Cruzó la habitación hasta el ventanal para abrir las persianas y aspirar el olor embriagador de la tierra húmeda envuelta en el aire de la noche. Las extensiones de césped, oscurecidas, se extendían aparentemente en una superficie de varios kilómetros cuadrados. Acertó a vislumbrar a lo lejos un lago, un gran estanque ornamental, y un alto seto que separaba los jardines, la parte más cuidada, de los bosques que la rodeaban. Le agradó comprobar que se encontraba en la parte posterior del hotel, lejos del aparcamiento y del ruido de las puertas de los coches al abrirse y cerrarse, aunque al pie del ventanal había una terraza con mesas y sillas de madera y calefactores de exterior.
Meredith deshizo esta vez el equipaje debidamente, en vez de dejarlo todo en el bolso como había hecho en París, colocando los vaqueros, las camisetas y los jerséis en los cajones, y la ropa más elegante en las perchas. Colocó el cepillo de dientes y el maquillaje en la estantería del cuarto de baño, y probó los jaboncillos y el champú de Molton Brown en la ducha.
Media hora después, sintiéndose mucho mejor consigo misma, se envolvió en una inmensa toalla blanca, enchufó el móvil para cargarlo y se sentó ante su ordenador portátil. Descubrió que no tenía acceso a Internet, de modo que llamó por teléfono a recepción.
—Hola. Aquí la señora Martin, de la Habitación Amarilla. Necesito leer mi correo electrónico, pero tengo problemas para entrar en la red. Me pregunto si podría usted darme la contraseña, o tal vez solucionar el problema desde allí. —Sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro, anotó la información que le dio la recepcionista—. De acuerdo, estupendo, muchas gracias. Sí, lo tengo.
Colgó con cierta sorpresa por la coincidencia de la contraseña y la introdujo —CONSTANTINE—, con lo que rápidamente tuvo conexión. Envió a Mary un
e-mail
como hacía todos los días, contándole que había llegado sin contratiempo y que ya había encontrado el lugar en el que se tomó una de las fotografías, y prometiéndole que seguiría en contacto con ella tan pronto tuviera algo nuevo que contarle. Luego verificó su cuenta corriente y vio con gran alivio que el dinero de su editor por fin se le había abonado.
Por fin.
Tenía un par de
e-mails
personales, incluida una invitación a la boda de dos de sus amigos de la universidad en Los Ángeles, que tuvo que declinar, y otra a un concierto que iba a dirigir un viejo amigo, de vuelta a Milwaukee, que aceptó.
Estaba a punto de desconectar cuando pensó que también podía echar un vistazo, por ver si encontraba algo sobre el incendio que se declaró en el Domaine de la Cade en octubre de 1897. No encontró mucho más de lo que ya había averiguado gracias al folleto del hotel.
Luego introdujo el nombre de Lascombe en el buscador.
Esta iniciativa sí le aportó algo de información nueva sobre Jules Lascombe. Parecía haber sido un historiador aficionado, un experto en la época visigótica y en el folclore y las supersticiones de la región. Había llegado a publicar algunos libros y folletos de escasa divulgación, con una editorial local, llamada Bousquet.
Meredith entornó los ojos. Hizo clic en un enlace y la información apareció en pantalla. Familia local muy conocida, además de ser los dueños de los grandes almacenes que había en Rennes-les-Bains y de una importante imprenta y también editorial, eran asimismo primos hermanos de Jules Lascombe, a cuya muerte habían heredado el Domaine de la Cade.
Meredith fue bajando por la página hasta que localizó lo que estaba buscando. Hizo clic y empezó a leer:
El Tarot de Bousquet es una baraja poco corriente, que apenas se suele utilizar fuera de Francia. Los ejemplares más antiguos de esta baraja se imprimieron en la imprenta de Bousquet, situada en las afueras de Rennes-les-Bains, en el suroeste de Francia, a finales de la década de 1890.
Se dice que se basa en una baraja de mucha mayor antigüedad, que se remonta al siglo XVII, si bien estos naipes presentan algunos aspectos únicos, como son la sustitución de las figuras más altas de cada palo —el rey, la reina, el caballo y el paje- por otras llamadas Maître, Maitresse, Fils y Fille, que aparecen con ropas e iconografía propias de la época. El artista que plasmó las cartas correspondientes a los arcanos mayores, claramente contemporáneas de la primera baraja impresa, es desconocido.
A su lado, en la mesa, sonó el teléfono. Meredith se sobresaltó por lo inesperado del timbrazo en el silencio de la habitación. Sin apartar los ojos de la pantalla, Meredith alargó la mano y contestó.
—¿Sí? Sí, soy yo —dijo.
Era del restaurante, donde querían saber si todavía iba a utilizar la mesa que había reservado. Meredith miró el reloj del ordenador portátil y se sorprendió al ver que eran las nueve menos veinte.
—Pues la verdad es que prefiero que me suban algo a la habitación —dijo, pero se le informó de que el servicio de habitaciones finalizaba a las seis.
