«Tu mensaje de voz, querida Judith, me ha dolido mucho, mucho. Parecías otra, no parecías tú, tan agresiva, tan mala, tan llena de odio. Tus palabras eran hirientes: que a ti nadie te toma por tonta, que sabes muy bien que te vigilo, que ya no puedo meterte miedo, así que me deje ver, cobarde. Y que si no, vas a encontrarme, esté donde esté.» ¿De verdad ella le había dicho eso? Qué interesante. Eso quería decir que no habían sido imaginaciones suyas.
«Judith, yo nunca he querido meterte miedo, la sola idea me espanta. Pensaba que los dos teníamos intención de no oírnos ni vernos por un tiempo, por eso me retiré. Me limité a seguir el consejo de nuestros amigos en común, ellos me dieron a entender que de momento estabas disgustada conmigo, que francamente me tenías alergia. Pero si hay algo que no quiero es esconderme de ti. Ni tampoco que me consideres un cobarde. He escrito esta carta para decirte esto.
»Y bien, Judith, aquí estoy. Por suerte puedo seguir viviendo sin ti. Sin embargo, mi mayor anhelo, el deseo de mi vida, es que podamos llegar a ser amigos. Siempre que me necesites, estaré ahí para ti, te lo aseguro. De todos modos, nadie puede quitarme lo que siento por ti. Siempre fiel, Hannes».
Ella dejó la carta a un lado, volvió a observar su mano, que había permanecido en calma, se sirvió una taza de café tibio con cafeína del termo azul, tomó un vaso de agua, sacó una pastilla del blister, se la llevó a la boca, detuvo la mano a medio camino, partió la pastilla por la mitad, guardó una mitad, tragó la otra, bebió un sorbo de agua, cerró los puños con la callada alegría anticipada por una victoria que se había vuelto realista y dijo:
—No hay nada que temer, no hay nada que temer.
Luego consiguió la proeza de dormir tres noches seguidas de un tirón. Además, ansiaba compañía. Había que celebrar ambas cosas. Como en épocas ancestrales, organizó la noche del sábado en grupo desde la bañera. Gerd se alegró muchísimo y aceptó de inmediato, aunque él y Romy ya tenían entradas para un concierto de soul en el club Porgy & Bess.
Judith: —¿Romy?
Gerd: —Sí, Romy. Llevamos trece días.
Judith: —¡Si llegáis a quince, tienes que traerla sin falta!
Ilse, Roland, Lara, Valentin: todos tenían planes para el sábado, pero ni por asomo ninguno tan bueno como ir a comer estofado de venado a casa de la por lo visto restablecida y entusiasta Judith. Ésos sí que eran amigos, gente a la que ella le caía francamente bien, siempre dispuestos a celebrar su reincorporación a la maravillosa banalidad de la rutina de los fines de semana. Al día siguiente, también aceptó la invitación Nina, la hija de la casa de música König. (Puede que Gerd ya estuviese de nuevo sin pareja).
Y luego, en su euforia, a Judith le asaltó una idea absurda, de la que apenas unos días antes jamás se habría creído capaz. Pero la carta lo había cambiado todo. El mero hecho de que no le pareciera impensable dejar entrar a Hannes en su piso la estimulaba. Era una demostración de audacia, le devolvía una buena dosis de autoestima, algo en lo que le urgía ponerse al día.
«Mi mayor anhelo, el deseo de mi vida, es que podamos llegar a ser amigos», había escrito él con su inimitable estilo patético. Pues bien, había pasado la ocasión, habían ocurrido demasiadas cosas desagradables para eso. Pero ¿por qué no tener ese pequeño gesto de conciliación? ¿Por qué no demostrar a sus amigos más íntimos que de nuevo era capaz de superarse a sí misma?
En pocos días, su sombra se había reducido a un nivel razonable, ya no la acosaba, no le infundía miedo, no la controlaba, no la llevaba por caminos equivocados, al borde del abismo. ¿Estaba definitivamente curada de su tonta enfermedad, debilidad, crisis o como se llamara lo que le «fallaba» en la cabeza? Ardía en deseos de aportar la prueba.
