—Es cosa del diablo esta tormenta. Los mismos signos de siempre. Hubo música en el lago ayer noche.
Tenía el aliento agrio, espeso, y Léonie instintivamente dio un paso atrás, si bien le afectó un poco, a su pesar, la sinceridad que mostró el viejo.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó bruscamente.
El hortelano se santiguó.
—Por estos parajes ronda el diablo, y cada vez que sale del lago Barrene trae consigo tormentas violentas que se persiguen unas a otras por el campo. El difunto señor quiso llenar de tierra el lago, pero el diablo vino a avisarle a él y a los obreros, a las claras, que si seguían con la obra Rennes-les-Bains quedaría anegada bajo las aguas.
—Eso no son más que absurdas supersticiones. No puedo yo…
—Se llegó a un acuerdo, no seré yo quien diga ni cómo ni por qué, pero lo cierto es que los obreros suspendieron los trabajos. Hubo que dejar el lago en paz. En cambio, ahora,
mas ara,
el orden natural de las cosas ha vuelto a trastocarse. A la vista están todos los signos. El diablo volverá a reclamar lo que se le debe.
—¿El orden natural? —se oyó repetir en un susurro—. ¿Qué quiere usted decir?
—Hace veintiún años —murmuró—, el difunto señor convocó al diablo. Suena la música cuando los espectros salen de la tumba. No seré yo quien diga ni cómo ni por qué. Vino incluso el sacerdote.
Ella frunció el ceño.
—¿El sacerdote? ¿Qué sacerdote?
—¡Léonie!
Con una extraña mezcla de culpa y de alivio, se dio la vuelta en redondo al oír la voz de su hermano. Anatole le hacía señas con el brazo en alto desde la terraza.
—¡Anatole!
—Ya ha llegado el coche —le gritó.
—Vaya con cuidado, no pierda de vista su alma,
madomaiséla
—dijo el hortelano, o más bien lo masculló—. Cuando viene la tormenta, los espíritus salen a caminar en libertad.
Calculó mentalmente las fechas. Había dicho veintiún años antes, es decir, en 1870. Se estremeció. Volvió a ver esa fecha, el año de publicación, inscrita en la cubierta de
Les tarots.
Los espíritus salen a caminar en libertad.
Léonie repasó mentalmente las palabras del hortelano, que con tanta precisión concordaban con lo que había leído anteriormente. Abrió la boca para formular otra pregunta, pero el viejo ya se había encasquetado la gorra y puesto a cavar en los macizos para clavar los rodrigones. Vaciló unos instantes, pero se recogió las faldas y echó a correr para subir las escaleras hacia donde su hermano la esperaba. Era intrigante, desde luego. E inquietante. Pero no iba a permitir que nada estropease el rato que pensaba pasar con Anatole.
—Buenos días —le dijo él, y se inclinó para plantarle un beso en la mejilla arrebolada, a la vez que la miraba de arriba abajo—. No sé yo si no sería necesario un poco más de modestia…
Léonie se miró las medias, claramente a la vista, con algunas motas de barro que habían saltado del camino. Sonrió a la vez que se alisaba la falda con las manos.
—Hecho —dijo ella—. Ya me ves más respetable, ¿no?
Anatole negó con un gesto, a medias de frustración, a medias de diversión ante su incorregible hermana.
Volvieron juntos a la casa y subieron al carruaje.
—¿Ya has estado cosiendo? —le preguntó él al fijarse en una hebra de algodón rojo que se le había pegado a la manga—. ¡Qué hacendosa eres!
Léonie cogió el hilo y lo dejó caer.
—No, estuve buscando una cosa en el costurero, eso es todo —respondió, sin ponerse colorada ante una mentira que no había ensayado siquiera.
El cochero hizo chasquear el látigo y el carruaje arrancó por la avenida.
—¿La tía Isolde no ha querido acompañarnos? —preguntó ella levantando la voz para hacerse oír a pesar del ruido de los cascos y el tintineo de los arneses.
—Tenía asuntos pendientes, relacionados con la propiedad, que reclamaban su atención.
—¿Pero la cena del próximo sábado se mantiene?
Anatole se dio una palmada en el bolsillo de la chaqueta.
—Así es. Le he prometido que haremos de mensajeros y que repartiremos las invitaciones.
Durante la noche, el viento había arrancado algunas ramas y multitud de hojas de las hayas de troncos plateados, pero el camino del Domaine de la Cade estaba despejado de todo residuo, y lo recorrieron a buena velocidad. Los caballos iban con orejeras y corrían a buen ritmo a pesar de que los faroles golpeaban contra los costados del coche cada vez que emprendían un descenso.
—¿Oíste los truenos ayer noche? —preguntó Léonie—. Qué extraños me parecieron. El estruendo sordo y seco, y de pronto los estallidos inesperados, y el ulular del viento incesante.
—Parece ser que es habitual que haya tormentas con gran aparato de truenos pero sin lluvia, sobre todo en verano, cuando suelen desencadenarse incluso muy seguidas.
