Sepulcro (64 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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—No lo puedes decir en serio —objetó ella—. Es decir, ya me voy haciendo a la idea de que no os lleváis precisamente bien, pero aún y todo…, acusarlo de…

—Ya lo sé. Sé que suena ridículo, pero te pido que lo pienses, Meredith. ¿Quién, si no?

Meredith negaba moviendo la cabeza…

—¿Has hecho esa misma acusación ante la policía?

—No lo he dicho exactamente así, pero sí he solicitado que se muestre el expediente a la
gendarmerie nationale.

—¿Y eso qué quiere decir?

—La
gendarmerie nationale
se dedica a investigar los crímenes. Por el momento, se considera que ese accidente de automóvil ha sido tan sólo un accidente de tráfico. Es decir, que no hay delito. Ahora bien: si consigo encontrar alguna prueba que lo enlace con Julián, entonces podría intentar que lo reconsiderasen. —La miró a fondo—. Si tú pudieras hablar con la doctora O'Donnell, estoy seguro de que sería mucho más probable que ella se explayase más.

Meredith se recostó en su silla. Todo aquello empezaba a ser una locura sin pies ni cabeza. Se dio cuenta de que Hal había terminado por elaborar toda una teoría para creer en su hipótesis al cien por cien. Se sentía cercana a él, pero tenía la casi total certeza de que estaba en un error. Necesitaba culpar a alguien, necesitaba hacer algo, lo que fuera, con su ira, con su sentimiento de pérdida. Y ella sabía por experiencia propia que, por ingrata que pudiera ser la verdad, desconocerla era infinitamente peor. Era algo que imposibilitaba el hecho de dejar el pasado atrás, un paso tan necesario para seguir adelante.

—¿Meredith?

Se dio cuenta de Hal la estaba mirando.

—Disculpa —dijo ella—. Sólo estaba pensando.

—¿Serías capaz de estar presente cuando la doctora O'Donnell venga mañana?

Ella vaciló.

—Te lo agradecería muchísimo.

—Bueno, supongo que sí —aceptó al fin—. Sí, claro.

Hal suspiró aliviado.

—Gracias.

Llegó el camarero y el estado anímico de ambos cambió de inmediato, bajó en intensidad, empezó a parecerse más a una cita normal y corriente. Los dos pidieron solomillo y Hal escogió un tinto de la región. Por un instante, permanecieron mirándose mutuamente, pero sin atreverse a hacerlo de lleno, sonriendo con un punto de timidez, sin saber muy bien qué decir.

Fue Hal quien rompió el silencio.

—Bueno —dijo—. Ya basta de mis… ¿Piensas decirme cuál es la verdadera razón de que estés aquí?

Meredith se quedó atónita.

—¿Cómo has dicho?

—Salta a la vista que no se trata del libro, eso es evidente. O, al menos, no se trata sólo del libro.

—¿Por qué lo dices? —respondió en un tono más cortante de lo que hubiera querido.

Él se sonrojó.

—Bueno, verás, de entrada, todo lo que hoy parecía interesarte no creo que tuviera mucho que ver con Lilly Debussy. Pareces más atraída por la historia de este lugar, de Rennes-les-Bains, y de sus habitantes —sonrió—. Además, me he dado cuenta de que la fotografía que estaba encima del piano ha desaparecido. Alguien se la ha llevado. Seguramente prestada, digo yo.

—¿Crees que he sido yo?

—Esta mañana la estabas mirando con tanta… —dijo, y sonrió como si le pidiera disculpas—. Y, por otra parte, con mi tío… No sé, seguramente he cometido un error, pero me ha dado la impresión de que lo estabas estudiando a fondo. Desde luego, no me pareció que os cayerais nada bien el uno al otro.

Calló sin saber cómo continuar.

—¿Tú crees que he venido aquí para estudiar a tu tío? No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Bueno, no lo sé. Es posible. —Se encogió de hombros—. La verdad es que no lo sé. —Dio un sorbo de vino—. No era mi intención ofenderte…

Meredith levantó una mano.

