Sepulcro (32 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Meredith abrió automáticamente los ojos.

No. De ninguna manera. No pienso permitir que el pasado me invada.

Estaba allí, desde luego, con el fin de averiguar quién era, de indagar datos sobre su familia, para huir de la sombra inconfundible de su madre. Meredith apartó de su conciencia sus recuerdos de la infancia, y en su lugar se centró en las imágenes del tarot a las que llevaba todo el día dando vueltas en la cabeza. El Loco y La Justicia. El Diablo con sus ojos azules, los amantes encadenados, sin esperanza de ninguna clase, a sus pies.

Repasó mentalmente las palabras de Laura, permitiendo que sus pensamientos vagasen de una carta a otra, dejándose de nuevo ganar por el sueño. Notó pesadez en los ojos. Meredith pensó sin darse cuenta en Lilly Debussy, pálida, con una bala alojada en el pecho para toda la eternidad. Debussy fruncía el ceño y fumaba ante el piano que estaba tocando. Pensó en Mary, sentada en el porche de la casa de Chapel Hill, balanceándose en la mecedora a la vez que leía un libro. El soldado en la foto de color sepia, con los plátanos de la plaza Deux Rennes al fondo.

Meredith oyó cerrarse la portezuela de un coche a la entrada del hotel, sintió el crujir de la gravilla bajo unos zapatos y el ulular de un búho que salía de caza y algún ruido extraño en las cañerías del agua caliente.

El hotel pronto estuvo envuelto por el silencio. La noche rodeó con sus negros brazos todo el edificio. Los terrenos del Domaine de la Cade se adormecieron bajo una luna clara.

Pasaron las horas. Medianoche. Las dos, las cuatro.

De repente, Meredith se despertó sobresaltada, con los ojos como platos en medio de la oscuridad. El corazón le daba un vuelco tras otro. Todos los nervios de su cuerpo vibraban en estado de alerta. Todos los músculos, todos los tendones, se le habían tensado como las cuerdas de un violín.

Alguien estaba cantando.

No, no era un canto. Alguien estaba tocando el piano. Y además, muy cerca de ella.

Se sentó en la cama. Hacía frío en la habitación. El mismo frío intenso y penetrante que había sentido debajo del puente. La oscuridad tenía también una particularidad distinta a la de antes, era menos densa, más fragmentada.

Meredith creyó casi ver disolverse las partículas de luz en las tinieblas delante de sus propios ojos. Entraba una brisa por alguna parte aun cuando podría jurar que había cerrado las ventanas, una brisa liviana cuyo roce sentía en los hombros y en el cuello, un roce que no llegaba a tocarla, pero que la oprimía y susurraba.

Hay alguien en la habitación.

Se dijo que eso era imposible. Hubiera oído algún ruido. A pesar de todo, la atenazaba la abrumadora certeza de que había alguien al pie de la cama, alguien que la estaba mirando. Dos ojos que ardían en la oscuridad. Las gotas de sudor resbalaron entre sus omóplatos, entre los pechos.

Tuvo una descarga de adrenalina.

Ahora. Adelante.

Contó hasta tres y, armándose de valor, se volvió velozmente y encendió la luz.

Desaparecieron las tinieblas como si las hubiera espantado. Todos los objetos cotidianos volvieron a su sitio y la saludaron. No había nada fuera de lugar. El armario, la mesa, la ventana, la repisa, el escritorio, todo estaba como debía estar. El espejo, junto a la puerta del cuarto de baño, reflejaba la luz.

Nadie.

Meredith se dejó caer hasta apoyarse en el cabezal de caoba. Tuvo una profunda sensación de alivio. En la mesilla, titilaban los dígitos rojos del despertador. Las cuatro y cuarenta y cinco. No eran unos ojos, era sólo el destello de la luz del despertador, reflejado en el espejo.

Una simple pesadilla, una pesadilla normal y corriente.

Tendría que haber contado con ello después de todas las experiencias que había tenido a lo largo del día.

Meredith retiró el cobertor de una patada para que se le pasara el repentino calor que sentía y permaneció inmóvil un rato, con las manos recogidas sobre el pecho como si fuera una figura yacente en una tumba. Se levantó al cabo. Necesitaba moverse, hacer algún ejercicio físico. No podía permanecer tumbada allí. Tomó una botella de agua mineral en el minibar y se acercó a la ventana, desde donde contempló los jardines en silencio, dormidos a la luz de la luna.

Había cambiado el tiempo y en la terraza, abajo, brillaban los restos de la lluvia. Un cendal de bruma blanca flotaba en la quietud del aire, por encima de las copas de los árboles.

