La barcaza de Tistou colisionó con algo que flotaba en el agua. Se volvió para ver qué era, reajustando su punto de apoyo con la facilidad que le daba la experiencia.
Era un cadáver.
Despacio, el viejo barquero viró la barcaza. El agua formó ondas al golpear la borda de madera, pero sin llegar a caer dentro. Se detuvo un instante, cuando los cables tendidos sobre el río, que comunicaban una orilla con la otra, parecieron cantar con el tenue aire de la mañana, aun cuando no corría ni una racha de brisa.
Anclando la barcaza por el procedimiento de hundir al máximo la pértiga en el barro del fondo, Tistou se arrodilló y se asomó al agua. En la superficie verdosa acertó a ver el cuerpo de una mujer que flotaba a flor de agua. Estaba boca abajo. Tistou se alegró de que así fuera. Los ojos vitreos de los ahogados siempre le resultaban difíciles de olvidar, así como los labios azulados y la expresión de sorpresa que parecía grabarse en una piel amarilla como la cera. «No lleva mucho tiempo en el agua», pensó Tistou. Sus rasgos aún no se habían desfigurado.
La mujer tenía un aspecto extrañamente sosegado con la ondulación de su largo cabello rubio, de un lado a otro, como las algas. Los lentos pensamientos de Tistou quedaron hipnotizados por ese movimiento. Tenía la espalda arqueada, los brazos y las piernas mecidos en su movimiento descendente, por debajo de las faldas, como si de alguna forma estuviera adherida al lecho del río.
«Otra suicida», pensó.
Tistou hincó bien los pies y se inclinó hacia el agua, apoyando con fuerza las rodillas dobladas contra la amura. Agarró con el puño el vestido gris de la mujer. Pese a estar empapado y fangoso por el contacto con el río, percibió la buena calidad de la tela. Tiró con fuerza. La barcaza se balanceó peligrosamente, pero Tistou había hecho ese mismo gesto en infinidad de ocasiones, y sabía de sobra cuál era el punto de resistencia máxima, dónde estaba el riesgo de volcar. Respiró hondo, volvió a tirar y agarró el cuello del vestido para hacer mejor presa.
—Uno, dos, tres… ¡arriba! —dijo en voz alta a la vez que el cuerpo se deslizaba sobre la amura y caía, como un pez recién capturado, en el casco húmedo de la barcaza.
Tistou se secó la frente con el pañuelo y volvió a encasquetarse en el cogote la gorra que le daba una estampa inconfundible. Sin necesidad de pensar, se llevó la mano al pecho y se santiguó. Fue un acto instintivo, no la manifestación de una creencia.
Dio vuelta al cuerpo. Una mujer que ya no estaba en su plena juventud, pero que seguía siendo bella. Tenía abiertos los ojos grises y el cabello se le había soltado en el agua, aunque era evidente que ora una mujer con clase. Sus manos blancas y suaves no eran las de alguien que trabajara para ganarse la vida.
Hijo de un pañero y una costurera, Tistou sabía detectar un buen algodón de Egipto nada más verlo. Encontró la etiqueta del sastre —de París— todavía legible en el cuello. La mujer llevaba un camafeo de plata al cuello, macizo, con dos miniaturas dentro, una de la propia dama, la otra de un joven de cabello negro. Lo dejó en donde estaba. Era un hombre honesto, nada que ver con los carroñeros que trabajaban en las represas del centro de la ciudad y despojaban a un cadáver de todos sus objetos de valor antes de entregarlo a las autoridades. Pero le gustaba conocer la identidad de quienes había recuperado del agua.
Isolde fue identificada rápidamente. Léonie había informado de su ausencia en cuanto amaneció, en cuanto despertó Marieta y vio que su señora no estaba.
Se vieron obligados a permanecer durante un par de días en la ciudad, para cumplir las formalidades legales y cumplimentar todo el papeleo, aunque no hubo la menor duda sobre las causas de su muerte: suicidio, cometido en un momento de enajenación mental.
En un apagado día de julio, un día nublado, sin sonidos de ninguna clase, Léonie llevó a Isolde de regreso al Domaine de la Cade, su último regreso. Culpable del pecado capital de haberse quitado la propia vida, a Isolde no le permitiría la Iglesia descansar en sagrado. Además, Léonie no quiso ni pensar en la posibilidad de que fuera enterrada en el mausoleo de la familia Lascombe.
Por el contrario, contó con los servicios del párroco Gélis, de Coustaussa, el pueblo con su castillo en ruinas que se encontraba a mitad de camino entre Couiza y Rennes-les-Bains, quien ofició una ceremonia privada dentro del terreno del Domaine de la Cade. Hubiera preferido contar con el abad Sauniére, pero prefirió abstenerse a tenor de las circunstancias, pues aún sufría los duros ataques de sus adversarios, de quienes estaban convencidos de que era justo imputarle este escándalo.
