Enfin.
El tren fue ganando velocidad a medida que dejaba atrás el andén.
Léonie se recostó en su asiento, viendo desaparecer París en medio de una nubareda blanquecina.
Domingo, 20 de septiembre
L
os tres días de viaje por Francia habían sido placenteros. Tan pronto el expreso dejó atrás la desoladora
banlieue
de París, Anatole recuperó el ánimo y la tuvo entretenida con anécdotas o jugando a las cartas o hablando de cómo iban a pasar el tiempo cuando llegasen a la casa en las montañas.
Poco después de las seis de la tarde del viernes desembarcaron en Marsella. A la mañana siguiente siguieron viaje a lo largo de la costa, hasta llegar a Carcasona, y pasaron la noche en un hotel inhóspito en el que no había agua caliente y el servicio era más bien hosco. Léonie despertó con dolor de cabeza, y debido a lo difícil que fue encontrar un coche de punto por ser domingo por la mañana poco faltó para que perdieran el enlace.
Sin embargo, en cuanto salió en tren de las afueras, a Léonie le volvió el buen humor. Dejó la guía que había ido leyendo en el asiento de al lado, junto a un volumen de relatos, mientras el paisaje vivo y palpitante del Midi comenzaba a dejar sentir su efecto lleno de encanto.
Las vías del tren seguían el curso del río que se iba curvando hacia el sur, por el valle plateado del Aude, camino de los Pirineos. Al principio, los raíles iban en paralelo a la carretera. La tierra era llana, sin cultivos. Luego empezaron a ver los viñedos, en hileras bien ordenadas, y algún que otro campo de girasoles todavía en flor, con las corolas vencidas hacia el este.
Entrevio una aldea —poco más que un puñado de casas— encaramada en un cerro lejano y pintoresco. Luego descubrió otra, con casas de tejas rojas apiñadas en torno a la torre de la iglesia, que parecía dominarlo todo. Casi al alcance de la mano, en las afueras de los pueblos por los que pasaba el ferrocarril, había hibiscos de color rosa, buganvillas, lilas de una tonalidad maravillosa, matas de lavanda y amapolas. Los erizos de las castañas aún pendían de las ramas cargadas de los árboles. A lo lejos, siluetas de oro y de cobre bruñido, único indicio de que el otoño estaba a la espera de que llegara su momento para hacer acto de presencia.
A lo largo de las vías, los campesinos faenaban en los campos de labranza, con las camisolas azules, rígidas por el almidón, y un brillo como si estuvieran barnizadas, adornadas de encajes en los puños y en el cuello. Las mujeres llevaban sombreros de paja de ala ancha para protegerse del sol inclemente, aunque estuviera ya avanzada la estación. Los hombres mostraban expresiones de resignación en los rostros curtidos, correosos, vueltos de espaldas al viento incesante, faenando en la siega.
El tren hizo una parada de un cuarto de hora en una población algo mayor que las anteriores, en Limoux. Después, el campo se hizo más ondulado, más empinado a trechos, más pedregoso, menos acogedor, a medida que la llanura dejaba paso a la garriga que precedía a los montes de Hautes Corbiéres.
El tren traqueteaba con precariedad, encaramado sobre una vía que discurría prácticamente sobre el río, hasta que, trazada una curva, la blancura azulada de los Pirineos de pronto descolló en lontananza, brillando entre la bruma producida por el calor.
Léonie contuvo la respiración. Los montes parecían brotar de la tierra misma como si formasen una pared insalvable que a su vez conectara la tierra con el cielo. Magníficos, inmutables. A la vista de tanto esplendor natural, las construcciones artificiales de París parecían menos que nada. Las polémicas que habían rodeado la célebre torre de metal de monsieur Eiffel, los grandes bulevares del barón Haussmann, incluso el teatro de la Ópera de monsieur Garnier, palidecían hasta parecer insignificantes. Aquél era un paisaje construido a una escala completamente distinta: tierra, aire, fuego y agua, los cuatro elementos a plena luz del día, a la vista de cualquiera, como las teclas de un piano.
El tren traqueteaba y carraspeaba, frenando su marcha de un modo muy ostensible, avanzando a tirones, a trompicones. Léonie bajó la ventanilla y notó en las mejillas el aire del Midi. Los cerros boscosos, verdes, castaños y cobrizos, se erguían bruscamente a la sombra de los acantilados de granito gris. Mecida por el balanceo del tren y el canto de las ruedas en las vías de metal, sin darse cuenta se le fueron cerrando los ojos.
Despertó sobresaltada con el chirrido de los frenos.
Abrió los ojos y por un instante no supo dónde estaba. Miró entonces la guía que se le había quedado en el regazo, vio a Anatole frente a ella, y de golpe se acordó: no estaba en París, sino a bordo de un tren que traqueteaba por el Midi.
El tren estaba frenando.
Léonie se asomó soñolienta por la ventana sucia de hollín. Le fue difícil distinguir las letras en el canelón de madera, pintado, encima del andén. Oyó en ese momento al jefe de estación, que dio una voz con un marcado acento sureño:
—Couiza-Montazels. Diez minutos de parada.
