—Me alegro de que hayas venido, Judith —principió Gerd, patético, como si ella se hubiese levantado viva de la tumba.
Después de unas cuantas fórmulas de cortesía al servicio de la turbación, hasta que por fin cada uno tuvo entre los dedos su copa de Prosecco, la conversación se perdió en las primeras mellas de las dentaduras de Mimi y Billi, los niños que mantenían unidos a Ilse y Roland. Luego Gerd sirvió los ñoquis de calabaza de soltero, al ritmo al que el microondas se los arrancaba al congelador. Lara, que ya había dejado de hacer manitas con Valentin y ahora le golpeaba el hombro con el puño cada vez que él hacía un comentario machista, elogió el bonito vestido violeta de Judith, que pegaba a la perfección con sus zapatos, y preguntó de qué marca era, de qué cadena procedía, a qué precio podía adquirirse, en qué tallas estaba disponible, qué surtido de colores se ofrecía, si sería verdad que lo cosían en Taiwán y si merecía la pena coser vestidos en Taiwán y enviarlos al rico Occidente, con qué salarios y en qué condiciones los costureros taiwaneses… Por fin vinieron a parar a la miseria en el mundo. Para ser consecuente, a Judith habría que haberle arrancado el vestido del cuerpo.
Cuando la noche parecía estar llegando a su punto culminante (a su fin), en la exaltación de una ligera embriaguez, Ilse se permitió hacer un comentario del que se arrepintió enseguida:
—Y según he oído, tienes un nuevo amante, ¿no?
Judith: —¿Yo? ¿Quién ha dicho eso?
Ilse: —Bueno, quizás no eran más que cotilleos, ya sabes, a la gente le gusta hablar cuando el día es largo. Así que por lo visto no hay nada de cierto.
Judith: —¿A qué gente?
Como Ilse se había atragantado repentinamente, la sustituyó Roland:
—Te vieron en el bar Iris con un tipo bien parecido, nada más. Ilse habla por pura envidia, ella tiene que contentarse conmigo.
Algunos trataron de sonreír.
Judith: —¿Quién me vio?
Roland: —Por favor, Judith, no te pongas así. No hubo ninguna mala intención: una compañera de trabajo de Paul estaba allí. No sé si sabes quién es Paul. Él está con el hermano de Ilse…
Judith: —¡Lukas es un buen amigo de muchos años!
Ilse: —Disculpa, Judith, de verdad que yo no quería… tampoco tendría nada de malo…
Judith: —¡Un amigo que realmente está ahí cuando lo necesitas!
Entonces sí que se quedaron callados. Y aprovechando que estaban todos juntos sentaditos, tan abochornados, contemplando sus lágrimas como un milagro mariano, Judith continuó sin disminuir el volumen:
—Por cierto, ¿qué sabéis de Hannes? No hace falta que finjáis que de pronto ha desaparecido de la faz de la Tierra. Y bien, ¿cómo le va la vida? ¿Qué anda haciendo? ¿Dónde se ha metido?
—No, Judith, por favor, no es un buen tema para hablar ahora —respondió Gerd en voz baja, que procuraba parecer relajada.
—¿Qué quiere decir que no es un buen tema para hablar ahora? ¡Hace meses que no conozco otro mejor, ni de noche ni de día!
—Hace mucho que no lo vemos —dijo Valentin en tono ofendido—. ¿Ya estás tranquila?
No, estaba furiosa.
—Podéis verlo cuantas veces queráis. Podéis ir juntos a un campamento de tenis, podéis compartir con él el piso, la vida o lo que os apetezca. Pero por favor no habléis con rodeos. ¿Qué es lo que le pasa? ¿Por qué está o estuvo en el hospital? ¿Qué dudosa enfermedad tiene?
—¿En el hospital? —murmuró sorprendido Valentin. Y en voz aún más baja—: ¿Enfermedad?
