Estaba ya a distancia suficiente para ver con bastante claridad la expresión de desprecio que se había dibujado en el rostro de Constant. No pudo dar crédito a lo que sabía: que alguna vez le parecieron sus rasgos faciales nobles y distinguidos. Era a todas luces un ser provecto, la vileza en persona, reflejada en la crueldad de la boca y unas pupilas que no eran sino cabezas de alfiler en unos ojos amargados. Le inspiró repugnancia.
—No se encuentra usted en situación de dar órdenes, mademoiselle Vernier. —Volvió la cabeza hacia donde estaba tendida lsolde, envuelta en su propia capa—. Y la muy furcia… Con un solo disparo le ha bastado y le ha sobrado. Lástima. Me hubiera gustado verla sufrir todo lo que ella me ha hecho sufrir a mí.
Léonie miró a sus ojos azules sin parpadear.
—Ahora ya no está a su alcance —dijo ella, y la mentira acudió sin titubeos a sus labios.
—Me tendrá que perdonar, mademoiselle Vernier, si no le tomo la palabra en eso que acaba de decir. Además, no veo una sola lágrima en sus mejillas. —Miró de reojo el cuerpo de Gabignaud—. Tiene usted unos nervios capaces de soportarlo todo, pero dudo mucho que tenga tan endurecido el corazón.
Vaciló como si se dispusiera a asestar el golpe de gracia. Léonie sintió que su cuerpo se ponía en tensión, a la espera del disparo que sin duda había de ir dirigido a ella. Se dio cuenta de que Pascal estaba ya casi listo para entrar en acción. Le costó un gran esfuerzo no mirar hacia donde se encontraba.
—A decir verdad —dijo Constant—, su carácter me recuerda mucho a su señora madre.
Todo se aquietó de pronto, como si el mundo entero contuviera la respiración. Las nubes blancas, el frío que se respiraba en el aire de la noche, el temblor del viento en las ramas desnudas de los árboles, el susurro en los matorrales de enebro. Por fin recuperó Léonie la facultad del habla.
—¿Qué quiere decir? —preguntó. Cada palabra parecía caer como gotas de plomo en el aire frío.
Percibió la satisfacción que sentía él. Surgía de su interior como el hedor que despide una curtiduría, acre, penetrante.
—¿Todavía no está al corriente de lo que le ha ocurrido a su madre?
—¿Qué está usted diciendo?
—En París no se ha hablado de otra cosa, se lo aseguro —dijo Constant—. Tengo entendido que ha sido uno de los más espantosos asesinatos con que la ramplona mentalidad de los gendarmes del octavo
arrondissement
ha tenido que vérselas desde hace mucho tiempo.
Léonie dio un paso atrás, como si la acabase de abofetear.
—¿Ha muerto?
Le castañetearon de pronto los dientes. Percibió la verdad de lo que había afirmado Constant en el silencio que sobrevino, pero en lo más profundo de su ser no pudo aceptarla. De no ser así, habría perdido el equilibrio, habría caído al suelo allí mismo. Y durante todo ese tiempo se iban debilitando minuto a minuto Isolde y Anatole.
—No le creo —logró decir a duras penas.
—Ah, sí que me cree, mademoiselle Vernier. Lo veo en su rostro. —Bajó el brazo, con lo que dejó de apuntar a Léonie por un momento. Ella dio un paso atrás. A su espalda, notó que Denarnaud cambiaba de posición, se acercaba a ella y le cerraba el paso. Delante, Constant también avanzó hacia ella, reduciendo rápidamente la distancia que los separaba. Entonces, por el rabillo del ojo vio a Pascal agacharse y empuñar las pistolas de la caja que habían traído de la casa y que no se habían utilizado.
—¡Atención! —le gritó.
Léonie actuó sin vacilar, arrojándose al suelo a la primera, justo cuando un disparo silbó por encima de su cabeza. Denarnaud cayó al suelo, alcanzado por la espalda.
Constant replicó en el acto, disparando hacia la oscuridad y sin dar en el blanco. Léonie oyó los movimientos de Pascal en la maleza, y comprendió que iba a dar un rodeo para aparecer por detrás de Constant.
Por orden de Constant, el viejo soldado ya avanzaba hacia donde se encontraba Léonie. El otro individuo había echado a correr hacia donde terminaba la arboleda, buscando a Pascal y disparando al azar.
—¡Está aquí! —gritó en dirección a su señor.
Constant volvió a disparar. Tampoco acertó esta vez.
De pronto, el sonido de unos pasos a la carrera fue llegando hasta ellos.
Léonie alzó la cabeza en dirección al punto del que venía el ruido y oyó gritos.
—
¡Arést!
Reconoció la voz de Marieta, que gritaba en la oscuridad junto con otras voces. Entornó los ojos y llegó a ver el resplandor de varios faroles que se iban acercando, y que aumentaba a la vez que oscilaba en la negrura. El chico del hortelano, Émile, entró corriendo en el claro por el extremo opuesto. Llevaba una antorcha en una mano y un bastón en la otra.