Meredith apretó su mano caliente contra el cristal frío de la ventana, como si de ese modo pudiera espantar los malos pensamientos. No era la primera vez que las dudas que le inspiraba aquello en lo que se estaba introduciendo la acosaban con violencia. ¿Y si no hubiera nada que encontrar? En todo momento, la sola idea de viajar a Rennes-les-Bains armada únicamente con un puñado de viejas fotografías y una partitura de música para piano la había mantenido en marcha.

Pero ahora que por fin estaba allí, ahora que veía con toda claridad que se trataba de un lugar insignificante, la certeza se disipaba casi a cada momento. La idea de rastrear las huellas de su familia biológica allí, sin disponer siquiera de un nombre propio por el cual comenzar la búsqueda, se le antojó sencillamente una locura. Un sueño estúpido, cuyo lugar apropiado no podía ser otro que una película ingenua.

No en la vida misma.

Meredith no tuvo idea del tiempo que pasó allí pensando, estrujándose el cerebro, mirando por la ventana. Sólo cuando se percató de que tenía helados los dedos de los pies se dio la vuelta para mirar el despertador. Se sintió aliviada. Pasaban de las cinco de la mañana. Había transcurrido tiempo suficiente. Quedaban espantados los espectros, ahuyentados los demonios de la noche. El rostro en el agua, la silueta en la carretera, las intimidantes imágenes de las cartas.

Esta vez, cuando se tendió en la cama, en la habitación reinaba la paz. No encontró ojos que la mirasen, no percibió ninguna presencia en la oscuridad. Tan sólo el titilar de los números electrónicos en el despertador. Cerró los ojos.

Su soldado se diluyó hasta convertirse en Debussy, y pasó a ser Hal.

PARTE V

Domaine de la Cade

Septiembre de 1891

C
APÍTULO
34

Lunes, 21 de septiembre

L
éonie bostezó y abrió los ojos. Estiró los brazos blancos y esbeltos por encima de la cabeza y se acomodó entonces, incorporándose sobre las generosas almohadas blancas.

A pesar del exceso de
blanquette
de Limoux que había bebido la noche anterior, o tal vez justamente debido a ello, había dormido bien.

La Habitación Amarilla estaba encantadora bajo la luz de la mañana. Pasó un rato en cama, sosegada y distraída, escuchando los extraños sonidos que dividían el hondo silencio de la campiña.

Los cantos con que las aves saludaban el amanecer, el viento en las copas de los árboles. Le resultó de largo mucho más placentero que despertar en casa, con un amanecer grisáceo, parisino, y los sonidos de los chirridos del metal que llegaban desde la estación Saint-Lazare.

A las ocho en punto, Marieta entró con una bandeja y el desayuno. La depositó sobre la mesa, junto a la ventana, y retiró las cortinas, dejando que la estancia se inundase con los primeros rayos refractados de luz solar. A través de las imperfecciones del cristal, Léonie vio que el cielo estaba luminoso, azul, adornado por alguna hilacha de nubes entre blanquecinas y violetas.

—Gracias, Marieta —le dijo—. Ya me arreglo.

—Muy bien. Como quiera,
madomaiséla.

Léonie retiró el cobertor y plantó los pies en la alfombra, buscando a tientas las chinelas. Tomó la bata de cachemir azul del gancho de la puerta, se roció la cara con el agua de la noche anterior y se sentó ante la mesa, frente a la ventana, disfrutando de la sofisticación de desayunar sola, en su dormitorio. La única vez que lo había hecho en su casa fue cuando Du Pont había ido a visitar a su madre.

Levantó la tapadera de la jarra que contenía el café humeante, con lo que el delicioso aroma del café recién hecho se expandió por la habitación como si fuera el genio recién salido de la lámpara. Junto a la jarra de plata había una jarrita de leche templada, espumosa, un cuenco lleno de azucarillos blancos y unas pinzas de plata. Retiró la servilleta de lino recién planchada y descubrió un plato de pan blanco, de corteza dorada y cálida al tacto, y una tarrina de mantequilla recién hecha. Había tres tarros de mermelada y un cuenco de compota de membrillo y manzana.

Mientras desayunaba, contempló los jardines. Una bruma blanquecina aparecía en suspenso sobre el valle, entre los montes, ocluyendo las copas de los árboles. Las extensiones de césped eran la viva imagen de la paz y del sosiego bajo el sol otoñal, en pleno amanecer, sin el menor indicio del viento amenazante de la noche anterior.

