A Léonie se le escapó un largo silbido. Volvió la página. No había nada más.
Pasó un rato sentada simplemente, mirando atónita las últimas líneas del folleto. Era un relato extraordinario. El juego en lo oculto entre la música y el lugar había provocado que las imágenes de las cartas cobrasen vida propia; si lo había entendido bien, habían servido para convocar la presencia de quienes habían pasado al más allá.
Au déla du voile…
Más allá del velo, según el título que figuraba en el envoltorio.Y lo escribió mi tío.
En esos instantes, más que ninguna otra cosa, a Léonie le resultó asombroso que pudiera haber un escritor de semejante calidad en la familia y que sin embargo nunca se hubiera dicho nada al respecto.
Y sin embargo…
Léonie hizo una pausa. En la introducción, su tío había afirmado que se trataba de un testimonio verdadero, de un suceso real.
Se recostó en la silla. ¿Qué quiso decir al escribir sobre el poder de «entrar en otra dimensión»? ¿Qué quiso decir cuando habló de «mis otros yoes, tanto pasados como todavía por venir»? Y los espíritus, una vez convocados, ¿se habían retirado de regreso a su lugar de procedencia?
Tenía el vello erizado en la nuca. Léonie se volvió en redondo, mirando por encima del hombro a izquierda y a derecha, con la sensación de que había alguien a su espalda. Lanzó sucesivas miradas a las sombras que se formaban a uno y otro lado de la chimenea, a los rincones polvorientos tras las mesas y las cortinas. ¿Estaban aún presentes los espíritus en la finca? Pensó en la figura que había visto atravesar la parcela de césped la tarde anterior, cuando caía la noche.
¿Una premonición? ¿U otra cosa?
Léonie negó con un gesto, en cierto modo divertida al comprobar que estaba permitiendo que su imaginación se hiciera dueña de ella, y concentró de nuevo su atención en el libro. Si diera por buena la palabra de su tío, si creyera que el relato era real, y no ficción, ¿era de suponer que el sepulcro se encontraba dentro de los terrenos del Domaine de la Cade? Se sintió inclinada a pensar que sí, no sólo porque las notas musicales que se precisaban para invocar a los espíritus —C, D, E, A, según la notación alfabética— se correspondían con las letras que formaban el nombre de la hacienda: Cade.
¿Y existirá todavía?
Léonie apoyó el mentón en una mano. Su pragmatismo pasó a primer plano. Tendría que ser relativamente sencillo averiguar si existía alguna estructura, alguna construcción como la que había descrito su tío, y si estaba dentro de la finca. No sería de extrañar que una finca en el campo, una propiedad de semejantes dimensiones, tuviera su propia capilla o su propio mausoleo dentro de sus terrenos. Su madre nunca le había hablado de semejante cosa, pero lo cierto es que le había hablado muy poco de la finca. Tampoco tía Isolde había dicho nada a ese respecto, pero lo cierto es que no había existido posibilidad de hacer esa clase de comentario en el transcurso de la conversación de la velada anterior y, tal como ella misma había reconocido, su conocimiento de la historia de la finca, que había sido propiedad de la familia de su difunto esposo, era más bien exiguo.
Si está aquí, lo encontraré.
Le llegó un ruido del pasillo de entrada a la biblioteca. Rápidamente escondió el volumen en su regazo. No deseaba que nadie la sorprendiera leyendo un libro como ése. No porque le diera vergüenza, sino porque era una aventura privada, que no deseaba compartir con nadie. Anatole seguramente le tomaría el pelo.
Los pasos se alejaron y Léonie oyó entonces que se cerraba una puerta al otro lado del vestíbulo. Se puso en pie, preguntándose si podría llevarse el libro. No le pareció que su tía pusiera ninguna objeción a que lo tomara en préstamo, y más teniendo en cuenta que le había invitado a considerar la colección de la biblioteca como si fuera suya. Y aunque el volumen, en efecto, estaba en una vitrina cerrada, Léonie tuvo la certeza de que era sobre todo para protegerlo de las insidias del polvo, del tiempo y de la luz del sol, y no porque estuviera prohibido. De lo contrario, ¿por qué estaba la llave puesta como si tal cosa en la cerradura de la vitrina?
Léonie se marchó de la biblioteca llevándose el volumen sustraído.
París
V
ictor Constant dobló el periódico y lo dejó en el asiento de al lado.
¡Asesinato estilo Carmen! ¡La policía busca al hijo!
Entrecerró los ojos de puro desprecio.
«Asesinato estilo Carmen»… Bah.