—Sonaba como si el trueno se hallara atrapado en el valle, entre los montes. Como si rodara con enojo, sin poder salir.
Anatole rió.
—Eso puede haber sido el efecto del
blanquette…
Léonie le sacó la lengua.
—Pues ahora mismo no sufro ningún efecto —dijo con coquetería—. El hortelano me contó que, según se dice, las tormentas se producen cuando los espíritus salen en libertad a caminar. —Frunció el ceño—. ¿O es más bien al contrario? Ahora no estoy segura, la verdad.
Anatole levantó las cejas.
—¿En serio?
Léonie se volvió para dirigirse al cochero que iba en el pescante.
—¿Conoce usted un lugar llamado lago Barrene? —preguntó levantando la voz para hacerse oír sobre el ruido de las ruedas.
—
Oc, madomaiséla.
—¿Queda lejos de aquí?
—
Pas luenh.
—No, no quedaba lejos—. Para los
turistas
es de visita obligada, pero no me aventuraría yo a subir hasta allí. —Señaló con el látigo una zona densamente arbolada y un claro con tres o cuatro megalitos que sobresalían del terreno como si los hubiera dejado caer allí una mano gigantesca—. Allá arriba está el Sillón del Diablo. Y a una mañana entera de camino, más arriba, el Estanque del Diablo y la Montaña del Cuerno.
Léonie quiso hablar de aquello que le inspiraba temor, con el fin de dominarlo, y lo hizo con plena conciencia. Pese a todo, se volvió a Anatole con una expresión de triunfo.
—Ya lo ves —añadió—. Por todas partes hay rastro de diablos y fantasmas.
Anatole rió.
—Pura superstición, pequeña. Sin duda. Y eso no son rastros, no son pruebas.
El coche los dejó en la plaza Pérou.
Anatole encontró a un chiquillo deseoso de repartir las invitaciones a los huéspedes de Isolde a cambio de un
sou,
y sólo entonces emprendieron su paseo. Comenzaron por la Gran Rué, en dirección a los Baños Termales. Hicieron un alto y pasaron un rato en la terraza de un pequeño café, en donde Léonie tomó una taza de café fuerte y bien dulce, y Anatole una absenta, también dulce. Damas y caballeros, con sus vestidos y sus gabanes, pasaban de largo en su paseo cotidiano. Una niñera con un cochecito de niño. Unas cuantas niñas con el cabello suelto y adornado con cintas de seda en rojo y azul, un muchachito con bombachos hasta la rodilla, jugando al aro.
Hicieron una visita a la mayor tienda de la localidad, Maison Bousquet, donde se vendían toda clase de artículos, desde hilos y cintas hasta cazuelas y sartenes de cobre, y tanto trampas para animales como redes o escopetas de caza. Anatole entregó a Léonie la lista de provisiones que había confeccionado Isolde para que fueran entregadas el mismo sábado en el Domaine de la Cade, y permitió que fuera ella quien hiciera los encargos.
Se lo pasó en grande. Admiraron la arquitectura de la localidad. Numerosos edificios de la margen izquierda eran más impresionantes de lo que les había parecido a la llegada; en efecto, muchos tenían más plantas de las que creyeron y estaban construidos de modo que se asentaban en la ladera y hundían sus cimientos en la misma garganta del río. Algunos estaban bien cuidados, aunque fueran modestos. Otros se hallaban quizá en peor estado, con la pintura desconchada, los muros abombados, o mal alineados, como si les pesara el paso del tiempo.
En el meandro que formaba el río, Léonie gozó de una excelente panorámica de las terrazas del balneario y de los balcones de la parte posterior del hotel Reine. Más aún que desde la calle, el establecimiento termal dominaba la vista con su grandeza, con su imponente presencia, sus modernos edificios y piscinas y sus impresionantes ventanales de cristal. Una estrecha escalera de piedra bajaba directamente de las terrazas hasta la orilla del río, donde se veía una hilera de cabinas de baño individuales. Eran buena prueba del progreso, de la ciencia, un moderno santuario para los peregrinos contemporáneos necesitados de atenciones médicas.
Una solitaria enfermera, con una cofia blanca de alas puntiagudas colocada sobre su cabeza como si fuera una enorme ave marina, empujaba con paciencia la
chaise roulante
de un paciente. A orillas del río, al pie de la avenida Reine, una pérgola de hierro forjado en forma de corona proporcionaba una acogedora sombra a resguardo del sol inclemente. En un pequeño quiosco ambulante, con una estrecha ventanilla que daba a la calle, tocada con un pañuelo claro, provista de unos fuertes y morenos brazos, una mujer vendía vasos de sidra por un
sou.
Junto al puestecillo, que era semejante a una caravana, un artilugio de madera servía de prensa para las manzanas, y sus dientes metálicos trituraban la fruta al tiempo que un chiquillo con las manos enrojecidas y una camisa que le quedaba demasiado grande introducía las manzanas, rojas y herrumbrosas, por un embudo.
