé quién lo hará. La verdad es que era lo lógico… ¡el Basti!
Él ya había esperado varias veces a Bianca en la puerta. Esta vez, ella le hizo señas de que entrara.
—Jefa, permítame presentarle al Basti, mi novio —dijo en tono solemne, e hizo uno de sus famosos giros de pupilas.
Él tenía unos veinte años, era casi el doble de alto que ella, tieso como un mástil, y más o menos igual de comunicativo, tenía el pelo rojo y era cierto que trabajaba en el cuerpo de bomberos.
—Mucho gusto —dijo Judith.
—Igualmente —murmuró Basti, furioso, y se pasó la lengua por el piercing del labio superior.
—Basti está haciendo un curso de detective —explicó Bianca—. Después piensa especializarse en ladrones de móviles. A él le han robado ya tres veces el móvil —él la miró como si estuviera esperando la traducción de un intérprete—. Por eso he pensado que no le vendría mal un poco de práctica.
Para Judith la siguiente situación fue muy desagradable, ella parecía resultarle indiferente a Basti. Sin embargo, Bianca no estaba dispuesta a desistir de su plan por nada del mundo. Su novio se vio obligado a localizar a un tal Hannes Bergtaler, del cual por desgracia no había fotos, sino sólo una detallada descripción de su persona, a vigilar sus movimientos y tomar nota de lo que le llamara la atención. A modo de recompensa, Bianca le prometió acompañarlo a menudo después del trabajo y quedarse luego al menos media hora en el asiento del acompañante de su coche, tal vez incluso en algún aparcamiento solitario, expresamente buscado.
Por trabajos de limpieza del alcantarillado, la tienda de lámparas permaneció cerrada de jueves a lunes. El ambicioso objetivo de Judith era llegar ilesa al domingo, día en que Lukas le había avisado que vendría a tomar un café y una merienda (por cierto, por primera vez con «la familia», cosa que a ella le molestaba un poco). Su propósito fracasó la primera noche. Por desgracia, volvió a pasarla en vela pese a las pastillas. En vano había esperado los ruidos ahora familiares y la voz, con su estereotipada secuencia de palabras. Por la mañana estaba muerta de cansancio y completamente deprimida. ¿Es que ya no hablaba con ella el muy cobarde, ahora que poco a poco empezaba a adaptarse a su omnipresencia nocturna?
Aunque hacía tiempo que había borrado el número del móvil de él, conservaba en la memoria una pizarra decorada con rosas amarillas, donde estaban las cifras bien legibles. Por un buen rato nadie contestó, pero al fin él pronunció su nombre en el saludo del buzón de voz. Puesto que no tenía nada mejor que hacer, que estaba demasiado alterada para comer y demasiado débil para dormir, y que aún faltaban ciento veinte horas para que llegara Lukas, ella se puso a llamar cada dos minutos, esperando con creciente tensión el invariable saludo: «Éste es el contestador automático de…» —y entonces venía su voz—: «… Hannes Bergtaler». Algunas veces no podía evitar soltar sonoras carcajadas, luego volvía a temblar de rabia. Y por fin le dejó un mensaje, no, no se lo dejó, se lo gritó:
—¡Hola, soy yo! Sólo quería decirte una cosa: a mí nadie me toma por tonta. Sé muy bien que estás cerca y me vigilas. Pero ¿quieres que te diga algo? Ya no me molesta. Ya no puedes meterme miedo. ¡Así que déjate ver, cobarde! Y si no lo haces, te lo advierto: ¡voy a encontrarte, estés donde estés!
Después de la llamada, ya no podía aguantar más en casa. En la escalera se dio cuenta de que aún llevaba el pantalón del pijama y las pantuflas. ¡Cuidado, Judith, no cometas errores estúpidos! Dio media vuelta, dejó correr agua fría sobre sus sienes, dio unas gruesas pinceladas de color rojo oscuro a sus labios, se puso la ropa del día anterior, ocultó su cabeza abrumada bajo una gorra de lana violeta, salió del piso y cerró la puerta detrás de sí.
Al segundo intento logró salir al aire libre. La escasa luz neblinosa le escocía en los ojos, por lo que tuvo que protegerse con sus gafas de sol. En la calle, la gente hacía ruidos raros, se movía con extraña lentitud y parecía de mal humor. Al principio, Judith sólo sentía que la rehuían, luego que la hostigaban con agresiones abiertas. Los niños le clavaban los ojos y rivalizaban entre sí con muecas malvadas. Las mujeres se burlaban de su aspecto y la insultaban. Los hombres la miraban como si su mayor deseo fuese arrastrarla hasta el matorral más cercano, arrancarle la ropa y abalanzarse sobre ella.
En la parada del tranvía apareció por primera vez Hannes, pero cuando ella se acercó a él, resultó ser otro. ¡Qué cara de furia puso! Mejor ve al otro lado de la calle, Judith, allí estarás protegida, allí nadie podrá hacerte nada.
Los enemigos no se dormían, ellos también se pasaron al otro lado. Los enemigos siempre se cambian de lado, una vez aquí, otra vez allá. Pero tú eres más rápida, Judith, tú llevas el decisivo paso de ventaja. ¡Vamos, cariño, vuelve a cruzar al otro lado! ¿Hannes? Él quiso tenderle la mano, pero ella se echó hacia atrás. Era un desconocido. La miró con ojos centelleantes de ira.
—¿Me odias ahora? —preguntó ella.
¿Odiarte a ti? Amor, no sabes lo que dices. Los transeúntes la acosaban. Ella se defendía lo mejor que podía. Huyó al otro lado de la calle… y luego volvió a cruzar. Siempre en zigzag, así las serpientes venenosas nunca podrán atraparte. Cruza una vez más y te librarás de ellas. ¡Ten cuidado con los coches, que chirrían…! Demasiado tarde. Ya no podía echar a correr. Los enemigos se inclinaron sobre ella. Hannes estaba enfrente, haciendo señas. Estaba triste. Ella había vuelto a dejarlo plantado.
—Seguro que no nos perderemos de vista —dijo.
Seguro que no, amor.
Alguien le sujetaba la mano. Los otros guardaban silencio. ¿No te he dicho mil veces que tengas cuidado con los coches? Por fin una voz del pasado, de cuando era pequeña.
—¿Pero qué tonterías haces, hija? —preguntó su madre, al borde de la cama.
Judith parpadeó. Sus ojos debían habituarse poco a poco a la luz de neón blanca.
—¿Qué hora es? ¿He dormido? —preguntó.
Una enfermera jefe de sección, de pelo rubio y dientes torcidos, se acercó, examinó la ficha médica, le tomó el pulso y rio con afectación.
Era viernes al mediodía. Judith se enteró de que la habían ingresado la mañana del jueves con el diagnóstico de «psicosis esquizofrénica aguda». Al parecer, antes había estado vagando por la zona, importunando a transeúntes al azar y diciendo disparates. Había cruzado varias veces la calle, sin prestar atención al tráfico. Por último, había sido atropellada por un vehículo. Por fortuna, el accidente no había causado daños, ella había sufrido contusiones leves en brazos y piernas y una herida en la cabeza. El médico de urgencia había ordenado de inmediato su ingreso en la clínica psiquiátrica.