Y para eso necesitaba algo: lo necesitaba a él.
«Hola, Hannes, he invitado a unos amigos a cenar a casa el sábado. Gerd con su nueva novia, Lara y Valentin, Ilse, Roland y Nina, una compañera de negocios. Si te apetece, puedes pasarte». No, cambió la tercera frase de su mensaje: «Si aún no tienes plan, puedes venir». Luego añadió: «Hay estofado de venado. Empieza sobre las ocho». (Los amigos estaban invitados para las siete). Y también: «Un cordial saludo, Judith».
No tres minutos, sino tres horas después, llegó una respuesta breve y sobria que daba gusto: «Hola Judith, muy amable. Será un placer ir. Hasta el sábado sobre las ocho. Un saludo, Hannes».
En primer lugar, seguro que las pastillas no eran compatibles con el alcohol. En segundo lugar, seguro que por la noche bebería alcohol (porque ya había empezado a beber por la tarde). En tercer lugar, no necesitaba más pastillas, porque no tenía miedo. En cuarto lugar, había pasado un excelente sábado de finales de octubre en el Naschmarkt de Viena, en el supermercado Hofer, en la cocina de su piso y, con los auriculares en los oídos, en el sofá de la sala, a la luz de su brillante lámpara de codeso.
Los invitados de las siete llegaron puntuales. Romy era una vivaracha colombiana, con el peinado de Diana Ross después de un aguacero, que enseñaba claqué en Viena. Lo que parecía mucho más exótico todavía: Gerd se había enamorado de ella de golpe, sólo una vez cada diez o quince años se lo veía así. Sorprendentemente, ninguna de las otras dos parejas sacó a relucir un conflicto, y Nina encajó muy bien en el grupo. Eran las condiciones ideales para que Judith, a quien se le notaba de inmediato el entusiasmo, hablara de manera distanciada y autocrítica de su «época loca». Con especial detalle describió la escena en que Chris, el guapo muchacho pescador romano que está a su lado en la cama, comprueba a las cuatro de la mañana que «alguien» le ha dado un buen mordisco. Nina, sobre todo, nunca se cansaba de escuchar los detalles de aquel episodio.
No se mencionó una sola palabra acerca de Hannes. Judith quería sorprenderlos a todos con él, que él fuera su carta de triunfo, triunfar cuando él apareciera. Pero ya llevaba treinta minutos de retraso, y los amigos preguntaban cada vez más impacientes por el estofado de venado. Justo antes de las nueve, él le envió un SMS. Ella lo leyó a escondidas en la cocina: «Querida Judith, lo siento, al final no podré ir. ¡Tengo tanto trabajo! Otra vez será. Dale recuerdos a todos de mi parte, Hannes». El mensaje era tan escueto como seco el coñac posterior.
Por la reacción de sus amigos, se dio cuenta de su gradual decaimiento. ¿Que si todo iba bien?
—Sí, claro que sí.
¿Que por qué comía con tan pocas ganas su magnífico plato de gourmet?
—Debo de haber picado demasiado mientras cocinaba, una fea costumbre.
¿Que si de verdad iba todo bien?
—Que sí, de verdad, puede que me haya pasado un poco con el alcohol —dijo Judith, y bebió una copa de coñac para ir sobre seguro.
Aguantó sentada a la mesa hasta el postre de chocolate, procurando reír con los demás en los momentos indicados de una conversación que no tenía más remedio que dejar pasar a retazos delante de ella. Después pidió que le permitieran tumbarse un rato en el sofá, porque se sentía un poco mareada.
—Judith, si quieres que nos vayamos, nos lo dices, por favor —dijo una de las tres voces masculinas.
—No, no, tenéis que quedaros sin falta —se opuso—, quedaos todo el tiempo que podáis. Soy feliz cuando estáis en casa.