Léonie vio que Constant se hacía cargo de la situación. Disparó, pero el muchacho fue más rápido, y se coló detrás del tronco de un haya para protegerse. Constant levantó el brazo, de frente, y disparó a la oscuridad. Léonie vio que el odio le contraía la cara en el momento en que se dio la vuelta y descargó dos balazos en el torso de Anatole.
Léonie dio un alarido.
—¡No! —exclamó, y avanzó desesperada a rastras, por el terreno embarrado, hacia donde se encontraba tendido su hermano—. ¡No!
Los criados, unos ocho en total, incluida Marieta, llegaron a la carrera.
Constant no esperó más. Echándose la capa por encima, emprendió la marcha internándose en la arboleda, en las sombras, camino de donde estaba su fiacre ya listo para marchar.
—No hay testigos —dijo.
Sin mediar palabra, su criado se volvió y disparó un tiro que acertó a dar en la cabeza del viejo soldado. Por un instante, el rostro del moribundo fue la viva expresión de la perplejidad. Cayó entonces de rodillas y luego de bruces.
Pascal salió de las sombras y disparó la otra pistola. Léonie vio tropezar a Constant, vio que cedían sus piernas, pero siguió caminando, alejándose de la arboleda. En medio del desconcierto y el caos, oyó cerrarse de golpe las puertas del coche, tintinear los arneses y golpetear las lámparas en los costados a la vez que el fiacre desaparecía en el bosque, subiendo la colina, en dirección al portón de la parte posterior de la finca.
Marieta ya se ocupaba de atender a Isolde. Léonie notó que Pascal llegaba corriendo hasta arrodillarse a su lado. Se le escapó un sollozo. Se puso en pie trabajosamente y avanzó los últimos metros que la separaban de su hermano.
—¿Anatole? —susurró. Tensó el brazo en torno a sus anchos hombros, lo sacudió y quiso despertarlo—. Anatole, por favor…
La quietud del momento pareció ahondarse.
Léonie agarró el grueso tejido del abrigo de Anatole para darle la vuelta. Contuvo la respiración. Cuánta sangre encharcada en el suelo, allí donde había estado tendido, y en los horribles orificios por los que habían penetrado las balas. Acunó su
cabeza
en sus brazos y le apartó el cabello de la cara. Le miró a los ojos. Los tenía completamente abiertos, pero la vida se había apagado en ellos.
D
espués de que Constant se diera a la fuga, la arboleda se despejó rápidamente.
Con ayuda de Pascal, Marieta condujo a Isolde, prácticamente inconsciente, hasta el coche de Denarnaud, para así llevarla de vuelta a la mansión. Aunque la herida que tenía en el brazo no era grave, sí había perdido mucha sangre. Léonie le habló en todo momento, pero Isolde no respondió. Se dejó conducir, pero era como si no conociera a nadie, como si no reconociera nada. Estaba todavía en el mundo, pero alejada de él.
Léonie tenía frío y temblaba, el cabello y la ropa impregnados del olor de la sangre, de la pólvora y la tierra húmeda, pero se negó a separarse de Anatole. El chico del hortelano y unos mozos de los establos construyeron un improvisado ataúd con sus abrigos y los palos que habían utilizado como armas, con las que habían puesto en fuga a Constant y a sus hombres. Transportaron a hombros el cuerpo de Anatole y así atravesaron los terrenos, las antorchas encendidas en medio del aire negro y frío. Léonie, una doliente solitaria en un funeral no anunciado, los seguía cabizbaja. Otros portaban el cuerpo del doctor Gabignaud. Habría que enviar después la carreta para recoger los cuerpos del viejo soldado y del traidor Denarnaud.
La noticia de la tragedia que se había abatido sobre el Domaine de la Cade ya comenzaba a propagarse cuando Léonie regresó a la casa. Pascal había despachado un recadero a Rennes-le-Cháteau para informar a Bérenger Sauniére de lo ocurrido y solicitar su presencia. Marieta había mandado recado a Rennes-les-Bains para contar con los servicios de la mujer que se encargaba de acompañar a los moribundos y amortajar a los difuntos.
Llegó madame Saint-Loup con un chiquillo que portaba una bala de algodón que lo doblaba en tamaño. Cuando Léonie se acordó de pactar el coste de los servicios con la mujer, se le informó de que su salario ya lo había cubierto su vecino, monsieur Baillard. Su amabilidad, su generosidad, arrancó más lágrimas de los extenuados ojos de Léonie.
Los cuerpos fueron colocados en el comedor. Léonie contempló enmudecida e incrédula cómo madame Saint-Loup llenaba un cuenco de porcelana con el agua de una botella de cristal que había traído consigo.
—Agua bendita,
madomaiséla
—murmuró en respuesta a la pregunta que Léonie no llegó a formular. En el agua introdujo una rama de madera de boj, prendió dos velas aromáticas, y comenzó a recitar las plegarías por los muertos. El chiquillo quedó cabizbajo—.