Se enderezó con una sacudida y dio a su hermano unos golpecitos en la rodilla.
—Anatole, ya hemos llegado, levántate.
Oyó que se abrían las puertas y luego el golpe al topar cada una de ellas con el lateral verde del tren, como si fuera una desganada salva de aplausos perezosos en los Concerts Lamoureux.
—Anatole —repitió, segura de que estaba fingiendo que dormía—. Es la hora. Hemos llegado a Couiza.
Se asomó.
Pese a ir muy avanzada la estación del verano, y pese a ser domingo, había una hilera de mozos de cuerda apoyados en sus carretillas de madera de largos mangos. La mayoría llevaba la gorra hacia atrás y el chaleco abierto, las mangas recogidas hasta los codos.
Alzó una mano.
—Mozo, por favor —llamó a uno.
Uno de los mozos se adelantó en el acto, pensando que de inmediato un par de
sous
iban a ir a parar a su bolsillo. Léonie se retiró al interior para recoger sus pertenencias.
Sin previo aviso se abrió la puerta.
—Permítame, mademoiselle.
Un hombre se encontraba en el andén, mirando al interior del vagón.
—No, descuide, la verdad es que podemos… —empezó a decir, pero el hombre miró al interior del compartimento y vio a Anatole aún dormido y el equipaje en el estante superior; sin esperar invitación alguna, subió al vagón de un salto.
—Insisto.
Léonie había sentido un rechazo instintivo. El cuello duro y almidonado, el chaleco cruzado y el sombrero de copa eran propios de un caballero, si bien su persona tenía algo que no terminaba de ser
comme il faut.
Miraba con demasiada osadía, con impertinencia.
—Gracias, pero no es necesario —dijo ella con altivez. Identificó en su aliento el olor a aguardiente de guindas—. Soy más que…
Sin esperar a que le diera permiso, ya había tomado la primera de las maletas y una caja del estante de madera. Léonie lo vio mirar con atención las iniciales inscritas en el cuero cuando dejó el bolso de viaje de Anatole en el suelo sucio del pasillo.
Completamente frustrada por la inactividad de su hermano, lo tomó bruscamente del brazo.
—Anatole, estamos en Couiza. ¡Despierta!
Por fin, con alivio, vio que daba muestras de desperezarse. Pestañeó y miró con pereza alrededor, como si le sorprendiera encontrarse en un vagón de ferrocarril. Se fijó entonces en que ella lo miraba con el ceño fruncido y sonrió.
—Me debo de haber adormilado —dijo, pasándose los dedos largos y blancos por el cabello negro y aceitado—. Disculpa.
Léonie hizo una mueca cuando el hombre depositó de mala manera el bolso personal de Anatole sobre el andén. Luego fue en busca de su propia caja de madera lacada.
—Tenga cuidado —le dijo sucintamente—. Tiene un gran valor.
El hombre la miró por encima, y luego reparó en las dos iniciales doradas de la tapa: L. V.
—Pues claro, claro. Descuide, lo tendré.
Anatole se puso en pie. En un instante, el compartimento pareció mucho más pequeño que antes. Se miró en el espejo situado bajo el estante de los equipajes, se arregló el cuello de la camisa y se ajustó el chaleco antes de estirarse los puños.
Se agachó entonces y recogió el sombrero, los guantes y el bastón de caña con un grácil movimiento.
—¿Vamos? —dijo como si tal cosa, ofreciéndole el brazo a Léonie.
Sólo en ese momento reparó en que sus pertenencias ya estaban fuera del vagón. Miró a su acompañante.
—Muchas gracias, señor. Le estamos sumamente agradecidos.
—No hay de qué. Ha sido un placer, señor…
—Vernier. Anatole Vernier. Y ésta es mi hermana, Léonie.
—Raymond Denarnaud, para servirles a ustedes. —Se tocó el ala del sombrero—. ¿Tienen previsto alojarse en Couiza? De ser así, me encantaría…
Un silbato agudo sonó una vez más.
—¡Al tren! Pasajeros con destino a Quillan y Espéraza, ¡al tren!
—Deberíamos alejarnos un poco —dijo Léonie.
—No, no nos quedamos en Couiza exactamente —respondió Anatole al hombre, casi a gritos, para hacerse oír por encima del rugir de la caldera—. Pero estaremos bastante cerca. En Rennes-les-Bains.
Denarnaud sonrió ampliamente.
—Es donde yo nací.
—Excelente. Nos alojamos en el Domaine de la Cade. ¿Lo conoce usted?
Léonie se quedó atónita mirando a Anatole. Tras haberle insistido en que era necesario mantener la máxima discreción, sólo dos días después de marchar de París parecía dispuesto a publicar sus intenciones ante un perfecto desconocido y sin habérselo pensado siquiera dos veces.
—El Domaine de la Cade —murmuró Denarnaud con detenimiento—. Sí, claro que lo conozco.
La locomotora despidió un chorro de vapor acompañado de un fuerte traqueteo. Léonie dio con nerviosismo un paso atrás, y Denarnaud subió a bordo.