—Veamos. A ver si consigo entender todo esto. Como no crees que el accidente que sufrió tu padre fuera en realidad un accidente, y como piensas que los resultados de las pruebas deben de estar amañados, o que alguien le echó algo en una copa, y el coche fue empujado fuera de la carretera…

—Sí, aunque también…

—En resumidas cuentas, sospechas que tu tío estuvo implicado en la muerte de tu padre. ¿Es así?

—Hombre, dicho de este modo suena a…

Meredith siguió hablando, y subió aún más el tono de voz.

—Y debido a todo esto, por alguna insospechada razón, en cuanto aparezco yo llegas automáticamente a la conclusión de que tengo algo que ver. ¿Tú qué crees? ¿Que voy por la vida husmeando todo lo que se mueve, como la petarda de Nancy Drew?

Se arrellanó en la silla y lo miró fijamente.

Él tuvo la decencia de sonrojarse.

—No he querido ofenderte —se disculpó—. Pero… Bueno, es que se debe a algo que mi padre dijo en abril, después de aquella conversación que te comenté antes. Me dio la impresión de que no estaba nada contento con la forma en que Julián se estaba ocupando de la gestión del hotel.

—Si ése fuera el caso, lo natural es que tu padre te lo dijera, ¿no crees? Si había algún problema, podría haberte afectado a ti también.

Hal negó con un gesto.

—Mi padre no era así. Detestaba los chascarrillos, los rumores. Nunca mencionó nada, ni siquiera una simple alusión, de lo que no estuviera completamente seguro. Era de los que piensan que todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario.

Meredith pareció pensárselo.

—De acuerdo, eso lo entiendo. Pero tú, pese a todo, te quedaste con la sensación de que algo no iba bien entre ellos dos.

—Es posible que fuese algo trivial, pero tengo la impresión de que era un asunto serio. Algo relacionado con el Domaine de la Cade y su historia, no sólo con el dinero. —Se encogió de hombros—. Perdona, Meredith, me parece que no estoy siendo muy explícito.

—¿No te ha dejado nada? ¿Un archivo, unos apuntes?

—Créeme si te digo que he buscado por todas partes y que no hay nada.

—Y cuando te paras a ensamblar todos esos datos, resulta que te dio por pensar que él podría haber contratado a alguien como yo para que tratase de averiguar en qué andaba metido tu tío. Más que nada, por ver si surge alguna cosa imprevista. —Se calló y lo miró desde el otro lado de la mesa—. ¿Por qué no me lo preguntaste a la cara? —le espetó, y se cruzó de brazos, aún cuando se dio perfecta cuenta de por qué no lo había hecho.

—Bueno, pues porque sólo empecé a recelar de que tal vez tú estuvieras aquí por… por mi padre, sí, sólo cuando esta tarde me puse a pensar en él.

Meredith apretó aún más los brazos cruzados.

—Entonces, ésa no es la razón de que te pusieras a hablar conmigo ayer noche en el bar.

—¡No, claro que no! —dijo, y pareció realmente apesadumbrado.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —inquirió ella.

Hal se puso colorado.

—Caramba, Meredith, ya sabes por qué. Es tan evidente que salta a la vista.

Entonces le tocó a Meredith el turno de ponerse colorada.

C
APÍTULO
66

H
al insistió en pagar la cena. Mientras veía cómo firmaba la cuenta, Meredith se preguntó si su tío trataría de obligarle a que vendiera su parte, teniendo en cuenta que era dueño de la mitad del negocio y de los activos. De inmediato, toda la preocupación que él le inspiraba volvió a hacerse presente.

Salieron del restaurante y fueron caminando hasta el vestíbulo. Al pie de la escalera, Meredith notó los dedos de Hal entre los suyos.

