Anatole se sentía como si fuera un sonámbulo. A su alrededor, todo parecía amortiguado, embozado, o como si aquello le estuviera ocurriendo a otro, y no a él. Sabía que debía preocuparse por el hecho de que iba a tener que emplear las pistolas de su adversario, pero estaba completamente entumecido.
Los dos grupos se acercaron uno al otro.
Denarnaud ayudó a Anatole a despojarse del abrigo. El padrino de Constant hizo lo propio en su caso. Anatole observó cómo Denarnaud palpaba ostentosamente los bolsillos de la chaqueta de Constant, y los del chaleco, para cerciorarse de que no llevaba un libro, ni papeles, ni nada que pudiera actuar como escudo.
Denarnaud asintió, finalmente satisfecho.
—Todo en orden.
Anatole alzó los brazos mientras el padrino de Constant lo registraba para comprobar que tampoco él llevaba ningún arma oculta en su persona. Notó que el reloj le era retirado del bolsillo, y que lo soltaba de la leontina.
—¿Un reloj nuevo, monsieur? Con su anagrama, al parecer. Bonita pieza de artesanía.
En un instante reconoció esa voz ronca. Era el mismo individuo que le había robado el reloj de su padre cuando sufrió la agresión en París. Apretó los puños para contener el intenso deseo de asestarle un puñetazo.
—Déjelo —masculló con rabia.
El hombre miró a su señor, se encogió de hombros y se alejó.
Anatole notó que Denarnaud lo tomaba por el brazo y lo conducía a uno de los dos bastones clavados en tierra.
—Vernier, éste es su sitio.
No puedo fallar.
Se le entregó una pistola. La encontró fría y pesada cuando la tuvo en la mano. Era un arma mucho mejor que las que pertenecían a su difunto tío. El cañón era largo y estaba perfectamente bruñido, y tenía las iniciales de Constant grabadas en oro en la culata.
Anatole tuvo la sensación de estar observándose a sí mismo desde una gran altura. Vio a un hombre que le recordaba mucho a él, el mismo cabello negro como el ala de un cuervo, el mismo bigote, la cara pálida, la nariz enrojecida debido al frío.
Frente a él, a unos cuantos pasos de distancia, vio con toda claridad al hombre que lo había perseguido desde París hasta el Midi.
Entonces, como si llegara de lejos, oyó una voz. De un modo tajante, con absurda rapidez, aquel trámite debía concluir.
—¿Están listos, caballeros?
Anatole asintió. Constant asintió.
—Un disparo cada uno.
Anatole alzó el brazo. Constant hizo lo propio.
De nuevo, la misma voz.
—Fuego.
Anatole no tuvo conciencia de nada: ninguna visión, ningún sonido, ningún olor. Experimentó una total ausencia de emociones. Creyó no haber hecho nada, si bien los músculos de su brazo se contrajeron, sus dedos apretaron el gatillo y oyó un chasquido al levantarse el percutor.
Vio el destello de la pólvora en el cañón y el penacho de humo en el aire. Dos trallazos propagaron sus ecos por la arboleda. Los pájaros alzaron el vuelo en las copas de los árboles de alrededor, batiendo las alas con frenesí, presa del pánico de la huida.
Anatole se quedó sin aire en los pulmones. Le fallaron las piernas. Cayó, se sintió caer, hincarse de rodillas en la tierra dura, pensando en Isolde y en Léonie, y acto seguido el calor se propagó por el pecho, como si fuese por efecto de un ungüento, de un baño caliente, de algo que se filtró por todo su cuerpo helado.
—¿Le ha dado?
¿Fue quizá la voz de Gabignaud? Tal vez no lo fuera.
Figuras siniestras se apiñaron a su alrededor, ninguna identificable ya, ni Gabignaud ni Denarnaud, sino tan sólo un bosque de pantalones negros, o a rayas grises, manos enfundadas en gruesos guantes de piel, botas recias. Entonces oyó algo. Un chillido despavorido, su nombre suspenso con tintes de agonía y desesperación en el aire helado.
Cayó de costado a tierra. Estaba soñando que oía la voz de Isolde llamarle. Pero casi en ese mismo instante comprendió que también los otros oían los gritos. El gentío que lo rodeaba se alejó de él y dejó espacio suficiente para que la viera correr hacia él desde los árboles, con Léonie pisándole los talones.
—No. ¡Anatole, no! —gritaba Isolde—. ¡No!
En ese instante, otra cosa le llamó la atención, algo situado fuera de su campo visual. Se le estaban oscureciendo los ojos. Quiso sentarse, pero un agudísimo dolor en el costado, como una puñalada, lo dejó sin resuello. Alargó la mano, sólo que sin fuerza, y comprendió que había caído en tierra.