Meredith no supo qué hacer. No quería dejar sus pesquisas en ese momento, cuando empezaba a tener la impresión de que quizá estaba a punto de llegar a algo, aunque tampoco supiera si podría ser algo de peso, algo que realmente tuviera un significado. Pese a todo, estaba hambrienta. Se había saltado el almuerzo, y con el estómago vacío, lo sabía muy bien, no valía para nada. Las desquiciadas alucinaciones del río y de la carretera eran prueba más que suficiente.
—Bajaré enseguida —dijo.
Guardó la página y los enlaces y desconectó.
S
e puede saber qué demonios te pasa? —inquinó Julián Lawrence.
—¿Cómo que qué me pasa? —gritó Hal—. ¿Qué es lo que quieres decir con esa pregunta? Acabo de enterrar a mi padre. Aparte de eso, ¿te crees que me pasa alguna cosa más?
Cerró con toda su fuerza la portezuela del Peugeot y echó a caminar hacia la escalera, quitándose a la vez la corbata y guardándosela en el bolsillo de la chaqueta.
—Baja la voz —le chistó su tío—. Espero que no montemos otra escena, por favor. Por esta noche ya es más que suficiente.
Cerró el coche y siguió a su sobrino a través del aparcamiento y por la entrada principal del hotel.
—¿A qué diablos estás jugando, y más delante de todo el pueblo, eh?
Desde lejos, parecían padre e hijo embarcados en una especie de cena formal, juntos los dos. Vestidos con elegancia, traje negro y zapatos abrillantados. Sólo la expresión de sus rostros y los puños apretados de Hal indicaban el odio que se tenían el uno al otro.
—Eso es todo lo que te importa, ¿no? —le gritó Hal—. Todo lo que realmente te preocupa es tu reputación. Lo que piensen los demás. —Se dio unos golpes con el dedo índice en la cabeza—. ¿Todavía no te ha entrado en la cabeza, en esa cabeza que tienes llena de serrín, que era tu hermano, que era mi padre? Mucho dudo que tengas conciencia de ello.
Lawrence alargó el brazo y puso la mano sobre el hombro de su sobrino.
—Mira, Hal —le dijo en un tono más suave—. Entiendo que estés trastornado. Todos lo entendemos, es lo más natural. Pero ponerse a lanzar acusaciones sin pies ni cabeza no te ayudará a nada. Si acaso, esa actitud sólo empeora las cosas. Hay quien empieza a pensar que tal vez tengan algún fundamento tus alegaciones. —Hal trató de desembarazarse de la mano que lo sujetaba, pero su tío apretó con más fuerza—. Todo el pueblo, la comisaría, el ayuntamiento, todo el mundo te ha mostrado sus condolencias por la pérdida que has sufrido. Y tu padre, creo que eso lo tienes claro, era una persona muy apreciada, pero si insistes…
Hal dio un paso hacia él.
—¿Me estás amenazando? —Sacudió el hombro para soltarse de la mano de su tío—. ¿Es una amenaza?
A Julián Lawrence se le bajaron los párpados sobre los ojos. Desapareció la compasión, la ternura, la afectuosidad del familiar. En su lugar, aparecieron la irritación y algo más. El desprecio.
No seas ridículo, por favor —le dijo con frialdad—. Por Dios, ármate de valor y pórtate como un hombre. Tienes veintiocho años, ya no eres un niño mimado en un colegio privado. —Entró en el hotel—. Tómate una copa y que duermas bien —le dijo por encima del hombro—. Ya hablaremos mañana por la mañana. Hal pasó de largo.
—No hay más que hablar, y tú lo sabes —replicó—. Sabes muy bien lo que pienso. Por mucho que digas, por mucho que hagas, no voy a cambiar de opinión.
Se volvió en redondo y se dirigió al bar. Su tío aguardó unos momentos y lo miró hasta que la puerta de cristal golpeó cerrándose entre los dos.
Entonces se dirigió al mostrador de recepción.
—Buenas noches, Eloise. ¿Todo en orden? Está todo muy tranquilo esta noche. —Le sonrió con simpatía—. Qué complicados son siempre los funerales, ¿verdad?
Él puso los ojos en blanco.
—No te puedes hacer ni idea —dijo él. Dejó caer las manos sobre la mesa, entre los dos—. ¿Algún mensaje?
—Sí, sólo uno —respondió ella, y le entregó un sobre blanco—. Pero en la iglesia todo fue como estaba previsto, ¿verdad?
Él asintió sin sonreír.
—Todo lo bien que cabía esperar en estas circunstancias.
Miró el sobre escrito a mano. Una lenta sonrisa se extendió en su rostro. Era la información que llevaba tiempo esperando acerca de una cámara de enterramiento de la época de los visigodos que se había descubierto en Quillan y que Julián tenía la esperanza de que encerrase alguna información de cierta relevancia de cara a sus propias excavaciones en el Domaine de la Cade. El yacimiento de Quillan estaba sellado, no se había publicado ningún inventario.
