A medida que se alargaban las sombras, mientras pasaba el tiempo embebida en pensamientos agradables, pincelada a pincelada fueron espesándose los colores en la hoja de papel grueso y la imagen fue cobrando vida.
Sólo cuando Marieta regresó para recoger la habitación, una vez que se hubo marchado, se hizo Léonie una idea más clara de lo que había pintado. Lo que vio le causó asombro. Sin habérselo propuesto en ningún momento, había plasmado una de las figuras de los retablos del tarot que vio en el sepulcro: La Fuerza. La única diferencia radicaba en que a la muchacha le había puesto el cabello largo y cobrizo y un vestido matinal que recordaba uno de los que en esos momentos se hallaban colgados en su armario de la calle Berlín.
Había compuesto un autorretrato, aunque no era del todo ella.
Dividida entre el orgullo que le produjo la calidad de su trabajo y la intrigante elección del tema, Léonie sostuvo el autorretrato para que le diera mejor la luz. Por norma general, todos sus personajes resultaban bastante semejantes entre sí, y apenas guardaban una relación clara con el tema que hubiera intentado pintar. En esta ocasión, en cambio, el parecido era notable.
¿La Fuerza?
¿Era así como se veía a ella misma? Léonie nunca lo hubiera dicho. Examinó la imagen unos momentos más, pero al tener conciencia de que la tarde estaba próxima a terminar, se vio obligada a sujetar el retrato tras el reloj de la repisa y a quitárselo de la cabeza.
Marieta llamó a la puerta a las siete en punto.
—
¿Madomaiséla?
—dijo, y asomó la cabeza por la puerta entreabierta—. Me envía
madama
Isolde para que la ayude a vestirse. ¿Tiene ya decidido qué se va a poner?
Léonie asintió como si nunca lo hubiese dudado.
—El vestido verde de escote cuadrado. Y la
sous-jupe
con el fruncido a la inglesa.
—Muy bien,
madomaiséla.
Marieta tomó las prendas que le había indicado, las transportó con los brazos extendidos y las colocó con gran esmero sobre la cama. Entonces, con gran maestría, ayudó a Léonie a ponerse el corsé sobre la blusa y la ropa interior, atándole los lazos y apretándoselos al máximo en la espalda y abrochando los ganchos en los ojales de delante. Léonie se volvió a izquierda y derecha para verse reflejada en el espejo y sonrió.
La criada se subió a la silla y pasó primero las enaguas y luego el vestido por encima de la cabeza de Léonie. Notó la frialdad de la seda verde al tacto con la piel en el momento en que cayó formando pliegues centelleantes como el agua al sentir el roce de la luz del sol.
Marieta bajó de un salto y se ocupó de los cierres, y entonces se acuclilló para terminar de arreglar el dobladillo, mientras Léonie se ajustaba mejor las mangas.
—¿Cómo desea que la peine,
madomaiséla?
Léonie regresó al tocador. Ladeó la cabeza, se sujetó un grueso puñado de cabello por encima de los rizos que le caían a los lados cayendo en cascada y se lo dejó encima de la cabeza.
—Así.
Dejó caer el cabello y se acercó hacia donde estaba una pequeña funda rígida, de cuero marrón. Un joyero.
—Tengo unas peinetas de carey con incrustaciones de perlas que van a juego con unos pendientes y un colgante que me quiero poner.
Marieta trabajó deprisa, pero con esmero. Prendió el cierre de platino en forma de hoja para colocar el collar de perlas en torno al cuello de Léonie, y se alejó dos pasos para admirar su trabajo.
Léonie se miró detenidamente en el espejo, inclinándolo un poco para gozar de una imagen más completa. Sonrió, encantada con lo que vieron sus ojos: no era ni demasiado sencillo ni demasiado extravagante para ser una cena privada. Los adornos le sentaban bien tanto a su coloración natural como a su figura. Tenía los ojos luminosos, brillantes incluso, y una tez magnífica, ni demasiado pálida ni excesivamente bronceada.
Desde la planta baja llegó el brioso repicar de una campana. Entonces oyó la puerta principal, que se abría para recibir a los primeros invitados.
Las dos muchachas se miraron a los ojos.
—¿Qué guantes desea? ¿Los verdes o los blancos?
—Los verdes que llevan unos abalorios en el borde —dijo Léonie—. Hay un abanico de un color muy semejante en una de esas sombrereras, encima del armario.
Cuando estuvo lista, Léonie tomó su bolso de señora del cajón superior y deslizó los pies en unas chinelas de seda verdes.
—Parece usted el personaje de un cuadro,
madomaisela
—suspiró Marieta—. Bellísima.
Una andanada de ruido la alcanzó nada más salir de su habitación y la hizo detenerse en seco en el pasillo. Léonie se asomó por la balaustrada al vestíbulo de abajo. Los criados se habían vestido con libreas alquiladas para la noche y se les veía muy elegantes. Realzaban la ocasión, sin duda. Adoptó la sonrisa más deslumbrante que pudo, se aseguró de que el vestido estuviera perfecto, y con mariposas en la boca del estómago bajó la escalinata para sumarse a la fiesta.
