—Me parece que tratas de criticar a Isolde a toda costa —dijo él, mirándola con evidente ferocidad—. Salta a la vista que ella no te importa nada.
—Si ésa es la impresión que te has formado, te aseguro que te equivocas. Creo de veras que la tía Isolde es encantadora. —Alzó la voz ligeramente para impedir que él la interrumpiese—. No es tanto nuestra tía, sino más bien el ambiente del lugar: eso es lo que me parece inquietante, sobre todo si a eso se añade la presencia de todos esos libros sobre ocultismo que hay en la biblioteca. ¿No recuerdas la repentina reticencia que mostró Isolde ayer cuando hablamos de lo que le interesaba a su difunto esposo? Eso no lo podrás negar.
Anatole suspiró.
—No me fijé. Creo que estás haciendo una montaña a partir de un simple grano de arena. La explicación más evidente, por emplear tus propias palabras, es que el tío Jules tenía gustos más bien católicos o, mejor dicho, liberales. O tal vez sea que haya heredado muchos de los libros que hay en la casa.
—Algunos son muy recientes —dijo ella con terquedad.
Se dio cuenta de que lo estaba provocando y quiso retroceder, pero por algún motivo no acertó a contenerse.
—Y tú se supone que eres la experta en esa clase de publicaciones —dijo él con escepticismo.
Ella se sonrojó ante la frialdad con que lo soltó.
—No, pero es que precisamente de eso se trata, eso es lo que intento decir, porque resulta que tú sí lo eres. De ahí la sorpresa que me causa que no te pareciera oportuno contarme nada sobre la colección de libros.
—Bueno, en cuanto a eso, la verdad es que no lo sé explicar. Tampoco me explico, dicho sea de paso, por qué estás tan resuelta a ver un misterio en todo esto. En efecto, en todo esto. Es algo que realmente se me escapa. No lo entiendo.
Léonie se inclinó sobre la mesa.
—Te digo en serio, Anatole, que hay algo realmente extraño en el Domaine, quieras admitirlo o no. Yo desde luego empiezo a preguntarme si realmente has pisado la biblioteca.
—Ya basta —dijo él, y en su voz resonó claramente el tono de advertencia—. No entiendo qué demonios se te ha metido hoy en la cabeza.
—Me acusas de que deseo proyectar alguna clase de misterio en la casa. Reconozco que tal vez tengas razón. Por la misma, no me negarás que tú pareces resuelto a hacer exactamente lo contrario.
Anatole miró al cielo con manifiesta exasperación.
—¿Tú te estás oyendo hablar? —exclamó—. Isolde nos ha dado la acogida más cálida que se pueda desear, mucho más allá de las obligaciones familiares o de mera amistad. La situación en que se encuentra no es la más fácil, y si surge algún roce, o alguna molestia, sin duda podrá atribuirse al hecho de que ella también es una extraña aquí, pues vive entre criados y arrendados que llevan mucho tiempo en la casa y que seguramente albergan cierto resentimiento ante el hecho de que sea una forastera la que se erija como dueña y señora de la finca. Por lo que acierto a entender, Lascombe con frecuencia estaba ausente, y supongo que la servidumbre y los arrendados estaban habituados a campar a sus anchas sin rendir cuentas a nadie. Los comentarios que haces no son dignos de ti.
Léonie se retrajo como si le hubiera dado una bofetada.
—Yo sólo pretendía…
Anatole se secó las comisuras de los labios y luego arrojó la servilleta sobre la mesa.
—Lo único que quería yo era darte un volumen interesante para que no te aburrieses ayer por la noche —dijo él—, por no desear que te sintieras extraña en una casa desconocida y que echaras de menos la nuestra. Isolde sólo ha tenido muestras de amabilidad contigo, y tú sigues resuelta a encontrar un fallo en cada cosa.
El deseo que pudiera haber tenido Léonie de provocar una discusión se disipó de repente. Ya ni siquiera recordaba por qué había tenido tanto interés en reñir al principio.
—Lamento que mis palabras te hayan ofendido, pero es que… —intentó decir, sólo que ya era demasiado tarde.
—Por más que te diga, parece que hoy no voy a conseguir que dejes de empeñarte en buscarme las cosquillas como una niña pequeña —dijo él con furia—. Así que no creo que vayamos a ganar nada si seguimos con esta conversación. —Agarró el sombrero y el bastón—. Vayámonos. El coche espera.
—No, Anatole, por favor, espera —le suplicó, aunque él ya cruzaba a largas zancadas la plaza.
Léonie, desgarrada entre el arrepentimiento y el resentimiento, no tuvo más opción que seguirle. Más que nada, tuvo ganas de haberse mordido la lengua.
Pero cuando ya dejaban atrás Rennes-les-Bains empezó a sentirse agraviada. La culpa no había sido suya. Bueno, quizá sí lo fuera en primera instancia, pero no dijo nada con mala intención. Anatole había resuelto tomárselo a modo de insulto, cuando ella nunca quiso insultar a nadie. Y por encima de tales excusas, existía otra consideración más insidiosa.