—Una vez más, debo darle las gracias por su cortesía —repitió Anatole.
Denarnaud se asomó por la ventanilla. Los dos hombres intercambiaron sus tarjetas de visita y se estrecharon la mano cuando las vaharadas de vapor inundaron el andén.
Anatole se alejó del borde.
—Parecía un buen tipo, desde luego.
En los ojos de Léonie centelleó cierto malhumor.
—Insististe en que mantuviéramos discreción sobre nuestros planes —objetó—. Y en cambio…
Anatole la interrumpió.
—Sólo he querido ser cordial.
El reloj de la estación, en la torre, comenzó a dar la hora.
—Parece que seguimos en Francia pese a todo —dijo Anatole. La miró de reojo—. ¿Se puede saber qué pasa? ¿Es por algo que he hecho? ¿Por algo que no he hecho?
Léonie suspiró.
—Estoy contrariada y tengo calor. Ha sido muy tedioso no tener con quien hablar. Además, me dejaste a merced de ese individuo tan desagradable.
—Oh, Denarnaud no era tan malo —dijo él tomándole el pelo y estrechándole la mano—. De todos modos, te pido mil perdones por haber cometido el delito de dormirme en el tren. —Léonie hizo una mueca—. Vamos. Te sentirás mejor, más como tú eres, cuando hayamos comido un bocado y hayamos bebido algo fresco.
T
oda la fuerza del sol les dio de lleno en el momento en que abandonaron la sombra que proyectaba el edificio de la estación. Las nubes pardas de polvo y suciedad se les vinieron encima, agitadas por un viento arremolinado que parecía soplar de todas partes al mismo tiempo. A Léonie se le encasquilló el cierre del parasol nuevo, regalo de Anatole.
Mientras él daba las oportunas indicaciones al mozo con respecto al equipaje, ella se dedicó a absorber el entorno que la circundaba. Nunca había viajado tan al sur. De hecho, sus únicas escapadas fuera de los límites de París la habían llevado tan solo a Chartres o, en las excursiones de la infancia, de picnic a las orillas del Marne. Aquélla era en cambio una Francia muy distinta. Léonie reconoció algunos indicadores de carretera, carteles que anunciaban marcas de aperitivos o cera para las tarimas o linimento para la tos, pero no era un mundo conocido.
La explanada desembocaba directamente en una calle estrecha, no muy larga, bulliciosa, a la sombra de unos tilos. Mujeres morenas, de rostro curtido por el sol; carreteros, peones de ferrocarril y niños desaseados, con las piernas desnudas y los pies sucios. Un hombre con chaquetilla corta de obrero, sin chaleco, con una barra de pan bajo el brazo. Otro, vestido con un traje negro y el cabello muy corto como un maestro de escuela. Pasó un carro de dos ruedas cargado de carbón vegetal y de astillas. Tuvo la sensación de haberse introducido en una escena de los
Cuentos de Hoffmann,
de Offenbach, en donde las costumbres de antaño seguían siendo las mismas de siempre y el tiempo se hubiera detenido.
—Parece ser que hay un restaurante decente en la avenida Limoux —dijo Anatole, que acababa de aparecer a su lado con un periódico local,
La Dépéche de Toulouse,
bajo el brazo—. También hay una oficina de telégrafos, un teléfono y una oficina de correos. En Rennes-les-Bains, por lo visto, también hay de todo, así que no estaremos completamente aislados de la civilización. —Sacó una caja de cerillas Vestas del bolsillo, tomó un cigarrillo de la pitillera y lo golpeó para prensar mejor el tabaco—. Sin embargo, me temo que no hay un lujo tan elemental como un coche. —Encendió la cerilla—. Al menos, no en esta época del año, y menos en domingo.
El Grand Café Guilhem se encontraba al otro extremo del puente. Un puñado de veladores de mármol con patas de hierro forjado y sillas rectas, de madera, con el asiento de mimbre, estaban dispuestos a la sombra de un gran toldo que cubría toda la longitud del restaurante. Unos geranios en macetas de terracota, unos arbolillos rodeados de una cerca de madera con duelas de metal, del tamaño de los barriles de cerveza, daban mayor intimidad a los clientes.
—No es que sea el Paillard —dijo Léonie—, pero sin duda nos servirá.
Anatole sonrió con cariño.
—Dudo mucho que haya salones privados, pero la terraza pública parece más que aceptable, ¿no crees?
Los acompañaron a una mesa bien situada. Anatole hizo el pedido para los dos y trabó fácil conversación con el dueño. A Léonie no le importó distraerse. Los plátanos alineados, los árboles que Napoleón quiso que avanzaran como si fueran su ejército, con su corteza polícroma, daban sombra a la calle. Le sorprendió que no sólo la avenida Limoux, sino también el resto de las calles estuvieran cubiertas de adoquines, en vez de haberlas dejado tal como la naturaleza quiso que fueran. Supuso que era debido a la popularidad de los balnearios cercanos, a la moda de las aguas termales, al gran volumen de
voitures publiques
y de coches particulares que seguramente transitaban por allí en temporada alta.