—Querida Judith —dijo Gerd. Ella le quitó la mano del hombro—. Lo único que quiere Hannes es olvidarte. Créeme, trabaja duro en ello. Y quiere que tú lo olvides. Sabe que es lo mejor para los dos.
—Hasta ha pensado en emigrar —añadió Lara.
—Excelente idea —dijo Judith—. ¿Por qué no lo hace?
Lara: —¿Por qué eres tan mala, Judith? ¿Qué te ha hecho aparte de amarte?
Judith: —¡Esto ha hecho! —su dedo índice fue dirigiéndose de una persona a otra—. ¡Y esto! —dijo señalándose a sí misma—. Y os aseguro que aún sigue haciéndolo.
La mayoría se quedaron turbados, mirando su plato de postre vacío. Poco después, la puerta se cerró de golpe.
La noche del sexto día que pasaba sin que él le devolviera la llamada, ella escuchó por primera vez su voz. Estaba tumbada de espaldas en el sofá del salón, bajo la luz de su codeso de Rotterdam, esperando que se le cerraran los ojos. Las noches anteriores, ese método había resultado el más efectivo para llegar a dormir al menos un par de horas, antes de que el alba la librara de su terror a las sombras.
Primero fueron ruidos, como si alguien hiciera vibrar chapas dentro de una cueva. Luego empezó a oírse un rumor. Por último, los siseos dieron paso a un murmullo que iba en aumento. Y de repente, la voz estaba ahí, su voz, inconfundible. «Con este gentío», dijo, como aquella vez, durante el primer encuentro en el supermercado. Las palabras resonaban en ondas de eco: «Con este gentío, estete gentíotío, estetete gentíotíotío…». En el mismo momento ella fue capaz de evaluar su propia reacción. Para su sorpresa, no fue de pánico, al contrario. La voz le resultaba familiar, probablemente hacía bastante tiempo que la llevaba dentro, aunque dolorosamente reprimida, como un secreto que la atormentaba y por fin comenzaba a desprenderse de ella y adoptaba su propia voz, el de Hannes. Judith no se movía y trataba de respirar sin hacer ruido para no perder palabra. «Esas cosas pueden hacer un daño tremendo», dijo la voz. Debía de referirse al pisotón en el talón. Y: «Espero no molestarla». Entonces estaba por primera vez bajo el cono de luz de su araña de cristal de Barcelona. «Espero no molestarla, esperoro no molestarlala, esperororo no molestarlalalala…». No, no la molestaba, la serenaba, la atontaba, la hacía sentirse débil y cansada. Lo último que oyó fue: «Que duermas bien, amor. Amormor. Amormormormor…». Luego hubo silencio y oscuridad.
Por la mañana le dolía la cabeza, como después de una noche de juerga, y se sentía avergonzada de su experiencia, que le parecía un primer fallo grave de su cerebro: no había sido un sueño propiamente dicho, puesto que en el estado de vigilia uno siempre sabe si ha estado soñando o no. Judith no lo sabía. Eso nunca le había pasado.
En la tienda se confió a su aprendiza. Bianca se tomó la historia con bastante calma.
—Yo también oigo voces a cada rato, la mayoría de las veces la de mi madre, que encima es superchillona.
—Fuera de bromas, Bianca, ¿pasa algo conmigo? —preguntó Judith.
—¿De verdad quiere saberlo? —repuso Bianca.
Judith: —Sí, por favor.
Bianca: —Vale, jefa… Está usted jodida.
Judith: —Gracias, muy alentador. ¿Qué quieres decir con jodida?
Bianca: —¿Cómo decírselo? Es usted como una sombra de sí misma. Cada vez está más delgada y más pálida. Tiembla. Ya no se viste guay. Y mire ese peinado: ¡jo, qué poco in! También se muerde las uñas, está nerviosa y alterada cuando hay clientes en la tienda. Y ese tipo de cosas. Tal vez sólo necesita unas vacaciones. O un buen amante, que la mantenga ocupada y la haga pensar en otra cosa. A mí me está pasando. Una se olvida de todas sus preocupaciones —hizo un giro completo con sus hermosas pupilas oscuras y añadió—: O por lo menos un par de botas nuevas. Cuando una no está bien, siempre hay que comprarse algo chulo.