Al atardecer del 20 de julio de 1897 enterraron a Isolde junto a Anatole, en el apacible terreno del promontorio desde el que se dominaba el lago. Una lápida nueva, y modesta, sobre la hierba, recogió los nombres y las fechas de ambos.
Mientras Léonie escuchaba el murmullo de las plegarias, tomando con fuerza de la mano a Louis-Anatole, recordó cómo había ya presentado sus respetos a Isolde en un cementerio de París, en una ceremonia celebrada seis años atrás. Aquel recuerdo familiar descendió sobre ella con tal fuerza, con tal inquina, que tuvo que contener la respiración para mejor soportarlo. Se vió de pie en el salón de la calle Berlin, con las manos unidas ante un féretro cerrado y aquella solitaria hoja de palma que flotaba en el cuenco de cristal, sobre el aparador. El enfermizo aroma del ritual y de la muerte que se había insinuado en todos los rincones de la vivienda, con el incienso quemado y las velas que ardían para enmascarar el empalagoso dulzor del cadáver. Sólo que allí no había cadáver. Y en el piso de abajo Achille aporreaba su piano sin cesar, notas negras y blancas que ascendían y se filtraban entre los tablones de la tarima, hasta que Léonie creyó que estaba a punto de enloquecer.
Al oír el golpe sordo de la tierra sobre la madera de la tapa del féretro, su único consuelo fue que Anatole no había tenido que vivir ese instante.
Como si se hiciera cargo de su estado de ánimo, Louis-Anatole la rodeó por la cintura con su pequeño brazo.
—No te preocupes, tía Léonie. Yo cuidaré de ti.
E
l salón privado en la primera planta de un hotel de la vertiente española de los Pirineos estaba atestado de humo de cigarrillos de tabaco turco, que los huéspedes habían fumado desde que él llegase algunas semanas antes.
Era un caluroso día del mes de agosto, si bien él iba vestido de invierno, con un grueso abrigo de color gris y unos suaves guantes de cabritilla. Estaba en los huesos, demacrado, y la cabeza le oscilaba ligeramente, en un movimiento reiterativo, como si estuviera en desacuerdo con una pregunta que nadie más había oído formular. Con una mano temblorosa se llevó a los labios un vaso de cerveza negra, con aspecto de
regaliz
líquido. Bebió con cuidado, sin abrir apenas una boca cuyas comisuras estaban cubiertas de pústulas. Pero a pesar de su apariencia deteriorada, sus ojos conservaban el poder de mandar, clavándose en las almas de quienes observaba como el filo cortante de un puñal.
Sostuvo el vaso en alto.
Su criado se adelantó con una botella de cerveza negra y volvió a llenar el vaso de su señor. Por un instante compusieron un grotesco retablo, el inválido desfigurado y su hirsuto sirviente, con el cuero cabelludo hecho un mapa de eccemas y llagas de tanto rascarse.
—¿Qué noticias tenemos?
—Dicen que ella se ha ahogado. Por su propia mano —replicó el criado.
—¿Y la otra?
—La otra cuida del niño.
Constant no respondió nada. Los años de exilio, el avance irremisible de la enfermedad, lo habían debilitado sobremanera. Su cuerpo se iba derrumbando. Ya no lograba caminar con facilidad. En cambio, el proceso de deterioro parecía si acaso haberle aguzado el ingenio. Seis años antes se vio obligado a actuar más deprisa de lo que él hubiera querido. Y eso le privó del placer de disfrutar debidamente de su venganza. El interés que puso en buscarle la ruina a la hermana se había debido exclusivamente a la intención de torturar al propio Vernier, de hacérselo saber poco a poco, de modo que apenas pudiera sospecharlo. Sin embargo, la muerte rápida y limpia que se le infligió a Vernier le causó una profunda decepción, y todavía a esas alturas tenía la sensación de que alguien, o algo, le había arrebatado a Isolde mediante trampas y engaños.
Su precipitada huida, cruzando la frontera con España, tuvo como consecuencia que Constant no tuviera ninguna noticia a lo largo de doce largos meses, después de los acontecimientos de la Noche de Difuntos de 1891; así, no tuvo conocimiento de que la muy furcia no sólo había sobrevivido a la bala que él le había destinado, sino que además había dado a luz a un hijo. El hecho de que hubiera vuelto una vez más a escapársele era algo que lo tenía obsesionado.
Sólo por el placer de maquinar cómo culminar su venganza había aguantado con paciencia el paso de los seis últimos años. Los intentos que se llevaron a cabo para expropiarle de sus pertenencias y activos lo habían dejado prácticamente en la ruina. Necesitó toda la destreza y toda la inmoralidad de sus abogados para proteger parte de su riqueza y mantener oculto su paradero.
Constant se vio obligado a obrar con cautela y discreción absolutas, permaneciendo exiliado al otro lado de la frontera hasta que todo el interés que suscitó su persona terminó por extinguirse. Por fin, el invierno anterior, el inspector Thouron había recibido el esperado ascenso y se le había asignado la complicada investigación sobre un oficial del ejército, Dreyfus, que tan ocupada tenía a toda la fuerza policial de París. Más relevante para el deseo devorador de Constant, para su máximo y voraz deseo de vengarse de Isolde, era que le hubiera llegado aviso de que el inspector Bouchou, de la
gendarmerie
de Carcasona, se había jubilado cuatro semanas antes.