En el sofá llegaba a sus oídos el relajante rumor de una conversación en voz baja. Un par de veces alguien se inclinó sobre ella. En una ocasión, una de las mujeres se sentó a su lado y le preguntó si podía hacer algo por ella. No podía. Más tarde, alguien la tapó con una manta, le levantó la cabeza y dejó que se hundiera en algo fresco y mullido. Poco después, sintió ruido de sillas, platos y agua del fregadero. Hacia el final tan sólo escuchó un débil murmullo y los ruidos apagados de una despedida general. La luz fue haciéndose más y más tenue, hasta que desapareció definitivamente y se llevó consigo los últimos sonidos apacibles de la habitación.
Cuando se puso boca arriba, se hallaba en la cama de su dormitorio. Quien pensara que la fiesta había acabado subestimaba su agudeza auditiva y su lucidez mental. La ceremonia le era conocida. Primero empezó a oírse un susurro. Luego las vibraciones metálicas se extendieron por la habitación: sonaba el clarín. Había llegado el invitado principal. Al final había llegado. Era como si ella lo hubiera sabido. Con él se podía contar. Él no la dejaría plantada, él nunca. Se lo había prometido.
Era agradable oír su voz. «Con este gentío, este gentío, este gentío». Al principio siempre decía eso. Todo volvía siempre al principio. Aquella vez, en el supermercado, él le había pisado el talón: «Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo». Ella sentía dolor. Trató de agarrarse la cabeza, pero no podía mover las manos.
¡Quédate tranquila acostada, Judith, y mantén los ojos cerrados! Te he traído algo, un regalo para ti. Él le había traído algo, un regalo. Estaban sentados a la mesa, estaba oscuro, ya era bien entrada la noche. Los demás se habían ido. Sólo ellos dos, sólo sus dos voces, la voz de él. Adivina qué es. Ella tenía que adivinar.
Era un sonido, ¡y vaya sonido! A ella le era familiar, lo conocía. Lo conoces, Judith, ¿no es así? ¿Estás contenta? Estaba contenta. Aquel juego al viento, aquel delicado tintineo. Varilla con varilla, cristal con cristal. Su pieza más valiosa. De Barcelona. «Espero no molestarla. Espero no molestarla. Espero no molestarla». La primera vez que él estaba en la tienda, de pie junto a ella. ¿Recuerdas? El principio de la historia, la luz radiante, las varillas al viento, como estrellas fugaces que se sacaran a bailar entre sí. La promesa de eternidad, nuestro gran amor. ¿Cómo sonaba? ¿Cómo alumbraba? ¿Cómo suena? ¿Lo oyes? ¿Más fuerte? ¿Aún más fuerte? ¿Aún más brillante?… ¡Su cabeza!
Quédate tranquila acostada, Judith. ¡Mantén los ojos cerrados! ¡No los abras! Si los abres, ahuyentas las luces, disipas el sonido. Si lo abres, estás sola, estás en la sombra, eres la sombra. Todo a tu alrededor está oscuro y silencioso. Quédate aquí. Quédate conmigo. Ella debía quedarse con él.
Se dio un fuerte golpe en el hombro con el borde de la cama. Abrió de golpe los ojos. ¿Hannes? ¿Dónde estaba? Mierda. ¡La cabeza! ¿Dónde estaba la araña de cristal española, quién la había hecho oscilar, de dónde habían venido esos sonidos? Ella buscó a tientas el interruptor. Las bombillas normales de bajo consumo de la lámpara de Praga se encendieron e iluminaron la habitación vacía, muda, silenciosa.
Judith anduvo a tientas hasta el salón. ¿Hannes? No había nadie allí. La mesa estaba recogida. Ya no quedaba nadie. En la cocina había un montón de platos y ollas fregados. Todo estaba limpio. Se secó el sudor de la frente con la camiseta empapada. Le temblaban las piernas. Fue tambaleándose hasta la puerta, la abrió, encendió la luz del pasillo. No había nadie, ningún mensaje, ninguna señal, el señor Schneider muerto, la escalera sin vida. Cerró la puerta y echó el cerrojo, se dirigió lentamente a la cocina, luego al baño, se inclinó sobre el lavabo, se echó agua fría en la nuca, cogió la toalla y se frotó el pelo mojado.
