—¿Padres adoptivos? —inquirió Hal.
Meredith suspiró.
—Mi madre biológica, Jeannette, no fue capaz de cuidar de mí. Mary es una prima lejana suya, una especie de tía segunda o tercera. Había pasado algún tiempo con ellos, de vez en cuando, mientras Jeannette estaba realmente enferma. Cuando las cosas al final se pusieron feas de verdad, me fui a vivir con ellos para siempre. Me adoptaron formalmente dos años después, cuando mi madre biológica… murió.
Las palabras, sencillas y elegidas con esmero, no hacían justicia a los años en los que recibió llamadas telefónicas a altas horas de la noche, visitas inesperadas, y aguantó gritos en la calle, cargando con el peso de la responsabilidad que la niña Meredith había llegado a sentir por su enfermiza e inestable madre. Tampoco la sucesión de los hechos como si tal cosa sugería ni de lejos la culpa con la que seguía cargando al cabo de tantos años, ni traslucía que su primera reacción cuando supo que su madre había muerto no fue precisamente de pena, sino más bien de alivio.
Eso era algo que nunca podría perdonarse.
—Suena bastante duro —dijo Hal.
Meredith sonrió ante la clásica y muy británica manera de quedarse corto al valorar algo, y se arrimó más a su cálido cuerpo.
—Tuve suerte —dijo ella—. Mary es una mujer asombrosa. Fue ella la que me inició en el violín y en el piano más tarde. Todo lo que soy se lo debo a ella y a Bill.
El sonrió.
—Entonces, ¿de verdad estás escribiendo una biografía de Debussy? —dijo en broma.
Meredith le golpeó con un gesto juguetón en el brazo.
—¡Pues claro que sí!
Por un instante permanecieron en silencio, quietos, acariciándose.
—Pero hay algo más que eso en el hecho de que estés aquí —añadió Hal al cabo. Volvió la cabeza sobre la almohada y miró el retrato enmarcado, al otro extremo de la habitación—. En eso no me equivoco, ¿verdad que no?
Meredith se incorporó cubriéndose con la sábana, de modo que sólo sus hombros quedaron al descubierto.
—No, no te equivocas.
Al captar que aún no estaba dispuesta a hablar de eso, Hal también se incorporó y bajó los pies al suelo.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Una copa?
—Un vaso de agua estaría bien —dijo ella.
Lo vio desaparecer en el cuarto de baño y regresar a los pocos segundos con dos vasos; luego tomó dos botellines de agua del minibar antes de volver a la cama.
—Aquí tienes.
—Gracias —dijo Meredith, y dio un sorbo de la botella—. Hasta ahora, todo lo que sabía de la familia de mi madre biológica es que posiblemente emigraron de Francia, de esta parte del país, durante la Primera Guerra Mundial o poco después, y que se instalaron en Estados Unidos. Tengo una fotografía de mi tatarabuelo, en la que aparece vestido con el uniforme del ejército francés, tomada en la plaza de Rennes-les-Bains en 1914. La historia es que sin saber cómo terminó en Milwaukee, pero como no sabía su apellido no pude llegar mucho más allá. En la ciudad había numerosa población europea a comienzos del siglo XIX. El primer europeo que tuvo residencia permanente en la ciudad fue un comerciante francés, Jacques Veau, que estableció un puesto comercial en aquellos terrenos montañosos muy poco poblados, al pie de los cuales coinciden los tres ríos, el Milwaukee, el Menomonee y el Kinnickinnic. Así que entraba dentro de lo concebible.
—¿Hasta ahora? ¿Qué quieres decir? —preguntó él.
Durante unos minutos le dio a Hal una versión más bien esquemática de lo que había descubierto desde su llegada al Domaine de la Cade, pero sin salirse de los hechos contrastados, y con toda sencillez. Le habló del retrato que había visto en el vestíbulo y de la hoja de música que había heredado de su abuela, Louisa Martin, pero no dijo nada de las cartas. Bastante embarazosa había sido la conversación con su tío en el bar, además de que Meredith no quería recordar a Hal en ese momento la existencia de su tío.
—Entonces, crees que tu soldado desconocido es un Vernier —añadió Hal cuando Meredith terminó de hablar.
Ella asintió.
—El parecido físico es asombroso. El mismo color, aparentemente, del pelo y de la piel, las facciones… Podría ser un hermano menor, o un primo, digo yo, aunque teniendo en cuenta las fechas y su edad, empiezo a pensar que debe de tratarse de un descendiente directo. —Calló y dejó que una sonrisa aflorase en su rostro—. Además, poco antes de bajar a cenar, recibí un
e-mail
de Mary en el que me dice que hay constancia de un Vernier que está enterrado en el cementerio de Mitchell Point, en Milwaukee.
Hal sonrió.
—¿Y crees que Anatole Vernier era su padre?
—No lo sé. Ése tiene que ser el siguiente paso. —Suspiró—. Tal vez fuera hijo de Léonie.
—En ese caso, no sería un Vernier, ¿verdad?
