La idea de que no supiera dónde localizarla —o, del mismo modo, que tal vez pensara mal de ella por su descortesía, por no haber acudido a la discreta cita que le propuso— la frustraba de una manera incesante, y no la dejaba tranquila en ningún momento.
L
a ocasión que esperaba se presentó a los tres días. El miércoles por la noche, Isolde se encontró mejor y pudo sumarse a Anatole y a Léonie para cenar en el comedor. Apenas probó bocado. Mejor dicho, probó varios platos, pero ninguno pareció de su gusto. Ni siquiera el café, recién hecho con el grano que había comprado Léonie para ella en Carcasona, fue del todo de su gusto.
Anatole se interesó por ella lo indecible y le sugirió diferentes platos que tal vez podrían tentarle, pero a la postre sólo consiguió convencerla de que tomase un poco de pan con mantequilla y algo de
chévre trois jours
con miel.
—¿Hay algo que te pueda apetecer? Sea lo que sea, haré lo necesario con tal de traértelo.
Isolde sonrió.
—Es que todo me sabe raro.
—Tienes que comer —insistió él con firmeza—. Es preciso que recuperes tus fuerzas y…
Calló de repente. Léonie se fijó en que intercambiaron una mirada un tanto peculiar y se preguntó qué pudo ser lo que había estado a punto de decir su hermano.
—Puedo ir mañana mismo a Rennes-les-Bains y comprar lo que tú desees —siguió diciendo.
Léonie de pronto tuvo una idea.
—Podría ir yo —sugirió, procurando hablar a la ligera—. En vez de tener que marcharte tú, Anatole, sería muy placentero para mí hacer una visita al pueblo. —Se volvió hacia Isolde—. Conozco bastante bien tus gustos, tía. Si pudiera disponer del coche por la mañana, Pascal podría llevarme. —Calló un instante—. Podría traerte una lata de jengibre confitado del Magasin Bousquet.
Con gran deleite y no menor emoción, Léonie vio una chispa de interés que se encendía en los ojos grises pálidos de Isolde.
—Confieso que eso es algo que no me sentaría nada mal —reconoció.
—Y a lo mejor también —añadió Léonie, estrujándose los sesos rápidamente para recordar las golosinas preferidas de Isolde— podría visitar al
patissier
y comprar una caja de
Jésuites,
¿verdad?
Léonie detestaba aquellos pasteles tan pesados, tan dulzones, de crema, pero sabía muy bien que a Isolde de vez en cuando le resultaban irresistibles.
—A lo mejor es excesivo para mí en este momento —sonrió Isolde—. En cambio, esas galletas de pimienta negra serían realmente una delicia.
Anatole sonreía. La miraba y asentía.
—Muy bien. Pues no se hable más. —Cubrió la pequeña mano de Léonie con la suya—. Estaré encantado de ir contigo, pequeña, si así te parece.
—No, no. Será una aventura. Además, estoy segura de que aquí habrá cosas de sobra con las que ocupar tu tiempo.
El miró a Isolde.
—Es cierto —reconoció—. Bueno, Léonie. Si estás segura…
—Completamente —dijo ella con rapidez—. Me iré a las diez de la mañana y volveré con tiempo de sobra para el almuerzo. Voy a preparar una lista.
—Eres muy amable al tomarte tantas molestias —dijo Isolde.
—No, es un placer —repuso Léonie sin faltar a la verdad.
Lo había conseguido. Siempre y cuando lograse colarse en algún momento en la oficina de correos sin que Pascal lo supiera, en el transcurso de la mañana, por fin podría quedarse bien tranquila con respecto a las intenciones que tuviera monsieur Constant hacia ella, ya fuera para bien, ya fuera para mal.
Cuando Léonie se retiró a su habitación, soñó imaginando qué se podría sentir al tener una carta suya en las manos. Quiso imaginar qué podría decir un
billet-doux
de ese estilo, los sentimientos que podría expresar.
Desde luego, para la hora en que por fin se durmió había compuesto más de un centenar de veces una hermosa contestación dirigida a monsieur Constant, para sus —imaginarias— muestras de afecto y de respeto, elegantemente expresadas.
La mañana del jueves 29 de octubre fue magnífica.
El Domaine de la Cade amaneció bañado en una suave y matizada luz cobriza, bajo un inagotable cielo azul, salpicado aquí y allá de generosas nubes blancas. Y no iba a hacer frío. Los días de las tormentas parecían haber quedado atrás, y en su lugar se percibía en el aire el recuerdo del perfume con que soplaban las brisas del verano.
Un été indien.
A las diez y cuarto, Léonie bajó del coche en la plaza Pérou, ataviada para la ocasión con su vestido de día favorito, de color carmesí, con una chaqueta y un sombrero a juego. Con la lista de la compra en la mano, echó a caminar por la Gran Rué, visitando cada una de las tiendas. Pascal la acompañaba para encargarse de transportar sus diversas compras, hechas en el Magasin Bousquet, en Les Fréres Marcel, Pátisserie et Chocolaterie, además de b
oulangerie artisanale,
y en la mercería en donde compró un carrete de hilo.
