—Hal.
La tensión que sentía desapareció de sus hombros.
—Era sólo una pesadilla —la tranquilizó él—, eso es todo. Eso ha sido todo.
—Estaba aquí. Ella estaba aquí… y de pronto llegó y…
—Chisst, no pasa nada —volvió a decir él.
Meredith se quedó mirándole sin entender nada. Alzó la mano dubitativa y con los dedos recorrió el contorno de su rostro.
—Vino ella… y tras ella, llegando a…
—Aquí no hay nadie más que nosotros dos. Sólo ha sido una pesadilla. Y ya ha terminado, tranquila.
Meredith miró en derredor y repasó toda la habitación como si contase con que en cualquier momento alguien diera un paso al frente y saliera de un negro rincón. Al mismo tiempo, ya era consciente de que el mal sueño había pasado. Despacio, dejó que Hal la rodease entre sus brazos. Notó la calidez y la fuerza, notó que la estrechaba, que la sostenía a salvo, apretada contra su pecho. Percibió los huesos de su caja torácica, los notó subir y bajar, le llegó el latido de su corazón.
—Yo la vi —murmuró, aunque en ese momento estaba hablando para sí, no para Hal.
—¿A quién? —preguntó él en un susurro. Ella no contestó—. No pasa nada —repitió él con dulzura—. Anda, vuelve a dormir. Tranquila.
Comenzó a acariciarle la cabeza, alisándole los rizos en la frente, como hacía Mary muy al principio de que ella se fuese a vivir con ellos, apaciguándola y ahuyentando todas las pesadillas.
—Estuvo aquí —volvió a decir Meredith.
Poco a poco, con el movimiento cariñoso y repetitivo de la mano de Hal, el terror se fue disipando del todo. Notó que le pesaban las pestañas, que le pesaban los brazos y las piernas y todo el cuerpo, al retornar a ella la calidez y el cariño.
Las cuatro de la madrugada.
Las nubes habían cubierto la luna y la noche estaba completamente oscura. Los amantes, aprendiendo a conocerse mutuamente, de nuevo se durmieron el uno en los brazos del otro, envueltos en el profundo azul del alba, antes de que comenzase el día.
La arboleda
Octubre-noviembre de 1891
Viernes, 23 de octubre
C
uando Léonie despertó a la mañana siguiente, el primer pensamiento que le vino a la cabeza fue Victor Constant, tal como ése había sido el último pensamiento que tuvo antes de dormirse.
Deseosa de sentir el aire limpio en la cara, se vistió deprisa y salió temprano. Había por doquier pruebas de la tormenta del día anterior. Las ramas partidas, las hojas secas que volaron la noche anterior formando espirales a merced del viento que las agitaba. Pero ahora todo estaba en calma, y el rosado cielo del alba parecía despejado. Sin embargo, y a lo lejos, sobre los Pirineos, un frente grisáceo de nubes tormentosas anunciaba todavía mal tiempo para unos cuantos días más.
Léonie dio una vuelta alrededor del lago, deteniéndose un rato en un pequeño promontorio desde el que se dominaba una amplia extensión de agua picada, batida en las orillas por el viento, y luego volvió caminando despacio hacia la mansión por los prados. El dobladillo de la falda refulgía mojado por el rocío. Sus pies apenas dejaron una sola huella en la hierba húmeda.
Dio la vuelta para entrar por la puerta principal, que había dejado sin cerrojo cuando salió antes, y entró en el vestíbulo. Sacudió las botas en la alfombrilla de la entrada y sólo entonces se retiró la capucha con la que se había cubierto la cabeza, desabrochando el cierre y dejando la capa en el mismo gancho de metal de donde la había tomado antes.
Al atravesar las baldosas rojiblancas camino del comedor, se dio cuenta de que en realidad tenía la esperanza de que Anatole todavía no hubiera bajado a desayunar.
Aunque le preocupaba la salud de Isolde, Léonie seguía molesta por la prematura, precipitada manera en que se habían marchado de Carcasona la tarde anterior, y no deseaba verse obligada a dar explicaciones a su hermano.
Abrió la puerta y halló el comedor desierto, aparte de la criada, que estaba poniendo la cafetera de esmalte rojo y azul sobre el soporte de metal, en el centro de la mesa.
Marieta la saludó con una leve inclinación.
—
Madomaiséla.
—Buenos días.
Léonie dio la vuelta a la mesa para sentarse en el sitio de costumbre, en el otro extremo de la mesa larga y ovalada, de modo que quedase de frente a la puerta.
