Él asintió con la cabeza.
Bianca: —Y el cubo cinco, o sea, otro más a la izquierda, también estaba iluminado, pero no tanto, porque casi siempre se iluminaba con el seis, porque probablemente la lámpara estaba en el seis.
Judith: —Ya, ¿y?
Bianca: —Siempre que el señor Hannes entraba en la casa…
Judith: —Sí, las luces del pasillo, ya lo sabemos. ¡Haz el favor de ir al grano!
—¡No sea tan impaciente que me quita toda la diversión! —se quejó la aprendiza.
—Anda, dilo ya —gruñó Basti.
Bianca: —Pues un día al Basti le llamó la atención que de pronto el cubo cinco se iluminó más que antes, justo después de que el señor Hannes volviera a casa. Al principio, desde luego, creyó que era una supercasualidad. Pero cada vez que…
Judith: —Que Hannes volvía a casa…
Bianca: —Eso es, jefa. De pronto el cubo cinco se iluminaba más. Y fijo que era porque alguien había encendido la luz en el cubo cinco. Y ese alguien sólo podía ser una persona.
—El señor Hannes —refunfuñó Basti.
Bianca: —Emocionante, ¿no? Y eso sólo puede querer decir que el señor Hannes no vive en su piso. Y si es que vive en algún sitio, vive en la casa de al lado.
—Nisslgasse 14 —murmuró Basti.
Bianca: —Y si vive solo, no ahorra nada de energía, todo lo contrario, porque deja todo el día encendida la luz del cubo seis.
Judith: —Así que quizá no vive…
Bianca: —¡Solo! Guay, jefa, igualito pensamos el Basti y yo.
—Y quizá…
Bianca: —Así es, jefa.
—La viuda inválida de los plátanos —refunfuñó Basti, e hizo girar la bolita plateada.
Durante cinco días, debido a sus supuestos problemas psíquicos, Judith tuvo que hacer como si nada hubiera pasado. Ésa fue, junto con la recuperación de matemáticas en séptimo curso, la tarea más difícil de su vida, y su consecución, quizá, la mayor de sus hazañas.
El veinte de diciembre, Hannes se dedicó todo el día a hacer citas y gestiones navideñas. Mamá estaba obligada a quedarse en la tienda de lámparas a partir del mediodía, porque Bianca tenía que ir urgente al ginecólogo, cosa que no se le puede prohibir a una aprendiza por más que se quiera, y menos faltando cuatro días para Navidad.
En realidad, Bianca y el bombero Basti, vestido de uniforme, recogieron a Judith sobre la una de la tarde, en medio de una fuerte nevada, para visitar juntos el edificio número 14 de la Nisslgasse.
—Mire, jefa —dijo Bianca, desde el asiento del acompañante del coche aparcado—, en la cuarta fila empezando por abajo hay dos cubos iluminados, el quinto con una luz suave y el sexto con una luz fuerte. Tal como siempre lo hemos visto.
Bianca se quedó en el coche vigilando la entrada para avisar por el móvil si aparecía Hannes. Basti abrió el portal en pocos segundos. Subió por el ascensor hasta el cuarto piso y llamó a la puerta número 21. Judith estaba en la escalera, unos escalones más abajo, a la escucha de lo que pasaba. Tres veces sonó el timbre, una vez murmuró él:
—No hay nadie.
Por lo visto, luego alguien abrió la puerta. Basti gruñó algo de «protección contra incendios, control, vías de evacuación, rutina, no dura mucho». Tras una pausa interminable, la puerta se cerró. Judith esperó unos instantes para asegurarse de que Basti estaba en el piso. Después bajó las escaleras a saltitos y fue corriendo a reunirse con Bianca en el coche.
—¿Quiere? —preguntó la aprendiza, y le ofreció a Judith un lápiz de labios que olía a fresas silvestres—. Va superbien para los nervios.
Basti volvió unos cinco minutos después. Tenía la boca más abierta de lo habitual.