Todo empezó a moverse a cámara lenta. Anatole comprendió inmediatamente lo que iba a suceder. Al principio, sus ojos se negaron a aceptarlo. Denarnaud había comprobado que se cumpliesen escrupulosamente las reglas del duelo. Un disparo cada uno, y nada más que uno. Y, sin embargo, mientras él miraba, Constant dejó caer al suelo la pistola que había empleado en el duelo, introdujo la mano en la chaqueta y sacó otra arma, un arma tan pequeña que el cañón le cabía entre el índice y el dedo corazón. Con el brazo continuó el movimiento, un arco ascendente, y acto seguido se volvió a su derecha y disparó.
Un segundo disparo, cuando lo pactado era que sólo hubiera sido uno.
Anatole dio un grito. Por fin tenía voz. Pero ya era tarde.
El cuerpo de ella se detuvo en seco, como si momentáneamente pendiese del aire, y fue entonces propulsado hacia atrás por la potencia de la bala. Se le pusieron los ojos como platos primero por la sorpresa. Luego por el sobresalto, después por el dolor. Él la vio caer. Al igual que él, había terminado por tierra.
Anatole sintió que un grito le desgarraba el pecho. A su alrededor, todo era un caos, un griterío, un pandemónium. Y en medio de todo ello, aunque era sencillamente imposible que así fuera, le pareció oír con claridad la risa de alguien. Se le desdibujó la visión. El negro ocupó el lugar del blanco, despojando de color el mundo entero.
Fue lo último que oyó antes de que la oscuridad se cerrase sobre él.
U
n alarido desgarró el aire en el claro. Léonie lo oyó a ciencia cierta, pero no se dio cuenta de que ese grito había salido de sus propios labios.
Por un instante se quedó clavada en donde estaba, incapaz de aceptar la certeza de lo que estaba viendo con sus propios ojos. Se imaginó que se trataba de un decorado en un escenario, y que la arboleda y cada una de las personas que en ella se encontraban se hallaban ancladas en el tiempo por medio de pintura y pincel o del objetivo de una cámara. Inerte, inmóvil, una imagen de postal en la que aparecían seres reales, seres de carne y hueso.
De súbito, el mundo volvió a ser el que era. Léonie miró la oscuridad y la verdad dejó impresa en su alma su sangrienta huella.
Isolde yacía sobre la tierra húmeda, con el vestido gris manchado de rojo.
Anatole intentó incorporarse sobre un brazo, con el rostro contorsionado por el dolor, antes de hundirse en tierra. Gabignaud se había agachado junto a él.
Lo más sorprendente fue el rostro del asesino de ambos. El hombre al que tanto temía Isolde, el hombre al que tanto detestó Anatole, se había revelado ante sus ojos.
Léonie se quedó helada. Verle, estar tan cerca de él, terminó con el último ápice de valentía que pudiera quedarle.
—No —susurró.
La culpa, cortante como el cristal, traspasó sus frágiles defensas. La humillación, seguida de cerca por la ira, la asoló como el río que desborda las protecciones de la orilla. Allí mismo, a dos pasos de ella, se encontraba el hombre que había ocupado por completo sus pensamientos más íntimos, el hombre con el que había soñado desde el viaje a Carcasona. Victor Constant.
¿Era acaso ella quien lo había conducido hasta allí?
Léonie levantó aún más el farol, hasta ver con toda claridad el escudo en el lateral del coche que se encontraba a cierta distancia, en un lado del claro, aunque no necesitara esa confirmación de que se trataba en efecto de él.
La rabia, repentina, violenta y absoluta, se apoderó de ella por completo. Insensible, ajena a su propia seguridad, se lanzó desde la sombra de los árboles y corrió hacia el grupo de hombres que se encontraba alrededor de Anatole y Gabignaud.
El médico parecía paralizado. La sorpresa ante lo acontecido le había privado de la capacidad de actuar. Se inclinó hacia delante tan rápido que por poco perdió pie, a la vez que miraba atónito a Victor Constant y a sus hombres, y luego, pasmado, a Charles Denarnaud, que era quien había comprobado el estado de las armas y había proclamado que se cumplían a rajatabla las condiciones necesarias para que tuviese lugar el duelo.
Léonie llegó antes a Isolde. Se arrojó al suelo, a su lado, y levantó su capa. La tela gris de su vestido estaba empapada de rojo por el costado izquierdo, como una obscena flor de invernadero. Léonie se quitó el guante y retiró la manga de Isolde para buscarle el pulso. Era tenue, pero latía. Aún quedaba algo de vida en sus venas.
Rápidamente palpó con ambas manos el cuerpo postrado de Isolde y comprendió que la bala la había alcanzado en el brazo. Si no perdía demasiada sangre, seguramente sobreviviría a la herida.
—Doctor Gabignaud, rápido —exclamó—. Ayúdela. ¡Pascal!
Sus pensamientos se precipitaron entonces hacia Anatole. Una tenue nube de blanco aliento en su boca y en su nariz, a la escasa luz del crepúsculo, le habría dado la esperanza de que no estuviese mortalmente herido.
Se puso en pie y dio un paso hacia su hermano.
—Le agradeceré que se quede donde está, mademoiselle Vernier. Y usted también, Gabignaud. No se mueva.