—Sí, lo sería en el supuesto de que ella no se hubiera casado.
Hal asintió.
—Muy cierto.
—Así que te propongo un trato. Mañana, después de la visita de la doctora O'Donnell, me ayudas a seguir investigando un poco sobre los Vernier.
—Trato hecho —dijo él a la ligera, aunque Meredith se fijó en que de nuevo estaba en tensión—. Sé que crees que estoy haciendo una montaña a partir de un grano de arena, pero te agradezco mucho que estés aquí. La doctora vendrá a las diez.
—Bueno —murmuró en voz baja, notando que empezaba a tener sueño—. Seguramente tienes razón y será más fácil que hable si hay delante otra mujer.
Le costaba mantener los ojos abiertos. Poco a poco sintió que se alejaba de Hal. La luna de plata avanzaba en su camino por el negro cielo del Midi. Abajo, en el valle, a lo lejos, la campana marcaba el paso de las horas.
E
n su sueño, Meredith estaba sentada ante el piano, al pie de las escaleras. El frío de las teclas, al igual que la melodía, era de sobra conocido al tacto de sus dedos. Estaba tocando la pieza preferida de Louisa y lo estaba haciendo mejor que nunca, con dulzura, pero también con un encanto inaudito.
De pronto desapareció el piano y se encontró caminando por un pasillo estrecho en el que no había nada más que un poco de luz al fondo y unas escaleras de piedra, desgastadas por el centro debido al paso del tiempo y a las numerosas pisadas. Se dio la vuelta para marcharse, pero seguía hallándose siempre en el mismo sitio. Era algún lugar que estaba dentro del Domaine de la Cade, lo sabía, si bien no formaba parte de la casa ni tampoco del terreno, ni de nada que acertase a reconocer.
La luz, un cuadrado perfecto, procedía de un chorro de gas situado en la pared, que siseaba y farfullaba al pasar ella de largo. Frente a ella, en lo alto de las escaleras, colgaba un tapiz antiguo y polvoriento que representaba una escena de caza. Se quedó mirando unos momentos las crueles expresiones de los hombres, los manchurrones de sangre que remataban sus lanzas. Sólo que al tiempo que miraba, en el ensueño, con los ojos como platos, comprendió que no era un animal lo que habían salido a cazar. No era un oso ni un jabalí, ni siquiera un lobo. Era un ser de intenso color negro, de pie sobre dos de sus patas, con las pezuñas hendidas, una expresión de ira casi enfebrecida en sus rasgos, por lo demás humanos. Un demonio, con las garras rematadas de rojo.
Asmodeus.
Al fondo, llamaradas. La madera ardía.
En su cama, Meredith gimió y cambió de postura al tiempo que, en el sueño, con las manos inertes y livianas, empujaba una antigua puerta de madera. Cubría el suelo una alfombra de polvo de plata, que refulgía a la luz de la luna o bajo el halo de la lámpara de gas.
No había el menor movimiento en el aire. Simultáneamente, la habitación no estaba húmeda ni fría, como un espacio que hubiera quedado desierto. El tiempo dio un salto hacia delante. Meredith volvió a oír entonces el piano, sólo que esta vez le llegó distorsionado, como si fuera la musiquilla de una feria, un carrusel o un tiovivo, amenazante, aguda.
Comenzó a respirar más deprisa. Sus manos dormidas se aferraron al cobertor a la vez que, en el sueño, extendía las manos para agarrar el cerrojo de frío metal.
Empujó la puerta, que se abrió. Subió un peldaño de piedra.
No salieron volando los pájaros, no hubo susurros ni voces escondidas al otro lado de la puerta. Se encontraba en el interior de una suerte de capilla. Techos altos, suelos de losa de piedra, un altar, vidrieras en las ventanas. Unos cuadros cubrían las paredes, y en ellos aparecían, reconocibles de inmediato, los personajes de las cartas. Un sepulcro.
Estaba completamente en silencio. No se oía otra cosa que el eco de sus pasos, nada más alteraba el silencio reinante. Y, sin embargo, poco a poco el aire se fue poblando de susurros. Le llegaban voces, ruidos en la oscuridad. Al menos eran voces más allá del silencio. Y cánticos.
Dio un paso adelante y notó que el aire se dividía como si los espíritus invisibles, perdidos en la luz, se apartasen para franquearle el paso. Era como si el espacio mismo contuviera la respiración, como si latiese al compás del sonoro latir de su corazón.
Meredith siguió caminando hasta encontrarse ante el altar, en un punto equidistante entre las cuatro ventanas que se hallaban en la pared octagonal. Se encontraba en ese momento en el interior de un cuadrado pintado en negro sobre el suelo de piedra. Alrededor, una serie de letras inscritas en las losas.
Auxilio.