Se sintió ofendido: a pesar de toda la ayuda que les había prestado, los caballeros de la prensa eran un hatajo de botarates y sólo sabían hacer lo más previsible. Imposible que hubiera dos mujeres más disímiles que Marguerite Vernier y la impetuosa heroína de Bizet, enrevesada al menos en lo referente al carácter o al temperamento, si bien aquella ópera parecía haber pasado ya a formar parte de la conciencia del público francés, y en una medida realmente inquietante. Para trazar la comparación bastaba con la presencia de un soldado y un cuchillo: con eso, el cuento ya estaba escrito antes de poner la primera palabra.
En cuestión de pocos días, Du Pont había pasado de ser el principal sospechoso a ser una víctima inocente en las columnas de los periódicos. Al principio, el hecho de que el prefecto no le acusara de haber cometido el asesinato despertó el interés de los periodistas, les animó a echar las redes —literariamente hablando— en un terreno algo más extenso. Ahora, y en buena parte gracias a los empeños del propio Constant, los reporteros habían puesto a Anatole Vernier en su punto de mira. Todavía no era del todo sospechoso, pero el hecho de que todavía estuviera en paradero desconocido resultaba asimismo sospechoso. Se dijo que la policía, al parecer, era incapaz de localizar a Vernier y a su hermana, a los que ni siquiera había sido posible informar de la tragedia. ¿Podía ser tan difícil de localizar un hombre que era en principio inocente?
En efecto, cuanto más negaba el inspector Thouron que el propio Vernier pudiera ser culpable, más virulentos eran los rumores en sentido contrario. El hecho de que Vernier no estuviera en París, su ausencia, pasó a ser una presencia casi irrefutable en la vivienda y en la noche en que se cometió el asesinato.
A Constant no pudo irle mejor con unos periodistas tan perezosos. Bastaba con proporcionarles un cuento bien envuelto, bien empaquetado, para que ellos a su vez lo presentaran sin apenas modificación, si acaso con algún adorno, a sus lectores. Ni siquiera se les pasaba por la cabeza la conveniencia de verificar con total independencia la información que se les había proporcionado, tal como tampoco parecían inclinados a comprobar la veracidad de los hechos que se les hubieran suministrado, al margen de que se hubieran producido o no.
A pesar del odio que tenía por Vernier, Constant se vio obligado a reconocer que el muy idiota había obrado con inteligencia. El propio Constant, con sus bolsillos bien provistos y su tupida red de espías e informadores, no había sido capaz de averiguar adonde podían haberse marchado Vernier y su hermana.
Lanzó por la ventanilla una mirada sin el menor interés cuando el expreso de Marsella traqueteaba con rumbo sur por los alrededores de París. Constant rara vez se había aventurado más allá de la
banlieue.
Le desagradaban los paisajes abiertos, la luz indiscriminada del sol o los cielos grises y apagados, que todo lo igualaban bajo su amplia y desabrida mirada. Le desagradaba la naturaleza. Prefería llevar a cabo sus asuntos en el crepúsculo de las calles iluminadas artificialmente, en la penumbra de las habitaciones escondidas, a la antigua usanza, con la luz de una vela o de un cabo de sebo. Despreciaba el aire puro y los espacios abiertos. Su medio elemental eran los pasillos perfumados de los teatros, llenos de chicas adornadas con plumas y abanicos, y los salones particulares de los clubes privados.
Al final, tan sólo le costó cuarenta y ocho horas desentrañar el laberinto de confusiones con que Vernier había intentado embarullar todo lo relativo a su viaje. Los vecinos, con la ayuda de un par de
sous,
afirmaron no saber nada a ciencia cierta, aunque habían oído, recordado o recogido suficientes fragmentos de información. Desde luego, para Constant fueron suficientes, y así pudo reconstruir el rompecabezas relativo al día en que los hermanos Vernier huyeron de París. El dueño del Le Petit Chablisien, un restaurante no muy lejano de la vivienda de los Vernier, en la misma calle Berlin, reconoció haberles oído hablar sobre la ciudad medieval de Carcasona.
Con un bolso lleno de monedas, el criado de Constant no tuvo mayores dificultades en encontrar al cochero que los había llevado a Saint-Lazare en la mañana del viernes, y luego dio con el segundo fiacre, el que los llevó de allí a la estación de Montparnasse, cosa que, según supo, los gendarmes del octavo
arrondissement
por el momento no habían logrado descubrir.
No era gran cosa, pero en todo caso sí lo suficiente para convencer a Constant de que valdría la pena pagar el billete de tren con rumbo al sur. Si los Vernier aún se encontrasen en Carcasona, la cosa sería sumamente sencilla. Igual daba que estuviera con ella, con la furcia, o sin ella. Desconocía el nombre bajo el cual se pudiera ocultar; tan sólo tenía aquel con el cual fue enterrada, el nombre que estaba inscrito en la lápida del cementerio de Montmartre.
Constant llegaría a Marsella ese mismo día. Su intención era pasar allí el fin de semana. El lunes por la mañana tomaría el tren de la costa, de Marsella a Carcasona, para instalarse allí como si fuera una araña en el centro de su tela, a la espera de que su presa se le pusiera a tiro.
