Sepulcro (84 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Léonie sabía que él había visto las estatuas en tiempos de su difunto tío. Pero no alcanzaba a entender por qué, pasados unos doce años de aquellos sucesos, quiso hacer una réplica de las imágenes que tanto daño habían causado. En ausencia de su amigo y guía, Audric Baillard, no tenía con quién comentar sus temores.

El descontento se extendió desde el monte, se difundió por el valle y llegó a Rennes-les-Bains. De súbito menudearon las habladurías, los recuerdos de aquellos sucesos que habían causado tanta inquietud en el pueblo años atrás. Se rumoreó que existían túneles secretos entre Rennes-le-Cháteau y Rennes-les-Bains, cámaras de enterramiento de la época visigoda. Se oyeron acusaciones de que, como ya sucediera antes, el Domaine de la Cade era el refugio de una bestia salvaje, y no tardaron en cobrar nueva fuerza. Los perros, las cabras e incluso los bueyes fueron objeto de ataques por parte de lobos o gatos monteses que no parecían temer ni las trampas ni las armas de los cazadores. A menos que aquélla fuera una criatura antinatural, cosa que también empezó a oírse con frecuencia. Es decir, una criatura no gobernada por las leyes normales de la naturaleza.

Aunque Pascal y Marieta hicieron cuanto estuvo en su mano por impedir que los rumores llegasen a oídos de Léonie, algunas de las historias más perversas llegaron pese a todo a su conocimiento. La campaña era sutil; no se hacían acusaciones en voz alta, de modo que Léonie nunca pudo dar respuesta a la lluvia de quejas que arreciaba sobre el Domaine de la Cade y sobre la casa misma.

No existía manera de identificar cuál pudiera ser la fuente de los rencorosos rumores, y sólo fue posible comprobar que se iban intensificando. Con el fin del invierno, con la llegada de una primavera lluviosa y fría, las maledicencias relativas a los sucesos sobrenaturales que tenían lugar en el Domaine de la Cade fueron cada vez más frecuentes. Se habló de que se habían visto espectros y demonios, se hizo referencia incluso a los rituales satánicos que se llevaban a cabo en el sepulcro y al amparo de la noche. Todo aquello fue como si regresaran los tiempos siniestros en que Jules Lascombe fue dueño y señor de la casa. La amargura reinante, la inquina, apuntaba a los sucesos de la Noche de Difuntos de 1891. Se afirmó que el terreno se declaraba en rebeldía, que buscaba la debida retribución por los pecados del pasado.

Antiguos encantamientos, hechizos de antaño, en la lengua tradicional de la región, aparecieron grabados en las rocas que jalonaban el camino, para tratar de espantar al demonio que en esos momentos, como ya hiciera antes, rondaba peligrosamente por el valle. Aparecieron estrellas de cinco puntas inscritas en un círculo, con alquitrán negro, en diversas rocas del camino. Se dejaron ofrendas votivas de flores y de cintas en hornacinas antes no señaladas.

Una tarde en que estaba sentada Léonie con Louis-Anatole en el lugar que más le gustaba, a la sombra de los plátanos de la plaza Pérou, una frase que alguien pronunció de un modo insultante le llamó la atención.


Lou Diable se rit.

Cuando regresó al Domaine de la Cade, preguntó a Marieta qué significaba.

—El diablo se ríe —le tradujo a regañadientes.

De no haber sabido Léonie que tal idea era imposible, hubiera sospechado que la mano de Victor Constant se hallaba detrás de los rumores y las habladurías. Se recriminó por tener tales pensamientos.

Constant había muerto. La policía así lo pensaba. Tenía que estar muerto. De lo contrario, ¿por qué los había dejado en paz durante ya casi cinco años, para terminar por volver entonces?

C
APÍTULO
90

Carcasona

C
uando los calores de julio volvieron de color ocre los pastos que se extendían entre Rennes-le-Cháteau y Rennes-les-Bains, Léonie ya no pudo soportar por más tiempo su confinamiento. Necesitaba urgentemente un cambio de aires.

Las historias y las maledicencias que se contaban sobre el Domaine de la Cade habían arreciado llenos de rencor y con mayor intensidad de un tiempo a esta parte. De hecho, el ambiente que se palpaba en la última ocasión en que estuvo con Louis-Anatole en Rennes-les-Bains le había resultado tan desagradable que decidió no volver a visitar el pueblo en el futuro inmediato. El silencio o las miradas suspicaces sustituyeron a los anteriores saludos y sonrisas. No quería que Louis-Anatole presenciara una situación tan desagradable.

La ocasión elegida por Léonie para la excursión no fue otra que
féte nationale.
Acudirían a las celebraciones del aniversario de la toma de la Bastilla, acaecida más de cien años antes, un espectáculo de fuegos artificiales en la ciudadela medieval de Carcasona precisamente el 14 de julio. Léonie no había vuelto a visitar la ciudad desde aquella breve y dolorosa estancia con Anatole e Isolde, pero pensando en el bien de su sobrino —iba a ser un regalo ligeramente tardío por su quinto cumpleaños— decidió arrinconar todas sus aprensiones.