—Una cosa está clara, señora Judith, el señor Hannes le ha mentido —dijo Basti.
Para la reunión posterior fueron a la fonda Raab, popular punto de encuentro de bomberos, con autoservicio en los grifos de cerveza, sobre los cuales habían estimado conveniente poner un letrero que decía «Entrenamiento avanzado de bomberos». El problema era que ahora todo dependía de las palabras de Basti, y había que sacárselas con sacacorchos de una en una. Le había abierto una mujer de unos sesenta o setenta años, que no era inválida ni tenía hijos pequeños, al menos allí no había ninguno.
—¿Qué aspecto tenía?
Basti: —Bastante normal. Pero al principio no quería dejarme entrar.
—¿Por qué no?
Basti: —Porque ha dicho que su yerno no estaba en casa.
—¿Yerno?
Basti: —Sí, así es.
—¿Le has preguntado cómo se llamaba?
Basti: —No. Pero es nuestro señor Hannes.
—¿Cómo lo sabes?
Basti: —Porque ha dicho: mi yerno Hannes no está en casa.
—¡Impresionante! ¿Y qué más ha dicho?
Basti: —No mucho más.
—¡Venga, Basti, haz un esfuerzo! ¿Qué ha pasado luego?
Basti: —Al final me ha dejado entrar. Y lo he mirado todo.
—¿Y?
Basti: —En cuanto a la protección contra incendios, todo estaba bien, sólo el acceso a la pasarela del techo…
—¿Y el resto?
Basti: —También. Es un piso bastante bonito. Todo ordenado. Limpio. Bien cuidado. Normal, vamos.
Judith y Bianca se miraron y se encogieron de hombros.
Basti: —El señor Hannes lleva doce años viviendo allí. Y el piso de al lado, o sea, su verdadero piso, el número 22, que siempre está a oscuras, también es de él, allí vivía antes.
—¿Cómo lo sabes?
Basti: —Porque me lo ha dicho ella.
—¿Y qué más ha dicho? ¿Qué pasa con su hija?
Basti: —De eso no ha dicho nada. Pero se llama Bella.
—¿Cómo lo sabes?
Basti: —Porque lo pone en la carta que está en la pizarra del vestíbulo: Para Bella, mi ángel en la tierra, o algo por el estilo. Y abajo: Con amor eterno, Hannes, creo, amor o fidelidad, una de dos.
—¡Qué fuerte! —dijo Bianca.
Judith: —¡Qué contenta se pondrá mamá cuando se entere!
Basti: —Y al lado había fotos. Y por encima también. Toda la pizarra estaba llena de fotos de esa tal Bella.
—¿Cómo es?
Basti: —Muy joven y bastante guapa, pero muy delgada, más bien rubia y, no sé cómo decirlo, pues como eran antes las mujeres.
—Nada sexy, vamos —tradujo Bianca.
Basti: —Y en un par de fotos no sólo estaba esa mujer, sino también Hannes. Nuestro señor Hannes, sólo que veinte o, como mínimo, diez años más joven.
—Increíble —dijo Judith—. ¿Y qué ha sido de esa tal Bella?
Basti: —Eso no me lo ha dicho.
Bianca: —¿Por qué no se lo has preguntado?
Basti: —Porque, a ver, ¿qué le importa eso a un bombero?
Bianca: —Quizá haya muerto.
Basti: —No lo creo.
—¿Por qué?
Basti: —Porque yo más bien creo que estaba allí, en la habitación de la puerta cerrada, donde la vieja no me ha dejado entrar, aunque le he dicho que también había que inspeccionarla, por la protección contra incendios, pero ella se ha negado.
—Qué fuerte —dijo Bianca.
Basti: —Y además es justo la habitación que desde la calle está en el cubo número seis. El que está siempre iluminado, incluso de noche.