Tarde o temprano, la gente hablaría. Siempre terminaban por hablar. Susurros, murmullos, rumores. La hermana de Vernier era llamativa. Entre la gente del Midi, morenos, de negros cabellos, de ojos oscuros, una piel como la suya, una cara como la suya, unos rizos cobrizos como los suyos, sin duda llamarían la atención.
Era posible que le llevase algún tiempo, pero no tenía prisa, y sabía que acabaría por localizarlos.
Constant tomó el reloj de Vernier, sacándolo del bolsillo con la mano enguantada. Una funda de oro macizo, con un anagrama de platino: distinguida y distintiva, sin duda. Le provocaba un gran placer el simple hecho de poseerla, poseer un objeto que había sido de Vernier.
Ojo por ojo.
Su expresión se endureció al imaginársela a ella sonriendo a Vernier, tal como en otro tiempo le había sonreído a él. Una repentina imagen traspasó con un destello su mente torturada: la vio desnuda ante los ojos de su rival. Y eso no pudo soportarlo.
Para distraerse, Constant introdujo la mano dentro del bolso de cuero con que viajaba, en busca de algo para pasar el rato. Sus dedos rozaron el cuchillo, oculto en una gruesa funda de cuero, con el que había arrebatado la vida a Marguerite Vernier. Sacó el
Viaje subterráneo,
de Nicholas, y
Cielo e infierno,
de Swedenborg, pero ninguno de los dos libros le apeteció en ese momento.
Volvió a elegir. Esta vez tomó la
Quiromancia,
de Robert Fludd.
Otro recuerdo. Iba que ni pintado a su estado anímico.
Rennes-les-Bains
L
éonie apenas había salido de la biblioteca cuando la abordó la criada, Marieta, en el vestíbulo. Se guardó el libro en la espalda.
—
Madomaiséla,
su hermano me manda para informarle de que esta mañana tiene previsto hacer una visita a Rennes-les-Bains y para comunicarle que le agradaría que le acompañase.
Léonie vaciló, aunque sólo fuera un instante. Estaba emocionada con sus planes de explorar el Domaine para iniciar la búsqueda del sepulcro, pero esa expedición podría esperar. Una visita al pueblo en compañía de Anatole, en cambio, no.
—Dile a mi hermano, por favor, que estaré encantada de acompañarle.
—Muy bien,
madomaiséla.
El carruaje estará preparado a las diez y media.
Subiendo las escaleras de dos en dos, Léonie llegó a su habitación y la recorrió con la mirada en busca de un buen sitio donde esconder
Les tarots,
pues no quería suscitar el menor interés entre los criados dejando semejante volumen a la vista de cualquiera. Sus ojos cayeron sobre su costurero. Velozmente abrió la tapa de madreperla y ocultó el libro en el fondo, entre los ovillos de hilo, los retales sueltos, los dedales y los librillos en los que guardaba las agujas.
Cuando bajó al vestíbulo, Léonie no encontró ni rastro de Anatole. Estuvo paseando por la terraza de la parte trasera de la casa, y se apoyó con ambas manos en la balaustrada, contemplando las extensiones de césped. Las anchas franjas de luz del sol que caían sesgadas, filtradas por un velo de nubes, le dificultaban la visión por los marcados contrastes de sombra y luz. Léonie respiró hondo, absorbiendo la frescura del aire limpio, sin asomo de polución. Qué distinto era todo a París, con sus malos efluvios, el hollín, el olor a hierro caliente, la perpetua manta de neblina que cubría la ciudad…
El hortelano y el muchacho que le ayudaba estaban trabajando en los macizos de flores, sujetando los arbustos de menor tamaño y algunos arbolillos a los rodrigones. Una carretilla de madera estaba llena ya de hojas otoñales rastrilladas, hojas del color del vino. El hombre de mayor edad llevaba una chaqueta corta, marrón, y una gorra, además de un pañuelo rojo anudado al cuello. El muchacho, en realidad un chiquillo de doce o trece años, no se cubría la cabeza y vestía una camisa sin cuellos.
Léonie bajó los escalones. El hortelano se quitó la gorra en cuanto la vio acercarse hacia ellos, una gorra de fieltro castaño, del color de la tierra en otoño, que apretó entre los dedos sucios de tierra.
—Buenos días.
—
Bon jour, madomaiséla
—murmuró.
—Hace un día muy hermoso.
—Se avecina tormenta.
Léonie miró dubitativa el cielo perfectamente azul, espolvoreado de islas de nubes que flotaban moviéndose con lentitud.
—Pues parece un día en calma, un día apacible.
—Se tomará su tiempo, pero vendrá.
Se inclinó hacia ella y reveló una boca llena de dientes renegridos, torcidos, como una hilera de viejas lápidas.