Tomados de la mano, en silencio, subieron las escaleras. Meredith se sentía completamente en calma, sin asomo de nervios, sin ambivalencia de ninguna clase. Ni siquiera tuvo que detenerse a pensar si era eso lo que deseaba. Se sentía bien. Tampoco tuvieron que hablar de la habitación a la que iban a ir, entendiendo automáticamente que la de Meredith era mejor. Era la mejor para los dos, la mejor en ese instante.

Llegaron al final del pasillo de la primera planta sin tropezar con ningún otro cliente. Meredith giró la llave, que hizo ruido en el silencio del pasillo, accionó el picaporte y empujó la puerta. Casi de un modo formal, seguían caminando cogidos de la mano.

Las franjas de luz blanca, de la luna de otoño, brillaban de través por los ventanales y trazaban su dibujo en el suelo. Los rayos se refractaban y refulgían en la superficie del espejo, en el cristal del retrato enmarcado de Anatole y Léonie Vernier e Isolde Lascombe, apoyado aún sobre la mesa.

Meredith fue a encender la luz.

—No —dijo Hal en voz baja.

La tomó con ambas manos por la cabeza y la atrajo hacia sí. A Meredith se le paró un instante el corazón al sentir su olor, idéntico al que percibió ante la iglesia de Rennes-les-Bains, una mezcla de lana y de jabón.

Se besaron en los labios, con un deje a vino tinto, suavemente al principio, con tiento, el sello de la amistad a punto de pasar a ser otra cosa, algo más apremiante. Meredith se sintió a sus anchas al ceder al deseo, a un calor que se extendió por todo su cuerpo, desde las plantas de los pies, entre las piernas, hasta la boca del estómago, las palmas de las manos, el agolparse de la sangre en la cabeza.

Hal se agachó y la tomó en brazos en un solo movimiento, para llevarla a la cama. La llave se le cayó a Meredith y aterrizó con un ruido sordo en la gruesa alfombra.

—Qué liviana eres —dijo él en un susurro, besándole luego en el cuello.

La depositó con suavidad y se sentó a su lado, los pies plantados aún firmemente en el suelo, como un ídolo del antiguo cine de Hollywood temeroso de lo que pudiera decir la censura.

—¿Estás…? —empezó a decir, pero calló, y lo intentó de nuevo—. ¿Estás segura de que quieres…?

Meredith puso un solo dedo sobre sus labios.

—Chisst.

Lentamente comenzó ella a desabrocharse los botones de la camisa, y luego guió su mano hacia sí. A medias una invitación, a medias una promesa. Oyó que Hal contenía la respiración un momento, sintió luego cómo respiraba con fuerza en la luz moteada de plata que inundaba la habitación.

Sentada con las piernas cruzadas al borde de la cama de caoba, Meredith, con el cabello oscuro sobre la cara, se adelantó a besarle, ahora ambos a la misma altura.

Hal quiso quitarse el jersey y se le enredó a la vez que Meredith introducía ambas manos bajo su camiseta de algodón. Los dos rieron con un punto de timidez y se levantaron casi al tiempo para desnudarse.

Meredith ni siquiera se sintió cohibida. Aquello le parecía completamente natural, que era lo que correspondía hacer. Estando en Rennes-les-Bains, era como si todo ello transcurriese fuera del tiempo. Como si durante unos pocos días se hubiera bajado en marcha de su vida habitual, de la persona que era, de las consecuencias que pudiera tener, mientras la vida seguía su curso, y se encontrase en un lugar en el que las reglas eran distintas.

Se quitó la última prenda de ropa.

—Uau —dijo Hal.

Meredith dio un paso hacia él, la piel desnuda de los dos tocándose de los pies a la cabeza, con tanta intimidad, tan asombroso. Se dio cuenta de lo mucho que él la deseaba, aunque se contentó con la espera, dejando que fuera ella quien le indicase cómo y cuándo. Tomó su mano y lo llevó a la cama. Retiró el cobertor y los dos se deslizaron entre las sábanas de lino terso, fresco, impersonal al contacto con el calor que generaban sus cuerpos. Permanecieron unos momentos el uno junto al otro, brazo con brazo, como un caballero andante y su dama yacentes en una tumba de piedra, hasta que Hal se apoyó sobre un codo y con la otra mano le acarició la cabeza.

