—Sigo sin…
—A ver, dos cosas. Primero, ¿por qué es inexacto el informe policial? Segundo, y reconozco que esto es pura especulación, si tu padre realmente perdió el control del coche en la curva y se precipitó al río, no cabe duda de que tendría que haber habido mucho más ruido, lo cual habría llamado la atención. No puedo creer que todas las luces se hubieran apagado en el acto.
A Hal comenzó a cambiarle la cara.
—¿Estás diciendo que es posible que el coche fuera empujado al río desde la carretera, y que no se precipitó cuando iba en marcha?
—Es una explicación posible —dijo Meredith.
Se miraron el uno al otro unos instantes con los papeles cambiados. Hal era el escéptico, Meredith la convencida.
—Hay una cosa más —añadió Shelagh. Los dos se volvieron a ella, pues por un instante casi habían olvidado que estaba allí—. Cuando me fui a dormir, tal vez al cabo de un cuarto de hora, oí otro coche en la carretera. Debido a lo anterior, me asomé a mirar.
—¿Y bien? —dijo Hal.
—Era un Peugeot azul que iba en dirección sur, hacia Sougraigne. Sólo me percaté a la mañana siguiente de que eso había ocurrido ya después del accidente, más o menos a la una y media. Si venía del pueblo, el conductor del segundo coche no pudo dejar de ver al otro estrellado en el río. ¿Por qué no lo notificó entonces a la policía?
Meredith y Hal volvieron a mirarse, pensando los dos en el coche aparcado en esos momentos en el parking del personal del hotel.
—¿Cómo puede estar segura de que eran un Peugeot azul? —preguntó Hal, procurando mantener la calma—. Estaba oscuro.
Shelagh se sonrojó.
—Es exactamente la misma marca y el mismo modelo que mi coche. Es el que tiene todo el mundo —añadió a la defensiva—. Además, hay una farola delante de la ventana de mi dormitorio.
—¿Y qué dijo la policía cuando se lo comunicó?
—No les pareció que fuera importante, digo yo.
Miró de reojo a la puerta.
—Lo lamento, pero tengo que marcharme.
Se puso en pie. Meredith y Hal hicieron lo propio.
—Mire —dijo él, y se metió las manos en los bolsillos—, sé que seguramente es terrible lo que le voy a pedir, pero ¿hay alguna forma de que pueda convencerla para que venga conmigo a la comisaría de policía de Couiza? Para contarles lo que nos ha dicho a nosotros, nada más.
Shelagh negó despacio con la cabeza.
—No sé —dijo—. Yo ya he prestado declaración.
—Lo sé. Pero si vamos juntos… —insistió él—. Yo he visto el expediente del accidente, y la mayor parte de las cosas que nos ha contado no se recogen en ese informe. —Se pasó los dedos por el flequillo—. Permítame que la lleve allá, por favor. —La miró fijamente con sus ojos azules—. Necesito llegar al fondo de este asunto. Por mi padre, se lo pido por mi padre.
A juzgar por la expresión de angustia que delataba su cara, Meredith comprendió que a Shelagh le estaba resultando dificilísimo. Estaba claro que no deseaba tener ningún trato con la policía. Pero al cabo venció el afecto que había tenido por el padre de Hal. Asintió repentinamente.
Hal suspiró con gran alivio.
—Gracias. Muchísimas gracias. La recogeré a las doce, ¿de acuerdo? Así tendrá tiempo de pensar despacio en todo esto. ¿Le parece bien?
Shelagh asintió.
—Tengo un par de recados urgentes que hacer esta mañana, por eso vine antes de lo previsto, pero estaré en casa poco después de las once.
—Perfecto. ¿Y su casa está en…?
Shelagh le indicó la dirección. Se dieron la mano un tanto cohibidos, debido a las circunstancias, y volvieron al vestíbulo. Meredith se dirigió a su habitación, dejando que Hal acompañase a la doctora O'Donnell hasta su coche.
Ninguno de los dos oyó el ruido de otra puerta, la que separaba el bar de las oficinas de la parte trasera, que se cerró en ese momento.
J
ulian Lawrence tenía la respiración agitada. La sangre le golpeaba en las sienes. Entró a paso veloz en su estudio y dio un portazo tan fuerte que hizo retumbar los vidrios de las vitrinas.
Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta hasta dar con el tabaco y el encendedor. La mano le temblaba tanto que tuvo que hacer varios intentos hasta prender un cigarrillo. El
commissaire
ya le había dicho que una persona se había presentado para declarar, una inglesa llamada Shelagh O'Donnell, pero que en realidad no había visto nada de relevancia en el caso. El nombre le sonó de algo, pero lo dejó correr. Como la policía no pareció tomársela en serio, no le pareció esencial atender ese imprevisto. Le dijeron que era una
ivrogne,
una borracha.