Defiende a Isolde, la prefiere a mí.
Le pareció sumamente extraño, sobre todo por ser tan reciente su relación con ella, fuera o no fuera la anfitriona de ambos. Lo peor de todo es que el pensamiento hizo a Léonie sentirse enferma de celos.
E
l viaje de regreso al Domaine de la Cade fue incómodo.
Léonie iba cariacontecida, mohína. Anatole no le prestó la menor atención. Nada más llegar, bajó de un salto del carruaje y desapareció en la casa sin siquiera volverse a mirarla, dejándola sola, ante una tediosa y solitaria tarde que se extendía ante ella.
Malhumorada, subió como un rayo a su habitación, pues no deseaba ver a nadie, y se lanzó boca abajo en la cama. Se quitó los zapatos de cualquier manera, haciéndolos caer alcabo con un agradable ruido contra el suelo, y dejó los pies colgando al borde de la cama, como si viajara en una balsa a merced de la corriente de un río.
—Me aburro.
El reloj de la repisa dio las dos.
Léonie se dedicó a arrancar los hilos sueltos de la colcha recamada, hasta que formó un montón digno del enano Saltarín, a su lado, sobre la misma almohada. Lanzó una mirada de frustración al reloj.
Pasaban dos minutos de las dos en punto. Era como si el tiempo apenas se moviera.
Bajó de la cama y se dirigió al ventanal, levantando la cortina por un lateral con la mano. Las extensiones de césped estaban inundadas de luz, de una luz abundante, dorada. La lluvia de la noche anterior había dejado un mundo pintado de vivos colores, de verdes intensos, de rojos llamativos, de cobre en las ramas.
Por todas partes vio Léonie ramas caídas, pruebas de los daños que había provocado el viento dañino. Pero al mismo tiempo se respiraba una gran serenidad en los jardines.
Tal vez fuese buena idea dar un paseo, explorar un poco la finca.
Detuvo la mirada en el costurero y rebuscó entre los tejidos, los retales, las lentejuelas y los dedales, hasta encontrar el libro.
Naturalmente.
Era la ocasión ideal para emprender la búsqueda del sepulcro. Tal vez incluso tuviera la suerte de encontrar las cartas del tarot. Esta vez, Léonie leyó todo el texto sin saltarse una sola palabra.
Una hora más tarde, abrigada con su nueva chaqueta de estambre, con sus recias botas de paseo y el sombrero echado hacia atrás, Léonie salió sigilosa a la terraza.
No había nadie en los jardines, a pesar de lo cual decidió echar a caminar apretando el paso, pues no tenía ganas de dar explicaciones a nadie. Pasó por el conjunto de rododendros y enebros casi a la carrera, y mantuvo el paso vivo hasta que dejó de estar a la vista desde la casa. Sólo cuando por fin pasó por el arco abierto en el seto, decidió caminar algo más despacio y recuperar el resuello. Estaba sudorosa. Se detuvo y se quitó el sombrero, que le molestaba, disfrutando así de la grata sensación del aire de la tarde en la cabeza descubierta, además de guardarse los guantes en los bolsillos. Se sentía jubilosa sólo por estar tan completamente sola y a sus anchas, sin que nadie la observase, absolutamente dueña de sí misma.
En la linde del bosque, donde terminaba el jardín, hizo un alto: sintió el primer aviso de cautela. Tuvo una palpable sensación de quietud, le llegó el olor de los helechos y de las hojas caídas. Miró por encima del hombro, hacia atrás, hacia el camino por el que había venido, y se detuvo después en la sombra todavía luminosa del bosque. La casa ya no estaba a la vista.
¿Y si luego no encuentro el camino de vuelta?
La luz del sol moteaba los árboles. Léonie miró al cielo. Siempre y cuando no tardara demasiado, siempre y cuando el tiempo aguantara y no se encapotase, podría sencillamente encaminarse hacia la casa, hacia el oeste, guiándose por el sol poniente. Además, el bosque estaba en una finca privada, se hallaba relativamente bien cuidado, se encontraba dentro de los límites de la propiedad. Aquello no era precisamente aventurarse en lo desconocido.
No hay motivo de alarma.
Tras convencerse ella misma de que debía continuar, sintiéndose como si fuera en gran medida la heroína de una aventura de novela barata, Léonie se internó por una senda invadida por la vegetación. Pronto se encontró con una bifurcación. A la izquierda quedaba una senda en la que era patente el aire de total descuido y de quietud absoluta. Los tejos y los laureles parecían estar goteando de pura condensación de los vapores. Los robles casi aterciopelados y los pinos mediterráneos parecían inclinarse bajo el ingrato peso del tiempo y encorvarse con un aire de desolación, de agotamiento. Por comparación con ese sendero, el de la derecha resultaba casi mundano.
