El sepulcro se remontaba a los tiempos de los visigodos. ¿Era razonable que hubiera otros enterramientos de esa época dentro de los terrenos de la finca? Meredith miró en derredor. A su juicio, por inexperta que fuera en ese campo, aquello parecía el cauce seco de un río.
Esforzándose para que la excitación no se adueñase de ella, miró a su alrededor, en busca de una forma de bajar. No encontró ninguna a la vista. Vaciló, se agachó, maniobró hasta dejarse caer por el borde de la plataforma. Por un instante no hubo nada bajo sus pies, y quedó suspendida en el aire, sujeta por los codos. Se soltó entonces, y cayó durante una fracción de segundo, sobrecogida, hasta quedar en tierra.
Amortiguó el impacto flexionando las rodillas, y se enderezó acto seguido para iniciar el descenso. Parecía el lecho de un arroyo que sólo fluyera en invierno, y el verano había sido seco, aunque ya corría un hilillo de agua otoñal por el cauce. Meredith, con cuidado para no resbalar en las piedras sueltas en la capa de tierra mojada, miró sin cesar en busca de algo que se saliera de lo normal.
Al principio creyó que no había una sola grieta en la maleza que lo cubría todo, enmarañada y empapada por el rocío. Luego, poco más allá, antes de que la senda trazase una curva descendente, como una montaña rusa, Meredith percibió una depresión en el terreno de escasa profundidad. Se acercó hasta descubrir una piedra plana, gris, que asomaba bajo las extensas y enmarañadas raíces de un enebro, con sus hojas punzantes como agujas y sus frutos de color púrpura o verde. La depresión no tenía el tamaño suficiente para ser una tumba, pero no le pareció que la piedra estuviera allí puesta al azar. Meredith sacó el móvil y tomó un par de fotos.
Guardó el móvil y alargó la mano hasta hallar un punto de apoyo en la maleza, del cual tiró. Las ramas, aunque delgadas, eran fuertes, nervudas, si bien logró extraerlas lo suficiente para asomarse al espacio verde y húmedo, oscuro, rodeado por las raíces.
Sintió una descarga de adrenalina. Había un círculo formado por varias piedras, ocho en total. El dibujo despertó un recuerdo en su memoria. Entornó los ojos y comprendió entonces que la forma de las piedras era un eco de la corona de estrellas que remataba la imagen de «la Forcé». Y al estar allí en pie comprobó que el paisaje que la rodeaba recordaba de manera especial, por sus tonos, por sus matices, el descrito en la carta.
Con una sensación creciente de anticipación, introdujo las manos en el follaje y palpó el fango verdoso, que se escurría entre los dedos de sus guantes de lana, baratos, logrando soltar la mayor de las piedras. Limpió la superficie y se le escapó un suspiro de satisfacción. Pintada en alquitrán, o con otro pigmento, había una estrella de cinco puntas dentro de un círculo.
El símbolo de los pentágonos. La representación del tesoro.
Tomó otras dos fotos y dejó la piedra a un lado. Sacó del bolsillo la azadilla y comenzó a cavar, arañando las piedras y fragmentos de unas tejas de arcilla sin cocer. Extrajo una de las piezas de mayor tamaño y la examinó. Parecía una teja, aunque le extrañó que ese objeto estuviera allí enterrado, tan lejos de la casa.
Entonces el metal de la azadilla golpeó contra algo más consistente. Con cuidado de no dañar nada, Meredith dejó el utensilio a un lado y terminó de excavar a mano, abriendo un túnel lleno de barro, lombrices y escarabajos negros, quitándose los guantes, dejando que los dedos la guiaran como si fueran sus ojos.
Por fin palpó una pieza de tela pesada, una tela encerada. Introdujo la cabeza entre las hojas para echar un vistazo y retiró las esquinas de la tela. Se encontró con la hermosa tapa lacada de un cofre pequeño, con un dibujo de madreperla incrustada. Parecía un joyero o un costurero de señora, hermoso, sin duda un objeto de lujo en su día. Con dos iniciales visibles en el latón apagado, corroído.
L. V.
Meredith sonrió. Léonie Vernier. Tenía que ser ella.
A punto estaba de abrir la tapa cuando tuvo un momento de vacilación. ¿Y si las cartas estuvieran dentro? ¿Qué significaría eso? ¿Tenía realmente el deseo de verlas?
Como si fuera una avalancha repentina, notó que la soledad se le venía encima oprimiéndola. Los sonidos del bosque, hasta entonces tan acogedores y tranquilizadores, se habían tornado ominosos, amenazantes. Sacó el teléfono del bolsillo y verificó qué hora era. ¿Y si le hago una llamada a Hal? El deseo de oír otra voz humana, la voz de él, le produjo un cosquilleo. Se lo pensó mejor. Él no querría que nada lo molestase en plena reunión con la policía. Vaciló; al final, envió un mensaje de texto, y lo lamentó en el acto. Era como delegar la tarea en otro. Y lo último que deseaba era sentirse realmente necesitada.