Peyre Sant,
Padre Santo, toma a tu siervo. Las palabras de los rezos, mezcla de nuevas y viejas tradiciones, fueron anegándola y, sin embargo, Léonie no sintió nada. No tuvo la percepción de que la gracia descendiera del cielo, no encontró la paz en la defunción de Anatole, no entendió que ninguna luz entrase en el alma y que la incluyese en un círculo común. No hubo consuelo, no halló poesía en las ofrendas de la anciana mujer, sino tan sólo una pérdida inmensa que se propagaba en su propio eco.
Madame Saint-Loup calló. Con un gesto indicó al chiquillo que le pasara unas tijeras grandes de su bolso, y comenzó a cortar la ropa de Anatole, empapada en sangre. La tela estaba apelmazada, sucia por las heridas y por el contacto con la tierra, y el proceso resultó minucioso y difícil. —
Madomaiséla?
Entregó a Léonie dos sobres que había sacado de los bolsillos de Anatole. El papel plateado y el negro escudo de armas en la carta de Constant. La segunda, con matasellos de París, estaba sin abrir. Las dos tenían los bordes teñidos de rojo, como si alguien hubiera pintado un filete herrumbroso sobre la densa trama del papel.
Léonie abrió la segunda carta. Era una notificación oficial en la que la
gendarmerie
del octavo
arrondissement
procedía a informar a Anatole del asesinato de su madre, acaecido en la noche del domingo 20 de septiembre. No se había detenido a ningún criminal por este asesinato. La carta la firmaba un tal inspector Thouron y había llegado tras pasar por sucesivas direcciones antes de localizar por fin a Anatole en Rennes-les-Bains.
En la carta se le requería que se pusiera en contacto con la policía tan pronto le fuera posible. Léonie estrujó la hoja en su puño helado. No había puesto en duda ni siquiera por un instante las crueles palabras de Constant, las que le arrojó a la cara en la arboleda tan sólo una hora antes, aunque sólo en esos instantes, con las palabras oficiales en negro sobre blanco, sólo entonces aceptó la verdad de los hechos. Su madre había muerto. Y llevaba muerta más de un mes.
Esta circunstancia, el que a su madre nadie la hubiera llorado, nadie la hubiera reclamado, laceró el desolado corazón de Léonie. Sin Anatole a su lado, esas cuestiones recaerían ahora en ella. ¿Con quién más podía contar?
Madame Saint-Loup comenzó a limpiar el cuerpo, secando la cara y las manos de Anatole con tal ternura que a Léonie le dolió presenciar la operación. Por fin colocó sobre la mesa varias sábanas de lino, cada una de ellas amarillenta y recorrida por unas puntadas hechas con hilo negro, como si hubieran prestado ese mismo servicio en muchas otras ocasiones.
Léonie no soportó seguir presenciándolo.
—Mándeme aviso cuando llegue el abad Sauniére —susurró, y se marchó de la estancia, dejando a la mujer la macabra tarea de introducir el cuerpo de Anatole en su sudario y coserlo luego.
Despacio, como si las piernas se le hubieran vuelto de plomo, Léonie subió las escaleras y se encaminó a la habitación de Isolde. Marieta estaba junto a su señora. Un médico al que Léonie no reconoció, con sombrero de copa negro y cuello rígido, había llegado del pueblo en compañía de una enfermera con aire de matrona y vestida con un delantal blanco almidonado. Eran empleados de los Baños Termales, y también los había hecho venir monsieur Baillard.
Cuando Léonie entró en el dormitorio, el médico estaba administrando un sedante a la paciente. La enfermera había recogido la manga de Isolde y el médico introdujo la aguja de su gruesa jeringuilla plateada en su delgado brazo.
—¿Cómo se encuentra? —susurró Léonie a Marieta.
La criada dio una leve sacudida con la cabeza.
—Lucha por seguir con nosotros,
madomaiséla.
Léonie se acercó más a la cama. Incluso a ella, a pesar de su inexperiencia, le resultaba evidente que Isolde pendía de un hilo entre la vida y la muerte. La consumía una fiebre alta, que no remitía. Léonie se sentó y la tomó de la mano. Las sábanas, bajo Isolde, estaban empapadas y hubo que cambiarlas. La enfermera colocó gasas de lino frías para aplacar el ardor de su frente, aunque le refrescaban la piel sólo un momento.
Al surtir efecto la droga que el médico le había administrado, el calor dejó paso al frío y el cuerpo de Isolde se estremeció bajo el cobertor como si sufriera el baile de san Vito.
Los enfebrecidos e involuntarios recuerdos de la violencia que había presenciado quedaron para Léonie en segundo plano debido a su inquietud por la salud de Isolde. E igual sucedió con el peso abrumador de la pérdida, que amenazaba con aplastarla por poco que se pusiera a pensar. Su madre había muerto. Anatole estaba muerto. La vida de Isolde y la de su futuro hijo pendían de un hilo.
Ascendió la luna en el cielo. Era la víspera de Todos los Santos.
Poco después de dar el reloj las once, llamaron a la puerta y apareció Pascal.