Decidió convencer a Isolde de que los acompañase. El estado nervioso de su tía había empeorado de un tiempo a esta parte. Había empezado a insistir en que había personas que la seguían, que incluso la vigilaban desde la orilla opuesta del lago, y decía que había rostros bajo el agua. Vio humo en el bosque a pesar de que no había ningún fuego encendido. Léonie no quiso dejarla ni siquiera en las eficaces manos de Marieta. No quiso que pasara tantos días sin compañía.

—Por favor, Isolde —susurró, y le acarició la mano—. Te sentaría bien alejarte unos días de aquí, dejar que el sol te dé en la cara. —Le estrechó los dedos—. Para mí sería maravilloso que vinieras. Y para Louis-Anatole también. Sería el mejor regalo de cumpleaños que le pudieras hacer. Ven con nosotros, te lo pido por favor.

Isolde la miró con sus profundos y apenados ojos grises, con una mirada que parecía al tiempo transmitir una gran sabiduría y, en cambio, no ver nada.

—Si ése es tu deseo —accedió con su voz argentina—, iré con vosotros.

Léonie se quedó tan asombrada que abrazó de improviso a Isolde, causándole un notable sobresalto. Percibió lo delgada que estaba Isolde bajo la ropa y el corsé, pero apartó ese pensamiento de su mente. Nunca había llegado a contar con que Isolde se mostrase de acuerdo con el viaje, y por ese motivo fue inmensa su alegría. Tal vez fuera incluso un indicio de que su tía por fin estaba dispuesta a mirar de frente al futuro. Y a conocer por fin a su maravilloso hijo.

Fue un grupo reducido el que emprendió viaje en tren a Carcasona. Marieta se ocupó de vigilar a su señora. A Pascal le cupo encargarse de Louis-Anatole y entretenerlo con historias militares, contándole las hazañas del ejército francés en el África Occidental, en Dahomey y en la Costa de Marfil. Le habló con tanto deleite de los desiertos, de las rugientes e inmensas cataratas, de un mundo perdido y escondido en una meseta secreta, que Léonie llegó a sospechar que había tomado sus descripciones prestadas de los escritos de monsieur Jules Verne, y no de las páginas de los periódicos. Louis-Anatole, por su parte, entretuvo a los presentes en el vagón relatando los cuentos que le había narrado monsieur Baillard sobre los caballeros medievales. Los dos pasaron un viaje sumamente satisfactorio, contándose hazañas bélicas de todo tipo.

Llegaron a la hora del almuerzo, en la mañana del 14 de julio, y hallaron alojamiento en la zona baja de la Bastide, cerca de la catedral de Saint-Michel, a bastante distancia del hotel en el que Isolde, Léonie y Anatole se habían alojado seis años antes. Léonie pasó el resto de la tarde recorriendo la ciudad con su sobrino, excitado, atento a las novedades, y le permitió comer demasiado helado.

Regresaron a descansar a las cinco en punto. Léonie encontró a Isolde tendida en un sofá junto a la ventana, mirando los jardines del boulevar Barbes. Con una sensación de vacío en la boca del estómago, se dio cuenta entonces de que Isolde no tenía la intención de acudir con ellos a ver los fuegos artificiales.

Léonie no dijo nada, con la esperanza de haberse tal vez equivocado, pero cuando le llegó el momento de aventurarse para presenciar el espectáculo nocturno, Isolde manifestó que no se sentía con ganas de mezclarse con el gentío. Louis-Anatole no se llevó una decepción, pues lo cierto es que nunca había contado realmente con que su madre los acompañara. En cambio, Léonie se permitió enfadarse con ella, algo poco habitual, ante la evidencia de que ni siquiera en una ocasión tan especial iba a estar Isolde a la altura de su hijo.

Tras dejar que Marieta atendiera a las necesidades de su señora, Léonie y Louis-Anatole salieron con Pascal. El espectáculo lo había planificado y lo costeaba un industrial de la ciudad, monsieur Sabatier, inventor del aperitivo L'Orkina y del licor La Micheline, conocido como «La Reine des Liqueurs». El espectáculo iba a ser más bien un simple experimento, aunque con la promesa de mejorar al año siguiente si realmente cosechara éxito. La presencia de Sabatier llamaba la atención por todas partes, ya fuera en los folletos promocionales que Louis-Anatole recogió con sus pequeñas manos, recuerdos de su excursión, o en los carteles que se veían en las paredes de infinidad de edificios.

Cuando empezó a disminuir la luz del día, el gentío se fue apiñando en la margen derecha del río Aude, en el
quartier
Trivalle, para contemplar los baluartes ya restaurados de la Cité. Los niños, los agricultores y las criadas de las mejores casas, las dependientas y los limpiabotas, todos ellos concurrieron en la iglesia de Saint-Gimer, donde una vez se guareció Léonie en compañía de Victor Constant. Apartó aquel recuerdo de sus pensamientos.

