En la sesión de terapia, hizo un esfuerzo y le contó a Arthur Schweighofer su delirante experiencia sonora nocturna, suscitada por una araña española de cristal. Merced a Sigmund Freud, él se mostró firmemente convencido de que durante su infancia en la tienda de lámparas debían haberse desarrollado dramáticas escenas inconscientes. Durante un rato ambos estuvieron pensando y elaborando una intensa tormenta de ideas, luego Judith logró reconducir poco a poco la conversación a las vacaciones de aventura y el título de patrón de embarcaciones.
La primera de las dos noches en vela la había cuidado mamá o, mejor dicho, a la inversa: Judith había cuidado de que mamá no se despertara y le preguntara por qué no dormía. La segunda noche iba a venir Hannes. Pero ya por la tarde avisó que se retrasaría. Y sobre las nueve se disculpó definitivamente: dijo que lo sentía muchísimo, pero que se había enfermado una compañera y tenía que acabar el proyecto que ella dirigía para la mañana siguiente, cuando vencía el plazo de entrega.
Hasta la medianoche, Judith anduvo arriba y abajo por su piso, encendió la radio, la televisión e incluso la lavadora vacía (para acallar eventuales ruidos y voces irreales), leyó en voz alta «Clic-Clac», de Anna Gavalda, y tarareó villancicos. Después estaba tan lejos del sueño y tan cerca del abismo de la siguiente crisis grave de ansiedad que iba a tener que llamar en el acto a su madre, al médico de urgencias o a ambos. O bien —la variante por la que al final se decidió—, volver a tomar sus pastillas en la dosis largamente probada, primero las blancas contra la profunda tristeza, luego el resto para ponerse la armadura, para la fatiga salvadora y para el redentor vacío en su cerebro, que por fin le permitiría sumirse en el sueño.
Cuando la despertó al día siguiente o al otro su mala conciencia, oyó voces que pertenecían a la realidad y provenían de la cocina. Mamá y Hannes estaban hablando de su futuro.
—¿De verdad harías eso por nosotros? —dijo mamá, conmovida, como en la escena final de la suegra en una película costumbrista.
—Por supuesto, ya sabes que la amo y nunca la abandonaré —respondió Hannes, igualito que en
El eco de la montaña
.
Luego siguieron detalles más bien técnicos y de organización sobre el futuro cuidado y atención de Judith, la paciente a largo plazo, en casa.
En su mesilla, al lado de la cama, junto a una jarra de agua llena hasta la mitad ya la esperaba la próxima serie de pastillas, apeteciblemente dispuestas en fila, tentadoras como los puntos multicolores de un dado prometedor.
Ya tenía las pastillas blancas sobre la lengua cuando su mirada sombría, que vagaba por la habitación, se posó en un frutero repleto que le habían dejado sobre la cómoda, junto a la puerta del dormitorio. Instintivamente se sacó las pastillas de la boca y las cubrió con la manta. Porque de pronto sintió que algo comenzaba a funcionar en su cerebro. Sobre las frutas redondas, rojizas —manzanas, peras, ciruelas— descollaba una mole amarilla, el macizo racimo de al menos ocho plátanos elegantemente arqueados, que ella al principio percibió como un absurdo cuerpo extraño. Es que Judith detestaba los plátanos, los asociaba con enfermedades diarreicas de la edad preescolar, cuando le metían en la boca enormes cucharadas de una escurridiza papilla marrón, hecha de esas cosas mezcladas con cacao en polvo. Aquel sabor aún seguía adherido a su paladar.
Cuanto más fijaba la vista en el racimo de plátanos, más se acercaba una imagen concreta. Una imagen que la retrotrajo al supermercado, a la época de Semana Santa, apenas siete meses atrás, cuando ella aún parecía tener por delante una vida completamente normal, y cuando le llamó la atención un hombre entonces desconocido, un supuesto padre de familia, en cuyo carrito de la compra había un racimo de plátanos exactamente igual al que ahora había venido a parar a su cómoda… Entonces sí que los ojos se le llenaron de lágrimas. Lágrimas auténticas, genuinas, líquidas, que aguzaron su vista y despejaron sus ojos. Para ella, aquel racimo de frutas amarillas encerraba un enigma que le habría encantado resolver. Y con la mayor lucidez posible.
A partir de ese momento empezó a echar siempre las pastillas por la ancha ranura que tenía en la barriga Specki, su cerdito hucha de plástico rosa que conservaba hacía treinta años y que escondía en el armario, debajo de las camisetas de verano (para los malos tiempos, pues nunca se sabe cuánto tardarán en volver).
En apariencia se mostraba lánguida y desorientada, pasaba la mayor parte del tiempo en la cama o en el sofá, hacía contorsiones raras, en sus paseos de rutina al lavabo o a la ducha se movía como Dustin Hoffman en
Rain Man,
murmuraba cosas incomprensibles, mantenía animadas conversaciones consigo misma, incluso a menudo entre tres, para evitar el embrutecimiento intelectual, miraba al vacío durante horas para relajarse, luego se ponía a temblar de repente con todo el cuerpo y se metía bajo las mantas: un llamativo y variado programa de la vida cotidiana de una persona con constantes anomalías psíquicas, que a ella, cuanto más segura estaba de que Hannes no se perdía detalle, más divertido le resultaba.