—¿Sabes lo que me saca de quicio? —preguntó Judith.
—Hannes, ¿no? —contestó Bianca.
Judith: —Que no me llame.
Bianca: —Lo más seguro es que tenga otra. Eso da rabia, aunque una no quiera saber nada más de él.
Judith: —No tiene otra, Bianca, lo intuyo.
Bianca: —Entonces alégrese de que la deje en paz.
—Pero es que no me deja en paz. Me invade y me bloquea. No sólo está cerca de mí, ya está dentro de mí.
—Mmm… —respondió Bianca, y se llevó el dedo índice a la sien. Bianca pensando con todas sus fuerzas, no era algo que se veía a menudo—. ¿Sabe qué, jefa? —dijo al fin—. ¡Vamos a comprar botas juntas!
Aquel octubre comenzó sin viento, irradiaba una luz amarilla opaca, arrojaba largas sombras opresivas, oscurecía temprano los días y alargaba las noches. Lukas la llamaba con frecuencia para sondear cómo se encontraba. Si ella hubiera sido sincera, probablemente él se habría preparado de inmediato para ir a Viena a ayudarla en lo que fuera. Lo que más le habría gustado es que la abrazara durante varias horas y despertar cada vez con los dedos de él entre sus cabellos, para que su cabeza se acallara tras las series de pesadillas. Pero Lukas tenía «una familia», tal como hacía poco mamá le había grabado con tanta delicadeza bajo la corteza cerebral. Y de todos modos él no tenía manera de oponerse a Hannes, el fantasma. Así pues, la mayoría de las veces ella le aseguraba de manera bastante convincente que se encontraba bien, que notaba cómo poco a poco iba recuperando los ánimos de vivir, que se había puesto a buscar pareja en Internet y que se lo pasaba en grande ligando dentro y fuera de la Red.
—¡Qué bien, Judy, eso me tranquiliza! —replicaba Lukas.
A ella le molestaba un poco que él no pareciera querer mucho más que quedarse tranquilo… y la facilidad con que se tranquilizaba. Pero al menos sabía que podía contar con él si algún día ya no lograba tranquilizarlo. Eso la tranquilizaba.
Por supuesto, no buscaba pareja, y mucho menos en una de esas bolsas de Internet, donde los menos atractivos de las últimas filas de la vida cotidiana se presentan como ingeniosos seductores. Pero la noche del primer viernes del mes, cuando todas las sombras habían desaparecido por un tiempo, sin querer de verdad conoció a alguien. Después de cerrar la tienda, había ido un ratito al café Wunderlich con Nina, la hija de los dueños de la casa de música König, en la Tannengasse, una mujer que no tenía suerte con los hombres. El «ratito» resultó ser un rato largo. Durante horas una de las dos pedía una última copa de vino, agua o Aperol. Para tomar el último trago de todos fueron al bar Eugene, en realidad un lugar de encuentro de alumnos de instituto, iluminado por velas, para darse los primeros besos con lengua. Pero por las miradas desviadas de Nina, a ratos ardientes, que no dejaban de pasarle por al lado, notó que detrás de ella debía de haber algo parecido a un auténtico hombre. En un momento dado, se dio la vuelta. Y fue uno de esos momentos en que dos pares de ojos sellan un pacto para un futuro común, sin importar si después de una noche ese futuro ya vuelve a ser pasado.