Hizo una pausa para tomarse un sirope de granadina en un café, en una bocacalle, junto a la Maison Gravére, en donde habían tomado café Anatole y ella en su primera visita, y se sintió como en casa.
En efecto, Léonie se sentía como si fuera del pueblo y como si el pueblo fuera suyo. Y aunque hubo una o dos personas a las que conocía de vista que se mostraron más bien frías con ella, o así se lo pareció —las señoras miraron a otra parte, los caballeros apenas se tocaron el ala del sombrero al cruzarse con ella—, Léonie descartó la idea de que pudiera haberlas ofendido. Había terminado por comprender que si bien se había considerado una parisina de los pies a la cabeza, en realidad se sentía más viva y más desbordante de vitalidad en el paisaje arbolado de los montes y los lagos del Aude, mucho más que en la gran ciudad.
En esos momentos, pensar en las calles sucias y en el hollín del octavo
arrondissement,
por no hablar de las limitaciones que allí se imponían a su libertad, le resultó sencillamente abrumador. Desde luego, si Anatole pudiera convencer a su madre para que se reuniese con ellos por Navidad, Léonie estaría más que encantada de quedarse en el Domaine de la Cade hasta Año Nuevo e incluso hasta después.
Realizó todos los recados con bastante celeridad. A las once en punto todo lo que le quedaba por hacer era escabullirse de Pascal o darle esquinazo el tiempo suficiente para desviarse e ir a la oficina de correos. Le pidió que llevara los paquetes al coche, que se había quedado al cuidado de uno de sus muchos sobrinos, en el abrevadero que había un poco al sur de la plaza. Y le dijo que tenía la intención de presentar sus respetos a monsieur Baillard.
Pascal entornó los ojos.
—No sabía yo que ya hubiera regresado a Rennes-les-Bains,
madomaiséla
Léonie —repuso.
Se miraron a los ojos.
—No tengo la certeza de que ya haya regresado —reconoció ella—, pero no me importa nada ir caminando y volver después. Me reuniré contigo en la plaza Pérou. No tardaré nada.
Mientras hablaba, Léonie de pronto comprendió que tenía incluso una oportunidad perfecta para leer la carta en privado.
—Ahora que lo pienso, Pascal —añadió rápidamente, creo que es mejor que regreses tú solo. Volveré caminando al Domaine de la Cade. No es preciso que me esperes.
Pascal se puso colorado.
—Tengo la certeza de que el
sénher
Anatole no querría de ninguna manera que la dejara yo aquí y que hiciera el camino de vuelta a pie —dijo con una expresión con la que dio a entender que sabía cómo había regañado su hermano a Marieta por dejar que Léonie se escabullese y burlase sus atenciones estando en Carcasona.
—Ah, ¿o sea que mi hermano te ha dado instrucciones de que no me dejes de ninguna manera sin compañía? —dijo al punto—. ¿Es eso?
Pascal se vio obligado a reconocer que no.
—Bueno, en tal caso… Conozco muy bien el camino del bosque —le dijo con firmeza—. Marieta nos trajo por la entrada posterior al Domaine de la Cade, como ya sabes, de modo que no me resulta desconocido. Con un tiempo tan bueno como éste, seguramente con los últimos días de sol del año, no creo que mi hermano no desee que disfrute yo del aire.
Pascal no se movió.
—Eso es todo —dijo Léonie, de un modo más cortante de lo que hubiera querido.
Aún la miró un momento, con su rostro ancho e impasible, y de pronto esbozó una sonrisa.
—Como usted quiera,
madomaiséla
Léonie —admitió con una voz tranquila, firme—, pero tendrá que ser usted quien responda ante el
sénher
Anatole, no yo.
—Le diré que yo insistí en que me dejaras sola, descuida.
—Con su permiso, de todos modos, mandaré a Marieta a que abra los portones y que venga a encontrarse con usted a mitad de camino. Por si acaso no lo encuentra.
Léonie se llevó una lección de humildad, tanto por el buen carácter de Pascal ante su mal humor como por su preocupación por su bienestar. Y la verdad era que, a pesar del aplomo que acababa de mostrar, a ella le preocupaba un poco tener que volver sola atravesando el bosque.
—Gracias, Pascal —dijo con suavidad—. Te prometo que no tardaré. Mi tía y mi hermano ni siquiera llegarán a darse cuenta.
Él asintió con los brazos llenos de paquetes, se dio la vuelta y se marchó. Léonie lo vio partir.
Cuando el criado dobló la esquina, hubo algo que a ella le llamó la atención. Vio en un instante a una persona con una capa azul, alguien que se introdujo veloz en el callejón que conducía a la iglesia, como si no quisiera que lo viera nadie. Léonie frunció el ceño, pero apartó la visión de su mente mientras volvía sobre sus pasos hacia el río. Por precaución, no fuera que a Pascal se le ocurriese seguirla, decidió ir a pie hasta la oficina de correos pasando por la calle en la que se encontraba la casa de alquiler de monsieur Baillard.