Un pensamiento no se le iba de las mientes. Que si el mal tiempo seguía en Carcasona sin dar descanso a nadie, el dueño del hotel tal vez no hubiera podido entregar su carta a Victor Constant en la plaza Gambetta. O, en efecto, que debido a las lluvias torrenciales hubiera sido preciso cancelar el concierto.
Se sentía impotente y completamente frustrada al comprender que no tenía forma humana de cerciorarse de que monsieur Constant había recibido o no su comunicación.
No lo sabré a menos que decida él escribirme para decírmelo.
Suspiró y sacudió la servilleta.
—¿Ha bajado ya mi hermano, Marieta?
—No,
madomaiséla.
Es usted la primera.
—¿Y mi tía? ¿Se ha repuesto después de esta noche?
Marieta calló un momento, y contestó bajando la voz, como si fuera a confiarle un gran secreto.
—¿No está usted al corriente,
madomaiséla?
Madama se encontraba tan mal ayer noche que el
sénher
Anatole se vio obligado a mandar llamar al médico del pueblo.
—¿Cómo? —Léonie se quedó boquiabierta. Se levantó de su asiento—. No tenía ni idea. Creo que debería ir a verla.
—Es mejor que la dejemos ahora —añadió Marieta al punto—. Madama estaba durmiendo como un bebé hace tan sólo media hora.
Léonie volvió a sentarse.
—Bueno, ¿y qué ha dicho el médico? —le preguntó—. Era el doctor Gabignaud, ¿no es cierto?
Marieta asintió.
—Dijo que
madama
tenía un resfriado, pero que amenazaba con convertirse en algo más grave. Le dio unos polvos para que le bajase la fiebre. Se quedó con ella, al igual que su hermano, durante toda la noche.
—Y… ahora, ¿cuál es el diagnóstico?
—Es mejor que se lo pregunte al
sénher
Anatole,
madomaiséla.
El doctor habló con él en privado.
Léonie se sintió preocupada. Era culpa suya haber tenido la noche anterior pensamientos tan poco caritativos, así como haber dormido a pierna suelta sin tener ni la menor idea de la dramática situación que en esos momentos tenía lugar en otra estancia de la casa. Notó un nudo en el estómago, como un ovillo apretado y deforme. Dudó de que en esos momentos fuera capaz de probar siquiera un bocado.
De todos modos, cuando regresó Marieta y colocó ante ella un plato con beicon curado, huevos frescos, pan blanco y aún caliente y un poco de mantequilla recién batida, creyó que no le sentaría mal el desayuno.
Comió en silencio, trayendo y llevando sus pensamientos de un lado a otro como peces arrojados a la orilla del río, primero preocupada por la salud de su tía, luego feliz al recordar a monsieur Constant, para volver luego a Isolde.
Oyó los pasos de alguien que atravesaba el vestíbulo. Arrojando la servilleta sobre la mesa, se puso en pie de un brinco y corrió hacia la puerta para encontrarse cara a cara con Anatole en el vestíbulo.
Estaba pálido y tenía unas marcadas ojeras, como si fueran huellas negruzcas que hubiera dejado con las yemas de los dedos, lo cual delataba que no había dormido nada.
—Perdóname, Anatole, acabo de enterarme. Marieta sugirió que era mejor dejar a tía Isolde descansar, ahora que está durmiendo, y no molestarla. ¿Volverá el médico a verla esta mañana? ¿Es…?
A pesar de su lamentable aspecto, Anatole sonrió. Levantó una mano como si así quisiera frenar o al menos desviar la andanada de sus preguntas.
—Cálmate, pequeña —le dijo, y colocó su brazo sobre sus hombros—. Ya ha pasado lo peor.
—Pero…
—Isolde se pondrá bien. Gabignaud ha hecho un trabajo excelente. Le dio algo para ayudarla a conciliar el sueño. Está débil, pero ya ha remitido la fiebre. No tiene nada que no se le vaya a curar con uno o dos días de reposo.
Léonie se asustó al echarse a llorar sin poder contenerse. No había llegado a ser plenamente consciente del gran afecto que había ido tomando por su apacible y afable tía.
—Vamos, pequeña —dijo él con cariño—. No es preciso llorar. Todo se arreglará, te lo aseguro. No hay motivo para ponerse así, no te aflijas.
—Te pido por favor que no volvamos nunca más a discutir —sollozó Léonie—. No puedo soportar que no seamos amigos.
—Yo tampoco —dijo él, sacando un pañuelo del bolsillo y dándoselo. Léonie se secó la cara, anegada por los gruesos lagrimones, y luego se sonó.
—¡Qué impropio de una dama! —rió su hermano—. Mamá se avergonzaría de ti. —Le sonrió—. Y, ahora, ¿has desayunado?