La voz de Constant la obligó a detenerse. Sólo en ese instante se percató Léonie de que aún tenía en la mano el arma, con el dedo en el gatillo, listo para disparar, y sólo entonces comprendió que no era una pistola de duelo. En realidad, al verla, identificó la marca Le Protector, un arma ideada para llevarla en el bolsillo o en un bolso de señora.
Su madre poseía un arma como ésa.
Le quedaban más balas.
Léonie se sintió avergonzada de sí misma por haber imaginado las lindezas que él le habría susurrado al oído. Por haberle dado pie, sin ninguna modestia, sin pensar en su reputación, para que él le prodigase sus atenciones.
Y fui yo quien lo guió hasta ellos.
La culpa se abatió sobre ella con la fuerza del viento y la tempestad que con tanto ímpetu habían sacudido el Domaine de la Cade. Pero se esforzó sin embargo por no perder los estribos y conservar la calma.
Levantó el mentón y lo miró a los ojos.
—Monsieur Constant —dijo ella, y su apellido fue como el veneno en su lengua.
—Mademoiselle Vernier —replicó él sin dejar de apuntar a Gabignaud y Pascal—. Qué placer tan inesperado. Nunca hubiera pensado que Vernier pudiera exponerla a usted a semejante situación.
Su mirada viajó veloz a Anatole, tendido en tierra, y volvió con la misma velocidad a Constant.
—Estoy aquí por decisión propia —dijo.
Constant sacudió la cabeza. Su criado se adelantó seguido por el desastrado soldado, en quien Léonie reconoció al mismo individuo que la había seguido con ojos impertinentes cuando paseaba por la Cité medieval de Carcasona. Desesperada, comprendió que Constant no había dejado ningún cabo suelto.
Los dos hombres sujetaron a Gabignaud y le inmovilizaron los brazos a la espalda a la vez que dejaban caer su farol al suelo. Léonie oyó los cristales hacerse añicos y vio apagarse la llama con un siseo en las hojas mojadas que cubrían el suelo. Sin que tuviera tiempo de entender lo que estaba ocurriendo, el más alto de los dos sacó una pistola de debajo del capote, la oprimió contra la sien de Gabignaud y le descerrajó un tiro.
La fuerza del impacto levantó en vilo a Gabignaud. Le reventó la cabeza por la parte posterior, rociando de sangre y huesos astillados a su ejecutor. Su cuerpo tuvo un espasmo, y otro, hasta quedar inmóvil.
Qué poco tiempo se tarda en asesinar a un hombre, en amputar el alma de su cuerpo.
Ese pensamiento entró y salió de su mente a la misma velocidad que la bala en la cabeza de Gabignaud. Léonie se llevó ambas manos a la boca, tapándosela con fuerza, conteniendo la náusea que la acometía, y terminó por doblarse en dos y vomitar sobre la tierra mojada.
Por el rabillo del ojo vio que Pascal daba un pequeño paso atrás, y otro más. No dio crédito a la idea de que se preparase para huir. Nunca había puesto en duda su lealtad y su firmeza inquebrantable, aunque en esos instantes sin duda sería comprensible que optase por tratar de salvar el pellejo.
Pascal logró entonces que ella le mirase a los ojos, y en su mirada captó en un instante cuáles eran sus intenciones.
Léonie se armó de valor y se volvió hacia Charles Denarnaud.
—Monsieur —dijo en voz alta, con la intención de despistarlos—, me asombra ver en usted a un aliado de este individuo. Será usted condenado en cuanto se conozca la mala fe con que actuó.
Él la miró con una sonrisa de complacencia.
—¿Y qué boca es la que va a acusarme, mademoiselle Vernier? Aquí no hay nadie más que nosotros.
—Cállese usted —le ordenó Constant.
—¿Es que no tiene ninguna consideración por su hermana —le desafió Léonie—, por su familia? ¿Es capaz de deshonrarla de semejante manera?
Denarnaud se dio una palmada en el bolsillo.
—El dinero habla más alto y durante mucho más tiempo.
—Denarnaud, ¡ya basta!
Léonie miró un instante a Constant y reparó por vez primera en que parecía tener un permanente temblor sobre todo en la cabeza y en el cuello, como si realmente le resultase difícil controlar sus movimientos. Pero entonces vio que Anatole movía el pie sin levantarlo del suelo.
¿Estaba todavía vivo? ¿Era posible que viviera? El alivio que sintió en su pecho dejó paso de inmediato al temor. Si aún estaba vivo, sólo seguiría estándolo en la medida que Constant creyera que había muerto.
Había caído la noche. Aunque el farol del médico se había hecho añicos, los otros proyectaban desiguales charcos de luz amarillenta sobre el terreno.
Léonie se armó de valor para dar un paso en dirección al hombre al que había creído que amaba.
—¿De veras vale la pena, monsieur? ¿Vale la pena la condenación de su espíritu? ¿Por qué causa? ¿Por celos, por venganza? Salta a la vista que no es por honor. —Aún dio un paso más, esta vez ligeramente hacia un lado, con la esperanza de proteger de ese modo a Pascal—. Permítame hacerme cargo de mi hermano. Y de lsolde.