Meredith volvió a mirar la caja que tenía delante, en el suelo.
Toda la historia está en las cartas.
Se secó una vez más las palmas de las manos en los vaqueros, que tenía húmedas debido al ejercicio y al nerviosismo que le causaba lo que estuviera por venir. Luego, por fin levantó la tapadera. La caja estaba llena de carretes de hilo de algodón, de cintas y dedales. El interior de la tapa, de guata, estaba tachonado de agujas y alfileres. Con los dedos sucios e insensibles debido al frío y a la tarea de excavación, Meredith fue retirando los carretes y escarbando entre telas, tal como antes lo había hecho en la tierra y el barro.
Allí estaban. Vio la primera carta del montón con el mismo dorso en verde, con el mismo dibujo delicado de ramas de árboles en oro y plata, aunque era una textura más quebradiza, claramente pintada a mano, con pincel, y no hecho en serie. Pasó los dedos sobre la superficie, distinta, áspera, no lisa. Más parecida a un pergamino que a las modernas reproducciones recubiertas de plástico.
Meredith se obligó a contar hasta tres para armarse de valor y dar la vuelta a la carta.
Su propio rostro la estaba mirando. La carta XI. La Justicia.
Mientras contemplaba la imagen pintada a mano, una vez más tuvo conciencia del susurro en el interior de su cabeza. No se parecía en nada a las voces que habían agobiado a su madre, pues era una sola voz suave, amable, que ya había oído antes en sueños, transportada por el aire que se colaba entre las ramas y los troncos de los árboles en pleno otoño.
Aquí, en este sitio precisamente, el tiempo se aleja en dirección a la eternidad.
Meredith se puso en pie. El movimiento más lógico sería en ese momento tomar las cartas y regresar al hotel. Estudiarlas debidamente en la comodidad de su propia habitación, con todas sus notas, con acceso a Internet, con la baraja en serie para poder compararlas a fondo.
Sólo que en esos momentos volvió a oír la voz de Léonie. En un suspiro, el mundo entero parecía haberse encogido hasta caber íntegramente en aquel lugar. El olor del campo, la suciedad y el barro mismo bajo las uñas, la humedad que rezumaba de la tierra y se le colaba en los huesos.
Sólo que éste no es el lugar.
Y es que algo la llamaba desde algún punto en lo más profundo del bosque. El viento soplaba con más violencia, realmente fuerte, y transportaba algo más que los sonidos del bosque. Música que se oía, pero que no se oía. Logró captar una tenue melodía en el susurro de las hojas caídas, en el golpeteo y el crujido de las ramas de las hayas algo más allá.
Notas aisladas, una melodía lastimosa en clave menor, y en todo momento el susurro en su cabeza, el susurro que la conducía hacia las ruinas del sepulcro.
Aïci lo tems s'en
va vers l'Eternitat.
Julián dejó el coche sin cerrar en la zona de aparcamiento, en las afueras de Rennes-les-Bains, y echó a caminar deprisa en dirección a la plaza Deux Rennes, para atravesarla en diagonal y entrar por una callejuela, en la que tenía su domicilio la doctora O'Donnell.
Se aflojó la corbata. Tenía manchas de sudor en las axilas. Cuanto más pensaba en la situación, mayor era su paranoia. Lo único que deseaba era encontrar las cartas. Todo lo que se lo impidiera, todo lo que lo aplazara, se le hacía intolerable. Nada de cabos sueltos.
No había pensado despacio en lo que iba a decir. Lo único que sabía a ciencia cierta es que no le iba a permitir que acudiese con Hal a la comisaría.
Dobló entonces una esquina y la vio, sentada con las piernas cruzadas en el murete que separaba la terraza de su propiedad de una senda abierta al público, y desierta, que conducía a la orilla del río. Estaba fumando y se pasaba las manos por el pelo a la vez que hablaba por un móvil.
¿Qué estaría diciendo?
Julián se detuvo, de pronto aturdido. Oyó entonces su voz, una voz rasposa, un acento con vocales llanas, y la conversación unilateral la amortiguó el latido de su sangre en las sienes.
Dio un paso más tratando de captar algo de lo que decía. Ella se había inclinado hacia delante, y con movimientos decididos, reiterativos, apagaba un cigarrillo en un cenicero plateado.
Algunas palabras llegaron hasta él.
—Tengo que ver lo del coche.