A la entrada del salón, Pascal la anunció con su voz potente y clara, y acto seguido estropeó en parte el efecto conseguido al dedicarle un guiño, sin duda para darle ánimos, al tiempo que ella hacía su entrada.
Isolde se encontraba ante la chimenea, charlando con una mujer joven y de aspecto enfermizo, al menos por su tez. Con la mirada, indicó a Léonie que se le acercase.
—Mademoiselle Denarnaud, permítame presentarle a mi sobrina, Léonie Vernier, hija de la hermana de mi difunto esposo.
—Encantada, señorita —saludó Léonie con encanto.
En el transcurso de la breve conversación que siguió entre ellas, tuvo conocimiento de que mademoiselle Denarnaud era la hermana soltera del caballero que había echado una mano a Léonie con su equipaje cuando bajó del tren en Couiza, el día de su llegada. El señor Denarnaud alzó la mano y la saludó desde lejos al ver que Léonie lo observaba desde el otro extremo del salón. Una prima lejana de ambos, según le explicaron, trabajaba como ama de llaves del párroco de Rennes-le-Cháteau. «Otra familia con muchas ramificaciones», pensó Léonie a la vez que saludaba a unos y a otros, al recordar que Isolde dos noches antes, durante la cena, apuntó que el abad Sauniére tenía nada menos que diez hermanos.
Sus intentos por trabar conversación fueron recibidos con una mirada gélida. Aunque seguramente no fuera mayor que la propia Isolde, mademoiselle Denarnaud llevaba un vestido de gruesos brocados, de matrona, que habría sido apropiado para una mujer que le doblase la edad, y un polisón horrorosamente anticuado, de un modelo que no se había visto en París desde bastantes años antes. El contraste entre ella y su anfitriona no pudo resultar más evidente. Isolde se había peinado el cabello dejando caer sus tirabuzones de rizos rubios, y lo llevaba sujeto sobre la cabeza con unos minúsculos pasadores de perlas. Su vestido, de tafetán dorado y seda en tono marfil, a ojos de Léonie tan espléndido que bien podría haber salido de la última colección presentada por Charles Worth, estaba bordado con hilos de cristal de tonos metálicos. Llevaba una gargantilla del mismo tejido, con un broche de perlas en el centro. Al tiempo que hablaba, su vestido captaba los destellos de la luz y resplandecía como si fuera una constelación.
Con gran alivio, Léonie descubrió a Anatole de pie ante los ventanales, fumando y charlando con el doctor Gabignaud. Se disculpó y se deslizó a lo largo de la sala para sumarse a los caballeros. Los aromas a jabón de sándalo, a aceite para el cabello, a la chaqueta de gala recién planchada, la saludaron en cuanto se acercó a ellos.
A Anatole se le iluminó el rostro nada más verla.
—¡Léonie! —Le pasó un brazo por la cintura y la estrechó contra él—. Permíteme que te diga que estás… estás encantadora. Qué bien te sienta ese verde. —Dio un paso atrás para permitir que el médico tomara parte en la conversación—. Gabignaud, ¿recuerda usted a mi hermana?
—Desde luego que sí. —El médico hizo una envarada reverencia—. Mademoiselle Vernier… Permítame añadir mis cumplidos a los de su hermano.
Léonie se puso colorada de un modo delicioso.
—Qué espléndida reunión —dijo ella.
Anatole le recordó el nombre del resto de los invitados.
—Recordarás también a
maître
Fromilhague, naturalmente. Y a Denarnaud y a su hermana, que es quien le hace las veces de ama de llaves…
Léonie asintió.
—Tía Isolde me los ha presentado.
—Y aquél es Bérenger Sauniére, el sacerdote de la parroquia de Rennes-le-Cháteau, amigo de nuestro difunto tío.
Señaló a un hombre alto y musculoso, de frente prominente y rasgos muy marcados, todo lo cual no casaba del todo bien con su larga sotana negra.
—Parece un hombre encantador —siguió diciendo Anatole—, aunque no sea un hombre precisamente dado a las trivialidades. —Señaló con un gesto al médico—. Le han interesado más las investigaciones médicas de Gabignaud que las menudencias que haya podido contarle yo.
Gabignaud sonrió, reconociendo que era cierto.
—Sauniére es un hombre sumamente bien informado, conoce a fondo toda clase de cosas. Tiene auténtico afán de conocimiento. Y siempre hace preguntas, se lo aseguro.
Léonie miró al sacerdote unos momentos más, y siguió recorriendo con los ojos a los invitados.
—¿Y la dama que está con él?
—Madame Bousquet, pariente lejana de nuestro difunto tío. —Anatole bajó la voz—. Si Lascombe no se hubiera casado, habría heredado ella el Domaine de la Cade.
—¿Y pese a todo ha aceptado la invitación?
Él asintió.