Meredith respiró hondo y se relajó con ese contacto.

Su mano entonces se deslizó más abajo, acariciándole los hombros, el hueco de la garganta, los pechos, rozándolos apenas, y entrelazando los dedos de ella en los suyos, los labios y la boca susurrantes en la superficie de su piel.

Meredith sintió que ardía el deseo en su interior, al rojo vivo, como si pudiera recorrerlo por las líneas de sus venas, de sus arterias, de sus huesos, de todo su ser. Se irguió hacia él, lo besó con voracidad repentina, deseosa de más. Cuando la espera empezaba a resultar intolerable, Hal cambió de posición y se introdujo en el espacio abierto entre las piernas desnudas de ella. Meredith lo miró a los ojos azules y vio reflejarse en ellos todas las posibilidades durante un instante. Vio lo mejor de sí misma y vio lo peor.

—¿Estás segura?

Meredith sonrió y alargó una mano para guiarlo. Con cuidado, Hal se introdujo dentro de ella.

—Así —murmuró ella.

Por un instante permanecieron inmóviles, celebrando la paz de hallarse el uno en brazos del otro. Hal comenzó entonces a moverse, despacio al principio, luego con mayor urgencia. Meredith colocó ambas manos con firmeza en su espalda, sintiendo su cuerpo llenarse con el martilleo de su propia sangre al correr. Notó el poder que él tenía, la fuerza de sus brazos, de sus manos. Su lengua corrió veloz entre sus labios, húmedos, sin palabras.

Hal respiraba jadeando, se movía con más fuerza, a la vez que el deseo, la necesidad, el éxtasis del movimiento, ya automático, le apremiaban a continuar. Meredith lo estrechó más entre sus brazos, irguiéndose para encontrarse con él, poseyéndolo, atrapada en el instante. El exclamó y dijo su nombre; tuvo un estremecimiento; los dos quedaron inmóviles.

El flujo repentino de sangre en su cabeza se fue diluyendo poco a poco. Notaba todo el peso de él sobre sí, lo notó regresar, impedirle casi respirar, pero no se movió. Acarició su cabello negro y espeso y quiso tenerlo más tiempo entre sus brazos. Pasó un instante hasta que ella se dio cuenta de que él tenía la cara húmeda, de que estaba llorando en silencio.

—Oh, Hal —murmuró con ternura.

—Cuéntame algo de ti —dijo él enseguida—. Es mucho lo que sabes de mí, qué estoy haciendo aquí. Seguramente, más de la cuenta, pero yo apenas sé nada de ti, señora Martin.

Meredith rió.

—Qué correcto por su parte, señor Lawrence —dijo ella, y le pasó la mano despacio por el pecho y más abajo.

Hal le sujetó los dedos.

—¡Lo digo en serio! Ni siquiera sé dónde vives, de dónde vienes, a qué se dedican tus padres. Vamos, cuéntame.

Meredith anudó los dedos entre los suyos.

—De acuerdo. Preparado para el curriculum. Me crié en Milwaukee, y allí viví hasta los dieciocho. Estudié en la Universidad de Carolina del Norte. Me quedé a hacer un curso de posgrado, una investigación. Tuve un par de empleos dando clases a alumnos de licenciatura. Uno en San Luis, otro cerca de Seattle. En todo momento me empeñé en conseguir fondos para terminar mi biografía de Debussy. Salto un par de años. Mis padres adoptivos cambiaron de domicilio, abandonaron Milwaukee, se mudaron a Chapel Hill, cerca de mi universidad. Este mismo año me ofrecieron un trabajo en una universidad privada que no está lejos de la de Carolina del Norte, y por fin me salió un contrato para publicar el libro.

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