Por fin estaba del todo despejado el camino para que Constant regresara a Francia sin que nadie se percatase.
Ordenó a su criado que se adelantase a preparar el terreno ya en primavera. Con una serie de cartas anónimas, enviadas al ayuntamiento y a las autoridades de la Iglesia, le resultó sumamente fácil aventar las llamas de una campaña de murmuraciones en contra del abad Sauniére, un sacerdote estrechamente relacionado con el Domaine de la Cade y con los acontecimientos que Constant ya sabía que habían tenido lugar en tiempos de Jules Lascombe.
Se había enterado de aquellos rumores que hablaban de un diablo, de un demonio, puestos en circulación en el pasado para aterrar a todos los lugareños de la región. Fueron los sicarios pagados por Constant los que extendieron nuevos rumores acerca de una bestia que rondaba los valles y montes atacando al ganado. Su criado viajó de pueblo en pueblo y de una aldea a otra, excitando a las buenas gentes y difundiendo los rumores acerca de que el sepulcro que se encontraba en los terrenos propiedad de los Vernier había vuelto a ser el epicentro de una actividad oculta. Comenzó por los más vulnerables y desprotegidos, por los mendigos harapientos y descalzos que dormían a la intemperie y se guarecían bajo las carretas, los pastores que pasaban el invierno aislados en los montes, los que seguían el paso de los jueces ambulantes de una localidad a otra. Fue administrando gota a gota el veneno de Constant en los oídos de los merceros y los cristaleros, los limpiabotas y los criados de las grandes casas, las encargadas de la limpieza, las doncellas. Los lugareños eran supersticiosos y crédulos. La tradición, el mito y la historia sirvieron de confirmación a sus calumnias. Un susurro aquí, un chivatazo allá, referidos todos a que las huellas de las garras no se correspondían con las de ningún animal. Que los extraños gemidos que se oían de noche… Que se percibía un olor putrefacto cuando… Todo apuntaba a que algún demonio sobrenatural había llegado exigiendo su tributo por los antinaturales sucesos que se habían producido en el Domaine de la Cade, una tía que había contraído matrimonio con el sobrino de su marido.
Los tres estaban ya muertos.
Con una serie de hilos invisibles, trazó y tensó su red en torno al Domaine de la Cade. Y si era cierto que hubo ataques de los que su criado no habría podido ufanarse, Constant supuso que en realidad no pasaba de ser sino la letanía de costumbre que se refería a los gatos monteses, a los lobos, a lo que fuera, a los animales que rondasen al acecho en los pastos a más altura, en las cumbres.
Con la jubilación de Bouchou había llegado el momento idóneo para pasar a la acción. Ya había tenido que esperar demasiado tiempo, y precisamente por haberlo hecho había perdido la oportunidad de infligir a Isolde el castigo que a su juicio hubiera sido adecuado. Además, al margen de los interminables remedios y tratamientos que se administraba, a pesar del mercurio, de las aguas, del láudano, Constant estaba muriéndose.
Sabía que no le quedaba mucho tiempo antes de que empezara a fallarle la cabeza. Había sabido reconocer los síntomas, no tenía ya dificultad en hacer él mismo un diagnóstico tan exacto como el de cualquier matasanos. Lo único que realmente temía era el breve, último, aciago resplandor de lucidez, antes de que las sombras descendieran sobre él ya para siempre.
Constant tenía previsto cruzar la frontera a comienzos de septiembre y regresar a Rennes-les-Bains. Vernier había muerto. Ella había muerto. Pero aún quedaba el niño.
Del bolsillo del chaleco sacó el reloj que le había robado a Vernier en el callejón Panoramas casi seis años antes. Mientras se alargaban las sombras en la vertiente española de los Pirineos, le dio vueltas y más vueltas en sus escrofulosas, sifilíticas manos, pensando en su Isolde.
E
l 20 de septiembre, aniversario del asesinato de Marguerite Vernier, desapareció otra niña. Fue la primera en más de un mes, y se la llevaron de la orilla del río a la altura de Sougraigne. El cuerpo de la chiquilla apareció cerca de la Fontaine des Amoureux, con la cara desfigurada por huellas de garras y cortes sanguinolentos sobre las mejillas y la frente. Al contrario que otros niños anteriormente desaparecidos, olvidados, desposeídos, ésta era la amada hija menor de una familia que tenía parientes en muchos de los pueblos del Aude y del Salz.
Dos días más tarde desaparecieron dos niños de los bosques cercanos al lago Barrene, en la montaña en la que supuestamente habitaba un diablo. Sus cuerpos aparecieron al cabo de una semana, pero en tan mal estado que hasta pasado algún tiempo no se observó que también habían sido atacados por un animal, que tenían la piel despellejada a arañazos.