En el margen izquierdo el público se acomodó a la entrada del Hópital des Malades, aunque apenas había sitio donde colocarse. Los niños se hallaban en equilibrio sobre el murete que rodeaba la capilla de San Vicente de Paúl. En la Bastide, el gentío se congregó en la Porte des Jacobins y también a lo largo de la orilla. Nadie sabía muy bien qué se podía esperar del espectáculo anunciado.

—Arriba,
Pichón
—dijo Pascal, y se subió al niño a los hombros.

Léonie, Pascal y Louis-Anatole ocuparon su lugar en el Pont Vieux, apiñándose los cuatro en uno de los
bees
apuntados, las ojivas desde las que se veía el agua. Léonie susurró en voz alta al oído de Louis-Anatole, como si fuera a comunicarle un gran secreto, que incluso el obispo de Carcasona, según se decía, había salido de su palacio para presenciar aquella gran celebración del republicanismo.

Con la caída de la noche, los que habían ido a cenar a los restaurantes cercanos aumentaron el número de los presentes en el viejo puente. La multitud era aplastante. Léonie miró a su sobrino, preocupada tal vez de que fuera una hora demasiado
tardía
para que estuviera en la calle, y también de que el ruido de la pólvora le asustase, pero le sorprendió descubrir en el rostro de Louis-Anatole la misma mirada de concentración absoluta que recordaba haber visto en el rostro de Achille cuando se sentaba a componer ante el piano.

Léonie sonrió y se dio cuenta de que cada vez le resultaba más fácil disfrutar de sus recuerdos sin que la asaltase y la abrumase la sensación de la pérdida.

En ese momento comenzó el
embrassement
de la Cité. Las murallas medievales quedaron envueltas por la furia de las llamaradas naranjas y rojas, por las chispas, por el humo de todos los colores. Ascendían los fuegos en el cielo nocturno, y estallaban de pronto. Nubes de vapores de acre olor llegaron rodando desde la colina y salvaron el río, causando un cierto picor en los ojos de los espectadores, aunque la magnificencia del espectáculo compensó con creces toda incomodidad. El cielo, azulado, se había tornado púrpura, y resplandecía en tonalidades verdes, blancas y rojas a medida que los fuegos de artificio salían disparados y la ciudadela quedaba envuelta en las llamas, en el resplandor, en el deslumbrante brillo.

Léonie notó que la pequeña mano de Louis-Anatole, caliente, se había deslizado hasta posarse en su hombro. La cubrió con la suya. ¿Iba a ser tal vez ése un nuevo comienzo? Tal vez la pena que había dominado su vida durante ya tanto tiempo, durante demasiado tiempo, terminaría por aflojar y le permitiría pensar en un futuro más luminoso.

—Por el futuro —dijo ella casi para sus adentros, recordando a Anatole.

Su hijo le había oído.

—Por el futuro, tía Léonie —dijo él, devolviéndole sus votos. Calló unos instantes, y entonces añadió—: Si me porto bien, ¿vendremos al año que viene?

Cuando terminó el espectáculo y comenzó a dispersarse la muchedumbre, Pascal llevó en brazos al niño soñoliento, camino de la pensión en que se alojaban.

Fue Léonie quien le acostó. Prometiéndole que, en efecto, volverían a disfrutar de aquella aventura, le dio un beso, le deseó buenas noches y se retiró, dejando como siempre una vela encendida, para espantar a los espectros, a los espíritus malignos y a los monstruos de la noche.

Estaba para el arrastre, exhausta por las emociones del día. Los pensamientos que la llevaron continuamente al recuerdo de su hermano —y a su culpabilidad, al papel que había desempeñado al guiar a Victor Constant hasta donde él estaba— le habían torturado el ánimo durante todo el día.

Deseosa de descansar un poco, Léonie se preparó un bebedizo para dormir y vio cómo se disolvían los polvos en un vaso de coñac caliente. Lo bebió despacio, se deslizó entre las sábanas y se durmió profundamente para no tener un solo sueño.

Un brumoso amanecer se fue extendiendo sobre las aguas del Aude a la vez que la pálida luz de la mañana daba de nuevo forma al mundo.

Las orillas del río, las aceras y los adoquines de la Bastide estaban poco menos que cubiertas de panfletos y papeles. La contera rota de un bastón de madera de boj, unas cuantas partituras pisoteadas por el gentío, una gorra perdida por su dueño. Y por todas partes se veían los folletos repartidos por monsieur Sabatier.

Las aguas del Aude, lisas como un espejo, apenas se movían con la quietud del alba. El viejo barquero, Baptistin Cros —al que toda Carcasona conocía con el sobrenombre de Tistou—, guiaba su pesada barcaza atravesando el río en calma rumbo al embalse de Paíchérou. Río arriba, remontando el curso, apenas quedaría rastro de las celebraciones de
féte nationale.
No había cajas olvidadas, no había guirnaldas ni avisos ni papeles, ni tampoco el persistente olor de la pólvora o del papel quemado. Con mirada firme contempló la luz purpúrea que refulgía sobre la Montagne Noire, al norte, a la vez que el cielo viraba del negro al azul y del azul al blanco del alba.

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