Julián extendió la mano para apoyarse en la pared. Tenía la boca reseca, como el pescado en salazón, agria. Necesitaba una copa que le quitase aquel mal sabor. Miró en derredor, sin pensar ya con ninguna claridad. Había un palo en el suelo, un palo que sobresalía del seto. Lo empuñó. Ella seguía charlando sin cesar, soltando mentiras sin cuento. ¿Por qué no terminaba de una vez?
Julián levantó el palo y lo abatió con todas sus fuerzas sobre su cabeza.
Shelagh O'Donnell gritó a causa del sobresalto, así que le asestó un segundo golpe para que dejara de hacer ruido. Cayó de costado sobre las piedras. Se hizo el silencio.
Julián dejó caer el arma. Por un instante se quedó completamente quieto. Entonces, espantado, incrédulo, tiró el palo al seto y echó a correr.
El sepulcro
Noviembre de 1891-octubre de 1897
Domingo,11 de noviembre de 1891
A
natole fue enterrado en el terreno del Domaine de la Cade. El lugar elegido fue el promontorio desde el que se dominaba el valle, en la otra orilla del lago, a la verde sombra de los árboles, cerca del banco de piedra en forma de luna creciente donde tantas veces había tomado asiento Isolde.
El abad Sauniére ofició la ceremonia íntima. Léonie, cogida del brazo de Audric Baillard, así como
maître
Fromilhague y madame Bousquet, fueron los únicos dolientes que asistieron.
Isolde permaneció en su habitación bajo vigilancia constante, y ni siquiera llegó a saber que se había celebrado el funeral. Encerrada en un mundo de silencio, un mundo que parecía suspendido en el tiempo, ni siquiera sabía si las horas pasaban deprisa o despacio, si habían dejado de dar vueltas las manillas del reloj o si toda la experiencia quedaba contenida en el transcurso de un solo minuto. Su existencia se había reducido a tal punto que no rebasaba el reducto de su cabeza. Distinguía la luz de las tinieblas, sabía que a veces ardía la fiebre en ella, y que otras el frío la desgarraba por dentro, pero también que se hallaba atrapada en algún lugar entre dos mundos, envuelta por un velo que no era capaz de retirar.
El mismo grupo rindió sus respetos al doctor Gabignaud ese mismo día, a una hora más avanzada, en el cementerio de la iglesia parroquial de Rennes-les-Bains, y esta vez la congregación fue mucho más numerosa, a la que se habían sumado los muchos lugareños que habían conocido y admirado al joven. El doctor Courrent se encargó de pronunciar su elogio fúnebre, y ensalzó el buen quehacer del joven médico, su dedicación al trabajo, su vocación, su sentido del deber.
Después de los entierros, entumecida por la pena y apesadumbrada por las responsabilidades que de repente habían recaído sobre su jóvenes hombros, Léonie se retiró en el Domaine de la Cade y apenas se aventuró a salir. La vida en la mansión emprendió una rutina carente de alegría, siempre igual día tras día, como si aquello no fuera a terminar nunca.
En los hayedos desnudos cayeron las nieves tempranas, que también cubrieron de un blanco manto las extensiones de césped y toda la finca. Se heló el lago y quedó adormecido, como un espejo de hielo bajo las nubes bajas.
Un nuevo médico, el sustituto de Gabignaud en su puesto de ayudante del doctor Courrent, acudía a diario para velar por el progreso de Isolde.
—Madame Vernier tenía ayer noche un pulso muy acelerado —dijo él con gravedad, a la vez que recogía su instrumental y lo guardaba en su bolso de cuero negro, quitándose el estetoscopio del cuello—. La congoja que la atenaza, la tensión a que la tiene sujeta su gravidez… La verdad, temo al pensar en la plena recuperación de sus facultades si persiste este estado.
El tiempo se tornó más severo en diciembre. Un viento que anunciaba borrasca procedente del norte y que trajo lluvia y hielo, azotó el tejado y las ventanas de la vivienda en sucesivas oleadas.
El valle del Aude quedó helado en la desdicha. Quienes carecían de techo bajo el que cobijarse, con suerte se acogieron a la hospitalidad de sus vecinos. Los bueyes pasaron hambre en los campos, y más de uno quedó apresado en el barro y en el hielo y se pudrió en el mismo lugar. Se helaron los ríos. Los caminos eran infranqueables. Escasearon los alimentos para los animales y para la población. La campanilla del sacristán repicaba por los campos cuando Cristo era llevado en procesión por los alrededores para dar consuelo a otro pecador en la hora de su muerte, por caminos semiocultos y traicioneros debido al hielo acumulado. Era como si todas las cosas vivas, una a una, sencillamente dejaran de existir. No había ni luz ni calor, como si las velas se hubieran ido apagando.