—No es que madame Bousquet e Isolde se relacionen como si fueran hermanas, pero al menos tienen un trato civilizado. Se reciben a menudo en una y otra casa. De hecho, Isolde siente verdadera admiración por ella.
Sólo en ese momento reparó Léonie en un hombre muy alto y muy delgado que se encontraba un poco más allá del reducido grupo. Se volvió ligeramente para observarlo mejor. Iba vestido de una forma poco habitual, con un traje claro, y no con el negro de rigor en una ocasión de gala, además de ostentar un pañuelo amarillo en el bolsillo de la chaqueta. También el chaleco era amarillo.
Tenía el rostro muy arrugado, la piel casi traslúcida de pura vejez, a pesar de lo cual a Léonie no le pareció que tuviera una edad demasiado avanzada. Sí que notó en él lo que le pareció una tristeza subyacente en cada uno de sus gestos. Como si fuera un hombre que hubiera sufrido mucho, que hubiera visto demasiado.
Anatole se volvió a ver qué o quién había llamado de esa forma la atención de su hermana. Se inclinó para hablarle al oído.
—Ah, ese que ves ahí es el visitante más célebre de todo Rennes-les-Bains, Audric Baillard, autor del extraño librito que tanto te entusiasmó. —Sonrió—. A lo que se ve, todo un excéntrico. Gabignaud me ha contado que siempre viste de una manera singular, al margen de la ocasión de que se trate. Siempre un traje claro, siempre una corbata amarilla.
Léonie se volvió hacia el médico.
—¿Y a qué se debe esa manía? —preguntó en voz muy baja.
Gabignaud sonrió y se encogió de hombros.
—Creo que lo hace en recuerdo de los amigos que perdió, mademoiselle Vernier. De los camaradas que cayeron, no estoy muy seguro, la verdad.
—Ya se lo preguntarás tú misma, pequeña, durante la cena —dijo Anatole.
La conversación continuó hasta que el sonido del gong llamó a los comensales a la mesa.
Isolde, escoltada por
maître
Fromilhague, condujo a sus invitados desde el salón, atravesando el vestíbulo, hacia el comedor. Anatole acompañó a madame Bousquet. Léonie, tomada del brazo del charlatán monsieur Denarnaud, no perdió de vista a monsieur Baillard. El abad Sauniére y el doctor Gabignaud formaban la retaguardia, con mademoiselle Denarnaud entre ambos.
Pascal, realmente esplendido con su librea alquilada, roja y oro, abrió las puertas de par en par al acercarse el grupo. Se propagó de inmediato un murmullo de grato reconocimiento. La propia Léonie, que ya había visto el comedor en las sucesivas etapas de los preparativos a lo largo de toda la mañana, se quedó deslumbrada ante la transformación. La espléndida araña de cristal estaba encendida, con tres círculos sucesivos de velas de cera blanca. La gran mesa ovalada se hallaba decorada con gran profusión de lirios blancos e iluminada por tres candelabros de plata. En el aparador estaban las fuentes y las soperas de plata, con tapaderas como cúpulas, resplandecientes como la armadura de un caballero andante. La luz de las velas propagaba las sombras que bailaban por las paredes, sobre los retratos de las generaciones anteriores de la familia Lascombe, todos ellos decorando las paredes.
La proporción de cuatro damas para seis caballeros daba a la mesa una disposición ligeramente desigual. Isolde ocupó una cabecera, con monsieur Baillard en la opuesta. Anatole se sentó a la izquierda de Isolde, con
maître
Fromilhague a su derecha. Al lado de Fromilhague se encontraba mademoiselle Denarnaud, y junto a ella, el doctor Gabignaud. Léonie era la siguiente, con Audric Baillard a su derecha. Sonrió con timidez cuando el criado le retiró la silla y tomó asiento. Al otro extremo de la mesa, Anatole tuvo el placer de sentarse junto a madame Bousquet, al lado de la cual estaban Charles Denarnaud y el abad Sauniére.
Los criados sirvieron con generosidad el ya conocido
blanquette
de Limoux, en unas copas sin dibujos, abiertas, amplias. Fromilhague concentró sus atenciones en su anfitriona, olvidándose por completo de la hermana de Denarnaud, cosa que a Léonie le resultó un tanto descortés, si bien no lo culpó enteramente por ello. En el transcurso de su breve conversación, le había parecido una mujer sumamente aburrida.
Al cabo de una serie de frases formales que intercambió con madame Bousquet, Léonie oyó a Anatole lanzado ya de lleno en una animada conversación con
maître
Fromilhague, una conversación sobre literatura. Fromilhague era un hombre de opiniones contundentes y manifestó su rechazo frontal a la última novela de monsieur Zola,
L'argent,
que tachó de aburrida e inmoral. Condenó a otros asiduos y antiguos compañeros de Zola, como Guy de Maupassant, del cual se rumoreaba que, tras haber intentado quitarse la vida, se encontraba ingresado en el sanatorio del doctor Blanche, en París. En vano intentó Anatole darle a entender que la vida de un hombre y su obra literaria bien merecían un juicio aparte, sin que una influyera en la otra.