Léonie se vistió con una sencilla falda de lana y una blusa de cuello alto y tomó entonces el libro que Anatole le había llevado la tarde anterior. Tenía deseos de echar un vistazo con sus propios ojos a la biblioteca, investigar los polvorientos anaqueles y los lomos abrillantados. Si alguien le afeara el gesto, aunque no creyó que hubiera motivo para ello, teniendo en cuenta que Isolde les había pedido que tratasen la casa como si fuera la suya propia, siempre podría dar por excusa que había ido a devolver a su sitio el librito de monsieur Baillard.

Abrió la puerta y salió al pasillo. El resto de la casa parecía estar aún dormido. Todo estaba en silencio. No tintineaban las tazas del café, no se oía silbar a Anatole, como solía hacer cuando se aseaba por la mañana; no había el menor indicio de vida. Abajo, se encontró con que el vestíbulo también estaba desierto, aunque más allá de la puerta que comunicaba con la zona de la servidumbre sí oyó voces distantes y el lejano ruido de los cacharros en la cocina.

La biblioteca ocupaba la esquina suroeste de la casa y se accedía a ella por un pequeño pasillo, situado entre el salón y la puerta del estudio. Lo cierto es que a Léonie le sorprendió que Anatole lo hubiera llegado a encontrar. En la tarde del día anterior apenas tuvieron oportunidad de explorar nada.

El pasillo estaba bien iluminado, bien ventilado, y tenía anchura suficiente para que hubiera una pared llena de vitrinas. En la primera había piezas de porcelana de Marsella y de Ruán; en la segunda, una coraza pequeña, antigua, más dos sables, un florete que recordaba al arma preferida de Anatole cuando practicaba la esgrima y un mosquete; en la tercera, algo más pequeña, estaba expuesta una colección de condecoraciones y cintas militares, sobre un fondo de terciopelo azul. No había nada que indicara a quién habían sido otorgadas ni por qué. Léonie supuso que debían de pertenecer a su difunto tío.

Giró el picaporte de la biblioteca y entró. En el acto le invadieron la paz y la tranquilidad que se respiraban en la sala, el olor a cera y a miel, a terciopelo polvoriento, a tinta y a secantes. Era de mayor tamaño que lo que había supuesto y tenía un aire dual, por las ventanas que miraban al sur y las que miraban al oeste. Las cortinas, hechas de brocado azul y oro, pesado, antiguo, caían formando pliegues del techo al suelo.

El ruido de sus tacones se lo tragó una gruesa alfombra ovalada que ocupaba el centro de la estancia y sobre la cual se encontraba una mesa con capacidad suficiente para dar cabida incluso a los volúmenes de mayor tamaño. Había una pluma y un tintero junto a un soporte de cuero, al lado del cual había un secante nuevo.

Léonie decidió comenzar su exploración por el rincón más alejado con respecto a la puerta. Fue pasando la vista a lo largo de cada uno de los anaqueles, leyendo los nombres y los títulos en los lomos, acariciando con los dedos las encuadernaciones en piel, deteniéndose a cada tanto, cuando un volumen en particular le llamaba la atención.

Dio con un bellísimo misal que tenía un elaborado y doble cierre de latón, impreso en Tours, con las guardas en oro y verde, y un delicadísimo y muy fino papel que protegía cada uno de los grabados. En la primera página leyó el nombre de su difunto tío, Jules Lascombe, junto con la fecha de su confirmación.

En el siguiente cuerpo de la biblioteca descubrió una primera edición del
Viaje alrededor de mi habitación,
de Joseph de Maistre. Estaba deslucida y tenía los cantos doblados, al contrario que el inmaculado ejemplar que guardaba Anatole en casa. En otro de los estantes encontró una colección de textos religiosos junto a otros francamente anticlericales, agrupados todos juntos, como si se tratase de que se anularan mutuamente.

En la sección dedicada a la literatura francesa contemporánea, estaban las novelas completas de los Rougon-Macquart, de Zola, así como novelas escogidas de Flaubert, Maupassant y Huysmans; en efecto, eran muchos de los textos que como incentivo intelectual Anatole había querido en vano convencerla de que leyera, incluida una primera edición de
Le rouge et le noir,
de Stendhal. Había unas cuantas obras traducidas, aunque no encontró nada que fuera totalmente de su gusto, con la excepción de las traducciones que hiciera Baudelaire de monsieur Poe. Nada de madame Radcliff, nada de monsieur Le Fanu. Una colección más bien tediosa.

En la esquina más lejana de la biblioteca, Léonie se encontró con una vitrina dedicada a los libros que trataban sobre la historia local, y en donde seguramente Anatole había tenido que encontrar la monografía de monsieur Baillard. Se le aceleró el pulso cuando pasó de la zona principal, cálida y luminosa, a aquel rincón más sombrío. La vitrina albergaba una humedad curiosa, un olor tal vez a musgo que se le quedó prendido en la garganta.

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