Saludó con una sonrisa a un par de conocidos de Isolde, pero no se detuvo a pasar el rato con nadie. En pocos minutos había llegado a su destino. Con notoria sorpresa vio que las contraventanas de la casita estaban retiradas y sujetas en la pared.
Léonie hizo un alto. Isolde había tenido la certeza de que, salvo imprevistos, monsieur Baillard se había ausentado de Rennes-les-Bains para una temporada, al menos hasta la festividad de San Martín, o eso le habían dicho. ¿Estaría la casa alquilada a otra persona entretanto? ¿O tal vez había regresado efectivamente antes de lo previsto?
Léonie echó un vistazo por la calle Hermite, que conducía, junto al río, a la calle en la que se encontraba la oficina de correos. Tenía una febril excitación cada vez que pensaba en la posibilidad de que le hubiera llegado alguna carta. Apenas había pensado en otra cosa desde días atrás. Pero después de haber disfrutado de un periodo de exquisita anticipación, de pronto le invadió el temor de que sus esperanzas tal vez estuvieran a punto de volatilizarse. De que no hubiera llegado ninguna nota de monsieur Constant.
Y llevaba ya semanas lamentando la ausencia de monsieur Baillard. Si pasara sin detenerse y luego descubriese que había dejado escapar la oportunidad de afianzar la amistad que había entablado con él, nunca se lo perdonaría.
Si hay una carta esperándome, seguirá esperándome dentro de diez minutos.
Léonie se acercó y llamó a la puerta.
Durante un instante no sucedió nada. Arrimó el oído a la madera pintada y alcanzó a discernir el ruido de unos pasos por un suelo de baldosas.
—
¿Oc?
—dijo una voz infantil.
Retrocedió un paso cuando se abrió la puerta, con una repentina timidez ante la idea de haber ido a una casa particular sin mediar invitación. Un chiquillo de cabello oscuro, con los ojos del color de las zarzamoras, la miraba con curiosidad.
—¿Está en casa monsieur Baillard? —dijo—. Soy Léonie Vernier. La sobrina de madame Lascombe. Del Domaine de la Cade.
—¿Él la está esperando? ¿Está citada con él?
—No. Estoy de paso, así que me he tomado la libertad de hacerle una visita sobre la marcha. Si resulta inoportuno…
—¿Qué es?
El niño se dio la vuelta. Léonie sonrió con verdadero placer al oír la voz de monsieur Baillard. Fortalecida, le llamó.
—Soy Léonie Vernier, monsieur Baillard.
A los pocos instantes, la inconfundible figura y su traje blanco, tal como lo recordaba ella con toda claridad de la noche de la cena de gala, apareció al fondo del pasillo. Incluso en la penumbra de la entrada, tan estrecha, Léonie vio que estaba sonriendo.
—
Madomaiséla
Léonie —saludó—. Qué gran placer, y tanto más por lo inesperado.
—He venido a hacer unos recados para mi tía, que lleva unos días que no se encuentra muy bien, y Pascal se ha adelantado a regresar con las compras. Había pensado que no estaba usted en estos momentos en Rennes-les-Bains, pero cuando vi las contraventanas abiertas yo…
Se dio cuenta de que estaba farfullando, así que se mordió la lengua.
—Me encanta que lo haya hecho —dijo Baillard—. Por favor, pase.
Léonie titubeó. Aunque era un hombre de sólida reputación, conocido de tía Isolde y visitante relativamente asiduo del Domaine de la Cade, se dio cuenta de que quizá se considerase inapropiado que una jovencita entrase sola en la casa de un caballero.
¿Pero quién va a ser testigo de ello?
—Gracias —dijo ella—, será un placer.
Y traspasó el umbral.
L
éonie siguió a monsieur Baillard por el pasillo, que al fondo daba acceso a una agradable salita en la parte posterior de la casa. Una sola ventana de gran tamaño dominaba una de las paredes.
—Oh —exclamó—, la vista realmente parece un verdadero cuadro.
—Lo es —sonrió él—. Y es una suerte.
Tocó una campanilla de plata que había, en una mesa baja, junto al sillón con orejas en el que con toda probabilidad estaba sentado cuando ella llamó a la puerta, junto a una amplia chimenea de piedra. Apareció el mismo chiquillo. Léonie estudió discretamente la sala. Era una estancia muy simple, con una colección de sillas desparejadas y una mesa de tocador detrás del sofá. Las estanterías, llenas de libros, cubrían toda la pared de enfrente de la chimenea, y no quedaba un solo centímetro libre.
—Siéntese, se lo ruego —insistió él—. Y cuénteme qué novedades trae,
madomaiséla
Léonie. Confío en que todo vaya bien en el Domaine de la Cade. Dijo antes que su tía se hallaba indispuesta. Espero que no sea nada grave.