Anatole se puso en la cola y compró dos vasos de sidra refrescante. Le pareció demasiado dulce. A Léonie, en cambio, le resultó deliciosa, y primero bebió la suya y luego la de su hermano, escupiendo las pepitas de la manzana en su pañuelo.
La orilla derecha, la orilla opuesta, tenía un carácter bien distinto. Allí eran más escasos los edificios, y los pocos que había se aferraban casi con uñas y dientes a la ladera del monte, entre los árboles que crecían en algunos puntos, incluso en la misma orilla. Eran sobre todo viviendas pequeñas y modestas. Allí vivían los artesanos, los criados, los tenderos que dependían de las afecciones y las hipocondrías de la clase media de ciudades como Toulouse, Perpiñán o Burdeos. Léonie vio a los pacientes sentados junto a los manantiales humeantes de agua rica en hierro, el agua de los
bains forts,
a los que se accedía por un túnel cubierto y cerrado al público. Una hilera de enfermeras y criados esperaba con paciencia en la orilla, con las toallas dobladas sobre los brazos, a que salieran las personas que tenían a su cargo.
Cuando hubieron explorado el pueblo entero a plena satisfacción de Léonie, ella anunció que estaba cansada y se quejó de que le apretaban las botas. Regresaron a la plaza Pérou pasando por Correos y la Oficina de Telégrafos.
No había llegado carta ni comunicación de ninguna clase desde París.
Anatole propuso una bonita
brasserie
en el lado sur de la plaza.
—¿Te parece aceptable? —preguntó, señalando la única mesa libre con su bastón—. ¿O tal vez prefieres almorzar dentro?
El viento jugaba amablemente al corre que te pillo entre los edificios, susurrando por los callejones, provocando el aleteo de los toldos. Léonie miró alrededor las hojas doradas, cobrizas y rojizas de los árboles, que trazaban espirales a merced del viento, y contempló los restos de luz del sol en el edificio que cubría la hiedra.
—Fuera estaremos mejor —dijo ella—. Es un sitio encantador. Casi perfecto.
Anatole sonrió.
—Me pregunto si no será éste el viento que aquí llaman
cers
—murmuró sentándose frente a ella—. Creo que viene del noroeste, de los montes, según Isolde, al contrario que el
marin,
que proviene del Mediterráneo. —Sacudió la servilleta—. ¿O ése es el mistral?
Léonie se encogió de hombros.
Anatole pidió
el pâté de la maison
y una fuente de tomates con una
bûche
de queso de cabra de la región, acompañada de almendras y miel, para compartir entre los dos, con un
pichet
de
rosé
de montaña.
Léonie partió un trozo de pan y se lo introdujo en la boca.
—Esta mañana visité la biblioteca —dijo—. Creo que tiene una selección de libros interesantísima. La verdad es que me sorprende que ayer pudiésemos gozar de tu compañía.
A él le brillaron los ojos oscuros.
—¿Qué pretendes decir?
—Sólo que allí hay libros de sobra para tenerte muy ocupado durante mucho tiempo y que, de hecho, me sorprendió que localizaras a la primera el pequeño volumen de monsieur Baillard entre tantos libros. —Entornó los ojos—. ¿Qué me respondes? ¿Entiendes lo que quiero decirte?
—No, nada —respondió Anatole, retorciéndose las guías del bigote.
Al percibir la evasiva, Léonie dejó el tenedor sobre la mesa.
—Aunque… ahora que lo mencionas, confieso que me sorprendió que no dijeras nada sobre la biblioteca cuando viniste a mi habitación ayer noche, antes de cenar.
—¿Que no dijera nada? ¿Sobre qué?
—Caramba, pues sobre la espléndida colección de
beaux livres,
para empezar. —Clavó los ojos en el rostro de su hermano para observar mejor su reacción—. Y sobre los muchos libros de ocultismo que hay allí. Algunos me han parecido ediciones muy especiales.
Anatole no respondió de inmediato.
—Bueno, en más de una ocasión me has acusado de ser un poco cansino cuando hablo de los libros de anticuario —dijo él al final—. No quise aburrirte.
Léonie rió.
—Oh, por lo que más quieras, Anatole. ¿Se puede saber qué te pasa? Sé muy bien, por lo que tú mismo me has contado alguna vez, que muchos de esos libros se consideran poco o nada recomendables. Incluso en París. No es precisamente lo que se esperaba hallar en un sitio como éste. Y que tú no hayas dicho nada es… En fin, es…
Anatole suspiró fumando el cigarrillo.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—¿Y bien qué?
—Bueno. De entrada, ¿se puede saber por qué estás tan decidido a no dar la menor muestra de interés? —Respiró hondo antes de seguir—. Y, de paso, ¿por qué tenía nuestro tío una colección tan nutrida de libros de ese… digamos que de ese género?