—¿A qué hora ha llegado esto, Eloise?
—A las ocho en punto, monsieur Lawrence. Lo han traído en mano.
Tamborileó con los dedos sobre el mostrador.
—Excelente. Gracias, Eloise. Que pases una buena noche. Estaré en mi despacho si alguien me necesita.
—De acuerdo —sonrió ella, aunque él ya se había dado la vuelta.
A
las diez y cuarto Meredith había terminado de cenar. Volvió al vestíbulo de suelo ajedrezado. Aunque se encontraba extenuada, creyó que no tenía mucho sentido acostarse tan temprano. Supo que no podría dormir. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.
Miró a la puerta de entrada y luego a la oscuridad que se extendía del otro lado.
¿Tal vez un paseo? Las sendas y avenidas de los jardines estaban bien iluminadas, aunque desiertas, en silencio. Se echó la chaqueta roja de Abercrombie Fitch, ciñéndosela a su esbelta figura, y desechó la idea. Además, en los últimos dos días no había hecho otra cosa aparte de caminar sin descanso.
Y menos después de lo de antes.
Meredith apartó el pensamiento. Le llegó un murmullo que se colaba por un pasillo, por el cual se accedía al bar de la terraza. Nunca le habían entusiasmado los bares, pero como no quería subir directamente a su habitación y una vez allí tener la tentación de meterse en la cama, el bar se le antojó la mejor opción de las posibles.
Pasando por delante de unas vitrinas llenas de piezas de cerámica y de porcelana, empujó la puerta de cristal y entró. La sala parecía más una biblioteca que un bar. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo por libros protegidos en sucesivas vitrinas. En la esquina había una escalera de mano, de madera muy pulida, con la que era posible alcanzar los anaqueles más altos.
Los sillones de cuero se hallaban agrupados en torno a mesas bajas, redondas, como en un club de campo. El ambiente era cálido y relajado. Dos parejas, un grupo familiar y varios hombres, cada cual por su cuenta.
No vio que hubiera una mesa libre, así que Meredith ocupó un taburete en la barra. Dejó encima la llave y el folleto y tomó la carta de cócteles y vinos.
El camarero le sonrió.
—
Cocktails d'un cote, vins de l'autre.
Meredith dio la vuelta a la carta y examinó en el reverso los vinos que se servían por copas, y luego dejó la carta en la barra.
—
Quelque chose de la región?
—preguntó—.
Qu'est-ce que vous recommandez?
—
Blanc, rouge, rosé?
—Blanc.
—Pruebe entonces el Domaine Begude Chardonnay —dijo otra voz.
Sorprendida tanto por el acento inglés como por el hecho de que alguien estuviera hablando con ella, Meredith se dio la vuelta y vio a un individuo sentado dos taburetes más allá. Sobre los dos asientos intermedios había dejado tendida una chaqueta elegante, de muy buen corte, y llevaba una camisa blanca impecable, abierta, así como unos pantalones negros y unos zapatos que parecían reñidos con el aire de derrota que presentaba. Le pendía sobre la frente un grueso flequillo de cabello negro.
—Un viñedo de las proximidades. Cépie, al norte de Limoux. Es muy bueno.
Se volvió y la miró de lleno como si necesitara verificar que le estaba escuchando, y acto seguido volvió a concentrarse en el fondo de su copa de vino tinto.
Qué ojos tan azules.
Meredith se dio cuenta con un sobresalto de que ya lo conocía de antes. Era el mismo individuo al que había visto en la plaza Deux Rennes, caminando detrás del féretro, en cabeza del cortejo fúnebre. De algún modo, saber ese detalle acerca de él la hizo sentirse cohibida. Como si lo hubiera espiado, como si lo hubiera visto en la intimidad sin habérselo propuesto.
Lo miró.
—De acuerdo. —Y se dirigió al camarero—.
S'il vous plaît.
—
Tres bien, madame. Votre chambre?
Meredith le mostró la llave y miró de nuevo al individuo de la barra.
—Gracias por la recomendación.
—No hay de qué —respondió él.
Meredith cambió de postura sintiéndose incómoda, sin saber si iban a tener o no una conversación. Fue él quien tomó la iniciativa sin que ella tuviera que decir nada, al darse de pronto la vuelta y tenderle la mano por encima del cuero negro y la madera bruñida de la barra.
—Por cierto, yo soy Hal —dijo.
Se estrecharon la mano.
—Meredith. Meredith Martin.
El barman colocó un posavasos de papel delante de ella y una copa que llenó con un vino amarillo intenso. Con total discreción, dejó la nota y un bolígrafo delante de ella.
Con la certeza de que Hal la estaba observando, Meredith dio un sorbo. Ligero, afrutado, con un leve deje a limón, limpio, le recordó los vinos blancos que servía su madre adoptiva en las ocasiones especiales, o cuando iba a casa a pasar un fin de semana.