Él se llamaba Chris, parecía un romano, una escultura de bronce de Donatello que había cobrado vida, ya era mayor de edad (veintisiete años), le interesaban los amigos, el fútbol, la pesca y las mujeres, precisamente en ese estimulante orden y —haciendo un diagnóstico a distancia— estas últimas siempre en plural y sólo de manera vaga. En una palabra, era todo lo contrario de Hannes. Por eso ella tomó nota de su dirección de correo electrónico y unos días más tarde lo citó en el mismo bar, sin ninguno de sus amigos pescadores y sin la radiante Nina, por supuesto.
Él besó a Judith ya al saludarla y así les ahorró a ambos una ardua tarea con miras a algo que de todos modos ya era cosa hecha. Durante las siguientes horas en el bar, ella dejó una mano a su disposición para que él se la cogiera y disfrutó de sus adorables relatos de una vida en la que aún no había ocurrido nada, en la que una gigantesca perca que se había comido la caña de pescar era uno de los más virulentos fenómenos que había visto hasta el momento.
Cuando él luego quiso saber más de Judith y de una posible relación complicada —que por lo visto a ella se le notaba en la cara—, era el momento ideal para plantear la problemática «en tu casa o en la mía», aunque sólo en el plano teórico, ya que en la práctica estaba claro que él tenía que acompañar a casa a Judith.
—Me siento tremendamente a gusto contigo, me haces muy bien, cariño —le susurró ella al oído, mientras esperaban el ascensor.
Sí, después de mucho tiempo volvía a ser feliz sin miedo, por fin había engañado a su sombra. Casi deseó que él pudiera verla así, tan ella misma, tan segura, tan superior.
En su casa, también todo sucedió de un modo increíblemente profesional y relajado, como si Chris y ella hubiesen sido una pareja de larga duración. Judith se encargó del vino tinto, la luz tenue y una manta adecuada para el sofá. Chris encontró enseguida un CD apropiado (Tindersticks) y el control del volumen, se demoró en el baño un tiempo grato y largo para un hombre, salió con la camisa ya abierta, ofreciendo un aspecto muy apetecible. ¡Pobre Nina! Por fortuna, él pertenecía al simpático grupo de los autodesnudantes, por oposición a los desvestidores de cuerpos ajenos, que se pasan varios minutos manipulando los botones y las cremalleras del otro, y tironean en vano de faldas o pantalones ceñidos a las caderas durante tanto tiempo que la excitación desaparece.
Luego dejaron de hablar y se limitaron a respirar. Él tampoco exageró con el estudio de su cuerpo, sino que de inmediato la llevó bajo la manta y empezó a tocarla y besarla por todas partes, antes de que ella cerrara los ojos y se entregara a la mejor sensación que había tenido la ocasión de disfrutar en muchos meses. Era posible que en una mirada retrospectiva, rodeado de sus amigos pescadores, Chris lo definiera como «muy buen sexo». Para Judith fue protección absoluta… y un flujo de calor hasta en las más recónditas neuronas, todavía ultracongeladas.
En pocos segundos, el timbre echó por tierra el trabajo de reconstrucción de los últimos días, que acababa de ser recompensado, y restauró en el acto el estado anterior. Fueron tres impactos de alarma breves, tres veces en pleno corazón. Chris se enderezó y sonrió avergonzado, como un adolescente al que su hermano mayor ha pillado fumando porros.
—¿Tienes vecinos puritanos que no toleran ciertos ruidos? —preguntó.
Ella se apartó para ahorrarle la visión de su cara atónita.
—No lo sé, apenas los conozco —dijo—. ¿Qué ruidos? ¿Tanto ruido hemos hecho? Si no hemos hecho ruido.
Ella susurraba para mitigar el temblor de su voz.
—Oye, Chris, ¿puedes ir a ver quién llama a la puerta? —rogó—. No hace falta que abras. Sólo pregunta quién es.
Chris parecía desconcertado:
—Es mejor que tú… eres tú la que vive aquí. ¿O no hacemos caso y ya está?
Judith: —Por favor, Chris, sólo pregunta quién es.
Él: —¿Y si es un amigo tuyo?