Léonie asintió.
—Bueno, pues yo no. ¿Me harás compañía?
Durante el resto del día, Léonie permaneció cerca de su hermano, alejando de sí todo pensamiento que la llevara a Victor Constant, al menos por el momento. El Domaine de la Cade y el afecto y el cariño por quienes habitaban en la finca fue en lo único en que se concentró de todo corazón.
A lo largo del fin de semana, Isolde guardó cama. Estaba débil, se cansaba con facilidad, aunque Léonie le leía por las tardes, y poco a poco fue volviendo el color a sus mejillas. Anatole se afanó con los asuntos propios de la finca, que llevó en su nombre, e incluso le hizo compañía en su habitación por las noches. Si a los criados les sorprendió tanta familiaridad, ninguno hizo el menor comentario, al menos en presencia de Léonie.
En varias ocasiones Léonie captó que Anatole la miraba como si estuviera a punto de hacerle una confidencia. Pero siempre que ella le preguntaba, él se limitó a sonreír y a decir que no era nada. Luego, bajaba la vista y seguía con lo que estuviera haciendo.
El domingo por la noche Isolde había recobrado el apetito lo bastante como para que le llevasen una bandeja a su habitación. A Léonie le agradó comprobar que aquella expresión macilenta y ojerosa había desaparecido ya del todo, y que no parecía tan delgada. De hecho, en ciertos aspectos parecía encontrarse incluso mejor de salud que antes. Tenía un espléndido color de piel, le brillaban los ojos. Léonie se dio cuenta de que Anatole también había reparado en ese cambio. Caminaba por la casa silbando, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
El principal tema de conversación en las habitaciones de los criados fue la grave inundación de Carcasona. Del viernes por la mañana hasta el domingo por la noche, la ciudad y el campo sufrieron por igual el azote de sucesivas tormentas. Se cortaron las comunicaciones esporádicamente en algunas zonas, y otras quedaron del todo aisladas. La situación en Rennes-les-Bains y en Quillan llegó a ser preocupante, aunque no más de lo que cabría esperar durante la estación de tormentas otoñales.
Pero el lunes por la mañana llegaron al Domaine de la Cade noticias de la catástrofe que se había producido en Carcasona. Tras tres días de lluvia incesante, más abundante en los llanos que en los pueblos de montaña, a primera hora de la mañana del domingo el río Aude finalmente reventó las defensas y se desbordó, inundando la Bastide y las zonas bajas y próximas al río. Las primeras informaciones aseguraron que gran parte de los barrios de Trivalle y de la Barbacane se hallaban completamente anegados. El Pont Vieux, que comunicaba la Cité medieval con la Bastide, se hallaba sumergido, pero era practicable. En los jardines del Hópital des Malades el agua negra de la crecida llegaba hasta la cintura. Varios edificios de la margen izquierda se habían desplomado debido al agua torrencial.
Río arriba, cerca de la presa de Paichérou, la crecida había arrancado árboles de cuajo, y otros aún se empeñaban en mantenerse sujetos, retorcidos, al fango que los rodeaba.
Léonie escuchó las noticias con creciente angustia. Temía por el bienestar de monsieur Constant. No existía motivo para pensar que le hubiera ocurrido nada malo, pero la preocupación la invadía sin misericordia y casi en todo momento. Su angustia fue tanto más difícil de sobrellevar por no poder reconocer ante Anatole que había visto con sus propios ojos aquellos barrios enfangados o que tenía un interés concreto en todo aquello.
Léonie se reprendió. Sabía que era perfectamente absurdo tener tan intenso sentimiento por una persona en cuya compañía había pasado a lo sumo una hora o poco más. No obstante, monsieur Constant se había adueñado de la vertiente más romántica de su ser, y no era capaz de ahuyentarlo de sus pensamientos.
Así como en las primeras semanas de octubre estuvo sentada ante el ventanal, a la espera de recibir carta de su madre, desde París, ahora que ya terminaba el mes se preguntaba a diario si no habría una carta de Carcasona esperándola sin que nadie la reclamara en los casilleros de la lista de correos de Rennes-les-Bains.
Era preciso idear una excusa para ir ella en persona al pueblo. No podía confiar un asunto tan delicado a ninguno de los criados, ni siquiera al afable Pascal o a la dulce Marieta. Y aún le restaba otro motivo de preocupación: que el dueño del hotel no hubiera hecho entrega de su nota en la plaza Gambetta a la hora indicada, caso de que se aplazara el concierto debido al mal tiempo, en cuyo caso monsieur Constant —que a todas luces era un hombre de sólidos principios— bien podría con la conciencia tranquila olvidarse por completo de ella.