Si en la finca existía una capilla tiempo atrás olvidada, con seguridad tenía que estar en lo más profundo del bosque, pensó, pero ¿tan lejos de la casa?
Léonie tomó el sendero de la izquierda, adentrándose en las sombras del bosque.
El camino, desde luego, daba la impresión de no haber sido frecuentado. No había roderas recientes, no había indicio de que por allí hubiera pasado la carretilla del hortelano, ni tampoco de que se hubieran recogido las hojas caídas, ni menos aún de que nadie hubiera transitado recientemente por aquellos parajes.
Léonie se dio cuenta de que había emprendido un ligero ascenso. El sendero se había tornado más agreste, menos despejado. Piedras, terreno desigual, algunas ramas caídas de los arbustos espesos de uno y otro lado. Se sintió encerrada, como si el paisaje de hecho se fuera cerrando poco a poco a su alrededor y mermara o se encogiera. A uno de los lados, por encima del camino, acertó a entrever una quebrada, un barranco cubierto por la densa vegetación baja y las ramas de espinos que florecían en invierno, así como una espesa maraña de bojes y tejos, anudados unos con los otros como un encaje de color negro bajo la media luz. Léonie fue consciente de que aleteaba en su pecho la inquietud. Cada rama, cada raíz, cada floración indicaban descuido, lejanía de todo cultivo por parte del ser humano, abandono. Incluso los animales parecían haber olvidado aquellos parajes sumidos en una total ignorancia. No cantaban las aves, no se percibía el movimiento esquivo de algún conejo, de un ratón o un zorro, camino de sus madrigueras en la maleza.
Al poco tiempo, junto al sendero, percibió un marcado desnivel por el lado derecho. Varias veces tuvo que quitarse Léonie una piedra del calzado y, al arrojarla, la oyó caer en una negrura sin fin, allí cerca. Su aprensión fue en aumento. No hacía falta un gran esfuerzo de la imaginación para concitar allí a los espíritus, espectros o apariciones que tanto el hortelano como monsieur Baillard, en su libro, afirmaban que poblaban aquellas arboledas.
Salió entonces de pronto a una plataforma que parecía excavada en la ladera, abierta por un lado de manera que permitía disfrutar de una espléndida panorámica de los montes aún lejanos. Un puentecillo de piedra salvaba el cauce estrecho de un barranco, donde una franja de tierra de colores ocres se cruzaba con el sendero en ángulo recto, un cauce de escasa profundidad, erosionado por la potencia de las aguas del deshielo en la primavera. Estaba seco.
A lo lejos, por la abertura, llegó a entrever sobre las copas de unos árboles de menor envergadura el mundo entero, que de pronto pareció extenderse ante ella como si fuera un cuadro. Las nubes corrían veloces por un cielo en apariencia inacabable, una bruma de finales de verano, una neblina que flotaba en las hendiduras del valle, en las curvaturas de los montes.
Respiró hondo. Se sintió esplendorosamente lejos de todo vestigio de civilización, del río y de los tejados rojos y grises de las casas de allá abajo, en Rennes-les-Bains, del fino perfil del
cloche-mur
de la pequeña iglesia parroquial y de la silueta del hotel Reine. Cómodamente envuelta por el silencio del bosque, Léonie imaginó el ruido en los cafés y en los bares, el barullo de las cocinas, el campanilleo de los arneses en el coche al pasar por la Gran Rué, los gritos del cochero cuando el
courrier
llegaba al fin a la plaza Pérou. Y entonces el viento trajo el lejano repicar de las campanas de la iglesia hasta el punto exacto en que se encontraba ella.
Ya eran las tres en punto.
Léonie aguzó el oído hasta que el tenue eco de las campanas se disipó del todo. Su espíritu aventurero mermó con el sonido lejano de las campanas. Pese a ser un sepulcro, empezaba a ser inverosímil que se encontrase tan lejos de la casa y tan aislado. Se acordó de las palabras del hortelano.
«Ponga cuidado, no pierda de vista su alma».
Deseó haber indagado, haber preguntado a quien fuera, pidiendo alguna indicación. Siempre había deseado hacerlo todo por sí sola, odiaba tener que pedir ayuda.
Y ahora he llegado demasiado lejos y no puedo volverme atrás.
Léonie elevó el mentón y siguió caminando con más resolución que nunca, luchando contra la sospecha creciente de que avanzaba en una dirección completamente equivocada. Era el instinto lo que en primer lugar la había llevado a seguir aquella ruta. No tenía mapa, no tenía una sola palabra que le indicara por dónde seguir. Lamentó no haber sido capaz de prever nada, lamentó haber dejado el libro en su habitación, aunque el libro no contuviera ningún mapa. Y tampoco contenía, en la medida en que había llegado a percatarse, ninguna instrucción escrita con respecto al camino que debía tomar. Resolvió leer la introducción debidamente a la siguiente oportunidad que tuviera, por más tediosa que pudiera resultarle.