Cuando él se acercó a su cama por la noche, ella se hizo la dormida, pero le temblaban los brazos y las piernas. Había olvidado hacer desaparecer las pastillas en la hucha y, como es natural, él enseguida notó que aún estaban en la mesilla. Le deslizó la mano bajo la nuca húmeda de sudor y le levantó la cabeza. Como una de esas muñecas que duermen cuando están tumbadas y, cuando se las sienta, se despiertan de golpe, ella abrió los ojos y, evitando mirarlo, se quedó con la vista fija en la cómoda con la fuente de plátanos.
—Amor, tenemos que tomar nuestras medicinas tres veces al día, si no, nunca nos curaremos —susurró él, y le llevó a los labios el vaso de agua, donde ya flotaban las pastillas.
En décimas de segundo, ella tuvo que decidir si ponía fin a su actuación y le arrojaba el vaso a la cara. No, era más prudente cerrar los ojos una vez más, abrir la boca, tragar obedientemente, asumir la caída libre y sumergirse a través de la muralla gris de algodón. Se juró que aquélla sería la última vez.
Cuando él se fue, se apretó las sienes con las manos y trató de ahuyentar los primeros indicios de entumecimiento. Mientras pudiera aferrarse a «Bella» con sus pensamientos, se mantendría por encima de la línea de niebla. Entretanto se le cruzó por la mente Jessica Reimann, que tan orgullosa se habría sentido de ella. Y de repente fue el «Domino Day», una ficha tiraba a la otra, cada enigma resuelto desvelaba el siguiente: Bella era la abreviatura de Isabella. Isabella, Isabella, Isabella… Permason, la compradora de la lámpara. Y era cierto que conocía ese nombre, era el primero de la lista. Isabella Permason. La letra de Reimann, inclinada y con los lazos de las eses. Había sido durante su primera cita en la unidad de psiquiatría: Reimann estaba sentada frente al ordenador examinando los resultados de los estudios. Judith había cogido el papel, había recorrido con la vista los datos personales y se había detenido en los nombres desconocidos. «¿Quiénes son los otros?», había preguntado. «Historias clínicas similares de nuestro archivo», había respondido la doctora. Arriba del todo… no, no se equivocaba, seguro que no… arriba del todo: Isabella Permason. Ella y esa mujer en la misma lista. El enlace: Hannes. La misma voz, la misma araña de cristal. El mismo tintineo. La misma luz, y cómo se iba haciendo más y más débil. Tan sólo ruidos apagados. Cayó la niebla. La muralla la rodeó y le tapó la vista. Dormir sólo una vez más. Dormir profundamente una vez, y a ver.
El 22 de diciembre cayó en domingo. Sobre las diez de la mañana llegó el SMS de Basti desde el vehículo aparcado en la Nisslgasse: Hannes y la mujer que decía ser su suegra habían salido de la casa uno después del otro. Menos de cinco minutos después, Bianca, que estaba lista esperando, recogía a Judith para el previsto paseo de invierno. Pasaron quince minutos más hasta que Basti hurgó con una ganzúa en el bombín de la cerradura del cuarto piso y abrió la puerta. Él y Bianca se encargaron de la seguridad, y Judith pudo entrar en el piso número 21.
—¿Hola? —dijo nada más entrar para darse ánimo a sí misma, y atravesando la galería de fotos y las habitaciones decoradas con pulcritud, revestidas con papel pintado de flores, rodeadas de muebles estilo Biedermeier, donde aún perduraba el aire otoñal, se dirigió directamente hacia la puerta blanca entornada, que rozó dos veces con los nudillos antes de que se abriera sola.
Apenas pudo sofocar el grito. Contaba con casi todo lo que allí podría inspirarle pavor, pero no con una estatua de mármol o porcelana, impávida pero viva, sentada erguida en una cama Art Nouveau, a la luz de un inmenso globo terráqueo que se balanceaba colgado del techo. La estatua viviente no hacía otra cosa que aferrarse con su mirada sombría a los ojos desorbitados de Judith, que, para oír su propia voz y reponerse de la conmoción inicial, murmuró:
—Hola. Perdone usted que me presente así sin más…
Su interlocutora de piel traslúcida y pelo rubio grisáceo, liso, hasta los hombros, bajó los párpados como si fuese a pasar del estado vegetativo al sueño, pero volvió a abrirlos de inmediato para demostrar que estaba consciente.