Mierda. Le dolía la cabeza por el alcohol. Tomó un analgésico fuerte y se enjuagó la boca con agua tibia. A continuación, tomó la pastilla que parecía un reloj de arena diminuto, y otra, la amarilla (para lo que le fallaba en la cabeza). Y otra más, la ovalada, para que no le fallaran más cosas (si es que no le fallaban ya). Se preguntó si debía llamar al médico de urgencias. Pero ¿qué urgencia tenía? ¿Le faltaba el hombre para esa voz y la araña para ese tintineo? Contra la falta de argumentos para explicar urgencias, ni los médicos de urgencias podían hacer nada.
Se dio de plazo hasta el amanecer. Ni hablar de irse a la cama. Decidió dedicarse a actividades útiles hasta que se hiciera de día. Guardó los platos en la estantería, lo más despacio que pudo. Se le cayó un plato de la mano, tan sólo uno por desgracia. Tardó como mucho cinco minutos en buscar y recoger los pedazos.
Poco a poco amainaba la tormenta en la cabeza y caían los primeros velos de niebla. Judith regresó lentamente al dormitorio, abrió el enorme armario y comenzó a vaciarlo, con las dos manos arrojó fuera todo su contenido, hizo una pila gigantesca de abrigos, chaquetas, jerséis, camisas, camisetas, blusas, pantalones, calcetines y ropa interior. Luego empezó a doblar y guardar la ropa, prenda por prenda, una encima de otra. Al cabo de un rato, las manos de Judith prescindieron de su colaboración y continuaron solas.
Algunas la contemplaban desde lejos. Estaban sobre la estantería y colgadas encima de la cómoda. Fotos corrientes de la niñez, se diría, pero los marcos ya no podían retenerlas. En cuanto fijaba la vista en una, venía directo hacia ella. Él tenía orejas grandes de soplillo, tupido pelo negro y pestañas largas. Ven, Ali, dijo ella, puedes echarme una mano si quieres, entre los dos ordenaremos deprisa el armario y luego nos vamos al cine.
¿Qué dices? Acércate, no te entiendo nada. No pongas cara larga, por favor. Siempre quieres jugar al escondite, desde que naciste jugamos al escondite. Bueno, cuando sea de día, iremos al parque. Podrías ponerte los zapatos alguna vez. Yo tengo que acabar esto deprisa.
Ya, ya, ya, Ali, no hace falta que grites así, ya voy. Cojo las gafas de sol. Me pongo el sombrero. No necesito chaqueta, mamá, no voy a coger un resfriado, tengo calor, no, no voy a enfermarme. ¡Sí, cuidaré a Ali! Aquí está su foto. El clavo se queda ahí. Pero Ali viene conmigo. Salimos al aire libre. Sólo queremos jugar un poco, mamá. Estamos en el parque Reithofer.
Meto la llave. Abro el portal. Ya es de día. Quédate conmigo, Ali, no te adelantes. Cuidado con la gente, no te choques con ellos, no los empujes, son policías y ladrones, pero ellos no juegan, hablan en serio.
—¡Y usted haga el favor de dejar en paz a Ali, es mi hermano pequeño! Aquí está su foto… ¡No mire así!… ¡Y usted no nos toque! ¡Vamos al parque!
Allí están por fin los árboles, el banco está ocupado, me acuesto en la hierba, estoy un poco mareada por el aire fresco, no debo alterarme. Ali, ¿dónde estás? ¿Te has escondido? ¿Ya estás jugando? Ven aquí, Ali, necesito descansar un poco. He corrido mucho, tengo las piernas cansadas.
¿Ali? ¡Ali, ven aquí! No tiene gracia. No puedes quedarte tanto tiempo escondido. Esto no es un juego. ¿Ali? ¿Ali? ¿Aaaaaaaaaaaliiiiiiiiiiii?