Él era un ejemplar enfermero a domicilio. Incluso por las noches, durante las cuales ahora prestaba servicio turnándose con mamá, siempre tenía como mínimo un oído alerta a ella. Cuando se acercaba a su cama, ella se hacía la dormida. Un par de veces le pasó la mano por el pelo y le acarició la mejilla. De cuando en cuando lo oía murmurar: «Que descanses, mi amor». En varias ocasiones sintió su aliento y escuchó el sonido de un beso lanzado al aire, muy cerca de su cara. Soportó con entereza y paciencia aquellos momentos difíciles. Más que eso no se le acercaba, más que eso no había que temer de él.
A los enfermeros les gustaba pasar las tardes de dos en dos, preferentemente en la cocina. En cierto modo, mamá era la singular alumna de arquitectura de Hannes en el primer semestre, y encima un poco dura de entendederas, cosa que a él lo motivaba más. Le encantaba explicar el mundo a los legos. Durante el día podía aparecer a cualquier hora, aunque sólo fuera para traer y guardar los alimentos que había comprado. Por cierto, siempre había plátanos. Judith celebraba cada una de aquellas entregas y rebosaba de ideas acerca de los sitios más discretos donde tal o cual espécimen podía eliminarse. De vez en cuando, si la cáscara era amarilla sin manchas, hasta comía uno: la verdad es que no sabía tan mal y le sentaba de maravillas al estómago.
Cuando él estaba fuera de casa, ella le pedía a Bianca que viniera a recogerla para estirar las piernas, como lo llamaba oficialmente, y para acostumbrar sus pulmones al invierno. Mamá, que entonces debía encargarse de la tienda ella sola, sólo aceptaba aquellas excursiones entre las protestas. Al aire libre también habría preferido ver a Hannes al lado de la paciente. Cuando Judith y Bianca creían estar fuera del alcance de la vista, iban a la pastelería más cercana, por lo general a tomar un auténtico capuchino con cafeína y una grasienta tarta de turrón. Y después ponían manos a la obra, tal como quería Jessica Reimann.
A Bianca tampoco le gustaban los plátanos.
—Para mí sería la peor tortura del mundo que me encierren en una habitación pequeña, sin ventanas, y con una cáscara de plátano marrón. Creo que me volvería loca —dijo.
Judith le contó lo que recordaba sobre el racimo de plátanos de Pascua del supermercado. Debió de ser durante la primera cita en el café Rainer. Judith le había preguntado a Hannes si tenía familia o si comía él solo todos los plátanos que llevaba en el carrito de la compra el día que se conocieron. Él se había reído y había contestado más o menos lo siguiente: que los plátanos eran para una vecina inválida, una viuda con tres hijos, que una o dos veces por semana él le hacía la compra, y que lo hacía sin recibir nada a cambio, porque a él también le habría gustado tener vecinos que lo ayudaran si estaba mal.
—¿Y? —preguntó Bianca después de una pausa.
—Y nada, eso fue todo —respondió Judith.
Bianca torció el gesto.
—La verdad, me esperaba algo superfuerte, con lo emocionada que usted estaba. ¿Qué tiene de especial esa historia?
Judith: —Lo especial es que nunca volvió a mencionar ni una sola palabra acerca de la vecina.
Bianca: —Vale, es raro. Pero tampoco tendría nada de interesante hacerle la compra a alguien. Quiero decir, si vas a comprar zapatos, eso ya es otro cantar. Pero ¿comida? ¿Qué cosa importante se puede contar de eso? Quizá él mismo no conozca mucho a esa mujer. Quizá sólo le lleva los plátanos y las otras cosas, y se va. O quizá ella se ha mudado. O se ha muerto. Hay muchas posibilidades, jefa. Pero si usted quiere…
Judith: —Tengo una intuición, y es la primera que tengo en mucho tiempo. Tu novio, el Basti, ¿no podría…?
—¡Y tanto!, usted ya sabe que a él le mola eso. Puede decir que es el nuevo mensajero o algo así.
Las pesquisas de Basti en el edificio de Nisslgasse 14 resultaron más bien infructuosas. La portera serbia de la planta baja fue la única que se mostró dispuesta a brindar información. Y descartó que allí viviera una viuda inválida con tres hijos.
Bianca: —Ella lo sabe perfectamente, porque no hay ningún niño en toda la casa, salvo su propio bebé, y otro en la tripa de la señora Holzer, la mujer de al lado que está embarazada, pero que por desgracia no es viuda ni de coña. Y muy inválida tampoco puede ser, porque en el verano corrió el maratón de la ciudad, aunque todavía no estaba embarazada, o por lo menos aún no lo sabía, porque cuando una está embarazada y corre un maratón…
—Ya entiendo —dijo Judith.