—Yo… mmm… me llamo Judith, y es probable que usted sea Isabella… ¿Puedo decirle Bella? Pues bien, le diré Bella —Judith hablaba en voz baja, casi en un susurro, para evitar cualquier alteración—. De verdad que no quiero… molestarla, pero ambas tenemos el mismo… —tal vez se equivocaba, pero la mujer muñeca pareció levantar las comisuras de los labios—. Tenemos el mismo… Yo lo conozco bien. Hannes, ¿verdad? Hannes Bergtaler.
Cada pocas palabras, Judith hacía una pausa tratando de adaptarse al ritmo parsimonioso en que transcurría el tiempo en aquella sala de reposo.
—Él y yo, Hannes y yo, estuvimos…, bueno, pues se me atravesó en el camino, prácticamente me di de narices con él. Fue en Semana Santa, en un supermercado. Y entonces… Yo no tenía ni la más remota idea de que él… Nunca me dijo nada. Ni una palabra de usted. ¿Bella? ¿Puede oírme? ¿Entiende lo que estoy diciendo? —la mujer pálida la miraba inmóvil. El segundero de un reloj de pared marrón imitaba el sonido de los latidos ralentizados del corazón—. Yo… mmm… Bella, espero que mi pregunta no sea muy indiscreta, pero para mí es muy importante, sepa usted que aún no me he dado por vencida, me resisto, y por eso mi pregunta: ¿de verdad es usted… de verdad es usted la mujer… quiero decir, la esposa de… él?
Ahora algo se movió en la boca de la mujer, como si sufriera para demostrar que podía sonreír.
—¿Puedo sentarme con usted en la cama?
¡Bah!, daba igual, se sentó sin más y tomó la mano inerte de la paciente. Durante un rato, se miraron en silencio y dejaron que el reloj hiciera su trabajo, hasta que los ojos de Judith se llenaron de lágrimas.
—Es probable que esté usted bajo los efectos de medicamentos muy fuertes, pobre, yo sé cómo es, una está como paralizada, como bloqueada, no sé, como en otro planeta, ¿verdad?
La mujer pálida volvió a pestañear. Debía de haber sido bonita cuando aún vivía con su propia cabeza, y no en contra de ella.
—Es importante para mí decirle una cosa. No sé si usted puede entenderme o… si quiere, pero debo decirle algo: yo no amaba a Hannes, nunca lo he amado, de verdad que no. Pero me he dado cuenta demasiado tarde. Ése fue mi gran error. Ésa fue mi… culpa…
La mujer movió la cabeza, al tratar de girarla bruscamente a la izquierda y a la derecha se le contraían los débiles músculos de la cara. Parecía suponer un gran esfuerzo para ella expresar desacuerdo.
—No sé si tengo derecho, comparada con usted… Sabe Dios lo que habrá sufrido, cómo habrá llegado a… ¿Fueron voces? ¿Voces de al lado? Conozco a Hannes. Se vale de cualquier medio. Tiene ese único objetivo. No puede evitarlo. Su idea del amor es… no tiene nada que ver con el amor. Le pido perdón si me… —balbuceó Judith.
Isabella apretó los párpados, luego su mano derecha se movió, soltó la de Judith, poquito a poco llegó a la mesilla que había junto a su cama y extendió el pulgar para señalar algo. Allí, al lado de una pila de libros ilustrados, había un radiodespertador, delante un vaso de agua, un termómetro junto a cáscaras de plátano y cajas de medicamentos, y en un jarroncito asiático, unas flores de plástico azules. Pero por lo visto la mujer de piel vítrea se refería al cofre de madera clara oculto detrás.