Cuando apareció esa mañana en el hotel, tampoco fue capaz de sumar dos y dos. Lo irónico es que se coló en el despacho, detrás del bar, con la intención de escuchar la conversación que pudiera mantener con Hal y con Meredith Martin sólo porque la había reconocido: era una de las personas que comerciaban con los vendedores de antigüedades de Couiza. Llegó precipitadamente a la conclusión de que la señora Martin la había invitado para hablar con ella del Tarot de Bousquet.
Tras escuchar a escondidas, cayó en la cuenta de que conocía el nombre de O'Donnell, efectivamente. En julio de 2005 tuvo lugar un incidente en uno de los yacimientos arqueológicos de los montes de Sabarthés. Julián no recordaba los detalles exactos, pero sí recordó que perdieron la vida varias personas, incluido un autor muy conocido cuyo nombre en ese momento tampoco acertó a recordar. Pero todo eso era lo de menos.
Lo que realmente importaba era que había visto su vehículo en el lugar de los hechos. Julián estaba convencido de que sería imposible demostrar que ése era el suyo, y no cualquier otro de los muchos coches exactamente iguales que circulaban por toda la región, pero tal vez podría ser suficiente para inclinar el fiel de la balanza. La policía no había tratado a O'Donnell con la debida seriedad; no había tenido en consideración su testimonio, pero si Hal seguía insistiendo, cabía la posibilidad de que se lo volvieran a pensar.
No podía creer que O'Donnell llegase a relacionar el Peugeot con el Domaine de la Cade, ya que de lo contrario no se hubiera atrevido a ir allí esa mañana. Pero no podía arriesgarse a que ella extrajera sus propias conclusiones.
Tenía que hacer algo, aunque una vez más se viera obligado a forzar la mano, tal como le sucedió con su hermano. Julián miró al cuadro que tenía en la pared, sobre el escritorio: el viejo símbolo del tarot, similar a un ocho tumbado de lado, símbolo de infinitas posibilidades, a la vez que se sentía cada vez más encajonado.
En la estantería, a su lado, había objetos que había encontrado en sus excavaciones en la finca. Tardó mucho en reconocer que el sepulcro en ruinas no pasaba de ser exactamente eso, unas cuantas piedras antiguas, nada más. Pero había encontrado uno o dos objetos que quizá… Uno era un reloj caro, aunque muy deteriorado, que ostentaba las iniciales A. V., y el otro era un camafeo de plata con dos retratos en miniatura, encontrados ambos en dos tumbas que había descubierto a la orilla del lago.
Eso era lo que de veras le importaba, el pasado, y no tener que resolver los problemas del presente.
Julián se dirigió al mueble bar del aparador y se sirvió un brandy para calmar los nervios. Se lo bebió de un trago y miró el reloj.
Eran las tres y cuarto.
Cogió la chaqueta del gancho de la puerta, se tomó un caramelo de menta, recogió las llaves del coche y salió.
M
eredith dejó a Hal hablando por teléfono, tratando de concertar una cita en el
commissariat
de Couiza antes de ir a recoger a la doctora O'Donnell a las once, tal como le había prometido.
Lo besó en la mejilla. El levantó la mano, le dijo sin palabras hasta luego, moviendo los labios tan sólo, y volvió a su conversación. Meredith se detuvo a preguntar a la amable recepcionista si sabía dónde podía pedir prestada una pala.
Éloise no reaccionó de un modo extraño ante una petición tan poco común, limitándose a sugerirle que el hortelano tal vez estuviera trabajando en los jardines de la parte posterior, en cuyo caso podría prestarle ayuda.
—Gracias. Le preguntaré a él —dijo Meredith, y abrigándose el cuello con la bufanda salió por la puerta cristalera a la terraza.
La bruma de primera hora de la mañana prácticamente se había disipado del todo por efecto del sol, aunque la hierba resplandecía con un rocío plateado. Todo se hallaba bañado en una luz entre cobriza y dorada, que destacaba sobre la nitidez del cielo, en donde volaban hilachas de nubes rosas y blancas.
Se percibía ya en el aire el olor embriagador de las hogueras de la Noche de Difuntos. Meredith respiró a fondo, inspirando el olor del otoño, que le habló de su infancia. Mary y ella tallaban religiosamente las caras en las calabazas para convertirlas en faroles. Preparaban su disfraz para ir de casa en casa diciendo a los vecinos «truco o treta». Por lo común salía con sus amigos disfrazada de fantasma, una blanca sábana con dos agujeros a la altura de los ojos y una boca horrible pintada con rotulador negro.
Al bajar corriendo la escalinata hasta la avenida de grava, se preguntó qué estaría haciendo Mary en esos momentos. Y se contuvo. Allá donde vivía Mary sólo eran las cinco y cuarto de la mañana: estaría aún durmiendo. Quizá pudiera llamarla más tarde, para desearle una feliz Noche de Difuntos.