Bianca: —Pero la portera tampoco conoce muy bien a los inquilinos. Es un edificio donde nadie conoce a nadie, le contó al Basti. Es que es típico de Viena. Un día huele a cadáver y de repente te enteras de que allí vivía alguien. Y luego lees en el periódico que el hombre que murió era bastante reservado. Hombre, desde luego, si no, le habría llamado la atención a alguien, digo yo.
—Así es.
Bianca: —Ella tampoco sabía, por ejemplo, que en el número 22 vivía el señor Bergtaler, pues no tenía idea quién podía ser. Cuando el Basti se lo describió, le dijo: «¡Ah!, es ese hombre simpático, que siempre me sujeta la puerta, ése por lo menos es amable y saluda». Pero tampoco sabía que vivía en el número 22, en el cuarto piso. Ella creía que ese piso estaba supervacío.
—¡Vaya…! —dijo Judith.
Bianca: —Pero hay otra cosa que al Basti le llamó la atención.
Judith: —¿Qué cosa?
Bianca: —Lo malo es que aún no me lo ha dicho, dice que tiene que estudiarlo con más detalle para ver si es cierto. Pero si llega a ser cierto, dijo, entonces sí que habrá descubierto algo.
Judith: —Pues estoy muy intrigada.
Bianca: —Créame que yo también, jefa, superintrigada.
El año de horror entró en la fase final con unos días de Adviento sin color ni nieve. Judith aún no se había librado del todo de sus temores persecutorios, pero pensaba que les llevaba como mínimo unos cuantos pasos firmes de ventaja. Sin la influencia de las pastillas, andaba todavía con paso vacilante y su sistema nervioso era sumamente delicado, pero sus ideas le parecían mucho más claras y creía sentir que poco a poco el nudo iba aflojándose. Ahora lo único que debía hacer era tirar de los hilos indicados.
Ella misma estaba bastante impresionada de sus dotes de actriz. Sabía por intuición que era mejor seguir haciéndose la demente en casa por un tiempo. Hannes ya la había engañado muchas veces, ahora le tocaba a ella. Además, su presencia ya no le infundía miedo. Aún se sentía un poco débil para llevar las riendas de su vida a solas, como antes. Pero ya disfrutaba pensando en el momento en que le entregaría a él el atiborrado cerdito Specki y le diría: «Gracias, mi querido enfermero. Toma esto como recuerdo de nuestra segunda época juntos. Estoy recuperada de mí misma y, lo siento, pero ya no me sirves de nada aquí».
En las entrañables conversaciones con mamá en la cocina, Hannes ya había anunciado una gran sorpresa navideña. Por supuesto que era para Judith, pero él quería compartirla con la familia y los amigos. De modo que era probable que planeara una pequeña fiesta.
—Se quedará con la boca abierta —lo oyó cuchichear a Hannes.
—¿Pero se enterará de algo en su estado? —preguntó mamá, siempre tan encantadora.
—Claro, claro —contestó Hannes—, aunque no pueda demostrarlo… en su fuero interno siente igual que nosotros.
La tarde del quince de diciembre, sin el control de Hannes —que estaba trabajando en el extranjero—, Bianca la llevó lejos, a la pastelería Aida, en la Thaliastraße. Basti, que resplandecía particularmente pelirrojo bajo la intensa luz de las bombillas, ya las esperaba y hacía girar nervioso la minúscula bolita plateada del labio.
—Se ha confirmado su sospecha —dijo Bianca, que en pocas semanas se había convertido en candidata al papel de una nueva comisaria de la serie
Tatort
.
Él asintió con la cabeza, y lo hizo con la boca ostensiblemente abierta, un indicio seguro de que le había cedido la palabra a su novia, sin resistencia y tal vez para siempre.
—¿Recuerda usted lo que le conté en la clínica sobre los cubos luminosos, jefa? —preguntó Bianca. Sin esperar una respuesta, continuó—: Pues cuando ya está oscuro y el señor Hannes llega a casa, siempre se iluminan los cinco cubos uno encima del otro, eso quiere decir que ha encendido las luces del pasillo, tal como hacen todos los demás cuando vuelven a casa. Pero nunca se iluminan los dos cubos, el siete y el ocho, del cuarto piso, porque él no enciende la luz cuando llega a su piso. ¿Se acuerda?
Judith: —Sí, es sospechoso.
Bianca: —¡Y ahora preste atención!
Judith: —Sí.
Bianca: —Ya sabemos por qué no enciende la luz.
Judith: —¿Por qué?
Bianca: —¿No lo adivina?
Judith: —No quiero advinar nada, Bianca, ¡por favor!
—Dilo de una vez —refunfuñó Basti.
Bianca: —No enciende la luz porque no entra en su piso, es que no vive en su piso ni de coña.
—¿Por qué no?
—Es un poco largo de contar.
—¡Bianca, me sacas de quicio!
Bianca: —Como el Basti miraba los cubos siete y ocho, y no se iluminaban ni de lejos, notó que el cubo de al lado, el seis, siempre estaba iluminado, ¿no, Basti?