Allí había alguien más. En las tinieblas, en el silencio, algo había comenzado a moverse. Meredith notó como si el espacio que la rodeaba se encogiera, se plegase sobre sí mismo. No alcanzaba aún a ver nada, aunque supo que ella estaba allí. Una presencia viva, una respiración propia en la propia consistencia del aire. Y supo que la había visto antes: bajo el puente, en la carretera, al pie de su cama. Aire, agua, fuego y ahora tierra. Las cuatro vertientes del tarot, que encerraban en sí todas las posibilidades.
Óyeme. Escúchame.
Meredith se sintió como si cayera, como si se precipitara mansamente a un lugar de quietud y de paz. No tuvo miedo. Ya no era ella misma: se encontraba fuera de sí, a su lado, mirando a su interior. Y con toda claridad, en las tinieblas, oyó que su propia voz, en el sueño, hablaba con calma.
—¿Léonie?
A Meredith le pareció entonces que cambiaba la densidad de las tinieblas y el aire alrededor de la figura envuelta en un sudario, un desplazamiento del aire, casi el soplo de una brisa. Al pie de su cama, la figura hizo un ligero movimiento con la cabeza. Largos rizos de color cobrizo, un tono indefinido, desvelado en el momento en que la capucha cayó de su cabeza. Una piel traslúcida. Unos ojos verdes, aunque transparentes. Forma sin sustancia. Un largo vestido negro bajo la capa. Silueta sin forma.
Yo soy Léonie.
Meredith oyó las palabras en el interior de su
cabeza.
Era una voz de muchacha, una voz de un tiempo muy anterior al suyo. De nuevo, el ambiente de la habitación pareció cambiar de golpe. Como si el espacio mismo exhalara un suspiro de alivio.
No puedo dormir. Hasta que alguien me encuentre, nunca podré dormir. Escucha la verdad.
—¿La verdad? ¿La verdad sobre qué? —susurró Meredith. La luz empezaba a cambiar, a difuminarse.
Toda la historia está en las cartas.
Hubo una avalancha en el aire, un cambio repentino de la luz, un fulgor de algo, o de alguien, que se retiraba. El ambiente era distinto de nuevo. Percibió una amenaza en la oscuridad, una amenaza que Léonie había mantenido a raya. Pero la gentil presencia del espectro se había volatilizado, dejando en cambio su lugar a algo destructivo. Algo malévolo. El aire empezaba a ser opresivamente frío, y Meredith creyó que aumentaba su peso sobre ella. Como la bruma a primera hora de la mañana, a la orilla del mar, le llegó el olor acre del salitre, del pescado, del humo. Sintió la necesidad de echar a correr, aunque no supo de qué tenía que huir. Se dio cuenta de que avanzaba imperceptiblemente hacia la puerta.
Había algo a su espalda. Una figura negra, una especie de criatura. Meredith casi llegó a sentir su aliento en la nuca, bocanadas de aire helado, blanquecino. Pero el paso hacia el sepulcro se alejaba de ella. La puerta de madera se empequeñecía, cada vez más distante.
Un, deux, trois, loup! El que no se haya escondido, tiempo ha tenido.
Algo le tiró de los talones, algo que ganó velocidad en las sombras, algo que parecía a punto de saltar. Meredith echó a correr despavorida, y el miedo insufló energía a sus piernas temblorosas. Las zapatillas se le resbalaban, no se agarraban a las losas del suelo. En todo momento, tras ella, aquella respiración.
Ya casi estoy.
Se abalanzó contra la puerta de madera y notó que golpeaba con el hombro en el marco, lo cual le produjo un dolor intenso en el brazo. La criatura se encontraba tras ella, el pelaje erizado, el hedor a hierro y sangre fundiéndose con la piel de Meredith, con su cuero cabelludo, con las plantas de sus pies. Manipuló como pudo el cerrojo, a tirones, tratando de moverlo a un lado, pero no cedió.
Comenzó a aporrear la puerta a la vez que procuraba no mirar por encima del hombro, no captar la mirada de sus ojos azules, repugnantes, ni dejarse capturar por ellos. Notó que el silencio se ahondaba a su alrededor. Percibió sus malévolos brazos, que ya la agarraban por el cuello, húmedos, fríos, ásperos. El olor del mar que la arrastraba a sus profundidades fatídicas.
M
eredith! ¡Meredith! No pasa nada. Estás a salvo. No pasa nada, no temas.
Ella había dado una voz a pleno pulmón al despertar con una sacudida de todos los nervios del cuerpo, un sobresalto que la dejó sin respiración. Tenía en alerta todos los músculos del cuerpo, todos los nervios a flor de piel, a punto de gritar. Las sábanas de algodón estaban enmarañadas. Y los dedos los tenía rígidos. Por un instante se sintió atrapada por una ira devoradora, como si la rabia de aquel ser se hubiera abierto paso hasta colarse bajo la superficie de su piel.
—¡Meredith, no pasa nada! ¡Estoy aquí!
Ella seguía intentando desembarazarse, soltarse de lo que la atenazaba, completamente desorientada, hasta que poco a poco comprendió que percibía el tacto de una piel cálida, de alguien que la abrazaba para salvarla, no para hacerle daño.