El hortelano no estaba por ninguna parte, pero su carretilla sí se encontraba allá a la vista. Meredith miró en derredor por si acaso anduviera cerca de donde había dejado sus utensilios, pero no vio nada. Vaciló, y al cabo cogió la azadilla que empleaba en los macizos de flores, guardándosela en el bolsillo antes de salir a buen paso por el césped, hacia el lago. La devolvería en cuanto le fuera posible.
Era una extraña sensación, pero se movía como si estuviera siguiendo los pasos de la figura que había visto a primera hora por las extensiones de césped de la finca.
¿Visto? ¿Imaginado tal vez?
Se volvió a mirar casi a su pesar la fachada del hotel, y en un momento dado se detuvo a averiguar cuál era su ventana, y si realmente era posible que hubiera visto lo que creía haber visto desde tan gran distancia. A medida que iba recorriendo la senda por la izquierda del lago, el terreno fue elevándose. Ascendió una pendiente herbosa hasta un pequeño promontorio desde el que se dominaba toda la extensión del agua, con el hotel al fondo. Le pareció una locura, pero estaba convencida de que era exactamente allí donde había visto detenerse a aquella figura a primera hora de la mañana.
Imaginado, sin duda.
Había un banco curvo, de piedra, en forma de luna creciente. La superficie brillaba por efecto del rocío. Meredith lo secó con sus guantes antes de tomar asiento. Como siempre le ocurría ante una vasta superficie de agua, pensó al punto en su madre biológica, en la forma en que había decidido poner fin a su vida. Adentrándose en el lago Michigan con los bolsillos cargados de piedra. Igual que Virginia Woolf, según supo Meredith muchos años después, en el instituto, aunque siempre tuvo la duda razonable de que su madre hubiera llegado a conocer este dato.
Pero mientras permanecía sentada, mirando el lago, a Meredith le sorprendió sentirse tan en paz. Seguía pensando en su madre, pero el pensamiento no iba acompañado por la habitual sensación de culpa. No se le desbocaba el corazón, no la invadía la vergüenza, no sentía pesadumbre. Aquél era un lugar para la reflexión, para la calma y el recogimiento. Sólo le llegaba el graznido de los cuervos en los árboles, el piar más agudo de los tordos en la espesura, en el seto que quedaba a su espalda, aislada además de la casa por la extensión de agua, si bien se hallaba a la vista.
Aún se quedó un rato más, antes de decidir que era hora de continuar su caminata. Dos horas antes se sintió frustrada al no poder iniciar cuanto antes la búsqueda de las ruinas del sepulcro. Teniendo en cuenta el testimonio de Shelagh O'Donnell en el hotel, calculó que Hal tendría mucho que hacer. No contaba con que regresara antes de la una.
Sacó el móvil y verificó que tenía cobertura antes de guardarlo. Sin duda, la llamaría si necesitaba ponerse en contacto con ella.
Con cuidado para no resbalar en la hierba húmeda, volvió a la zona llana sin alejarse mucho del lago, y allí se detuvo a examinar el terreno. En una dirección, el camino que rodeaba el lago terminaba por volver al hotel. Por la otra, una senda invadida por la maleza se adentraba en los hayedos. Meredith tomó el camino de la izquierda. En cuestión de minutos se encontraba muy dentro del bosque, caminando y trazando una curva tras otra bajo el sol que se filtraba entre las copas.
La senda la llevó a una zona en la que muchos caminos se cruzaban una y mil veces, todos muy semejantes. Unos seguían en ascenso, otros descendían hacia el valle. Su intención consistía en localizar las ruinas del sepulcro visigótico y, a partir de allí, tratar de encontrar un lugar en el que pudieran estar escondidas las cartas. De haber estado ocultas en un lugar al alcance, alguien las habría descubierto muchos años atrás, aunque supuso que, como punto de partida, el sepulcro podía ser un escondite tan bueno como el que más.
Meredith se internó por una senda invadida por la maleza, por la que llegó a un calvero. A los pocos minutos, la ladera se convirtió en una pendiente muy marcada. El terreno que pisaba cambió de manera inesperada. Meredith se afianzó bien con las piernas, avanzando despacio por las piedras resbaladizas, por los trechos de grava, frenando, desplazando pinas y ramas caídas, hasta que al cabo se encontró en una especie de plataforma natural, una especie de puente. Y por debajo, en un cruce en ángulo recto, vio un trecho de tierra marrón que salía de debajo de la espesura y la rodeaba.
A lo lejos, gracias a un claro entre los árboles, Meredith descubrió en el cerro siguiente un grupo de megalitos, grises en medio del verde de la maleza, seguramente los mismos que le había indicado Hal cuando viajaban hacia Rennes-le-Cháteau.
Se le puso de punta el vello de la nuca.
Se dio cuenta de que desde aquella especie de mirador eran visibles gran parte de los hitos naturales que él le había señalado: el Sillón del Diablo, el
bénitier,
el Estanque del Diablo. Por si fuera poco, desde aquel punto tuvo la casi total certeza de que todos los lugares empleados como telón de fondo en las cartas también eran visibles sin esfuerzo.