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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (16 page)

BOOK: Sé que estás allí
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—No sabía que David era un artista —dijo Wilson mientras recorría las paredes con la vista—. ¿De dónde sacaba el tiempo?

Sarah detectó un levísimo matiz acusatorio en la frase, el tono de un jefe obsesivo que acaba de descubrir a un haragán.

—Veinte años de ratos libres —replicó—. Algunos de estos cuadros se remontan a su época de estudiante de medicina.

—Una obra hermosa. Estoy pensando en uno de los paisajes más grandes para nuestra escuela de comercio. Esa escena invernal en el bosque me recuerda a Robert Frost. «El bosque hondo y fusco veo…».

—Díganos —interrumpió su esposa—, ¿quién es el hombre que ha venido con usted?

—Sí —se unió una de las profesoras—, estábamos diciendo lo extraño que ha sido verlos llegar juntos. Como si David fuese su acompañante.

Sarah señaló el bar.

—Es Nate, el hermano de David. Es asesor de inversiones en Charlottesville. Tiene mucho éxito. Aquí viene.

Nate se abrió paso entre la multitud con una copa de vino y dos cócteles formando un triángulo entre sus manos.

—¿Tú qué has pedido? —Sarah desenredó el vodka de las manos de Nate, mientras Judith cogía su vino.

—Chivas Regal con hielo.

—Nate, te presento a Jim Wilson y su esposa Myra. Jim es el rector de la universidad.

—Por supuesto. —Nate le dirigió una levísima inclinación de cabeza—. David apreciaba su apoyo al nuevo centro sanitario para los estudiantes.

Bien hecho. Sarah sonrió. No había imaginado que Nate prestase atención al trabajo de David.

—Esperamos poder empezar las obras el año que viene —replicó Wilson—. La economía actual ha pasado factura a nuestras donaciones. Creo que ésa es su línea de trabajo.

—Sí, intentamos capear el temporal. —Nate deslumbró a Myra con una sonrisa inteligente mientras alzaba su whisky—. Lo que no nos mata, nos hace más fuertes.

Sarah se disculpó para ir a comer algo, segura de que Nate estaba en su elemento. Siempre sabía cómo manejar a los ricos; al final de la conversación, le pedirían su tarjeta.

Hablando aquí y allá, se abrió paso hasta el centro de la sala, donde un grupo ruidoso pululaba alrededor de una mesa de más de tres metros. Una fuente de flores rebosaba en el centro y parecía salpicar la comida de pensamientos y violetas comestibles. Sarah mojó una brocheta de pollo en la salsa de cacahuete y la espolvoreó con cilantro.

—Hola, querida, estás fantástica. —Margaret surgió de entre la multitud y le pasó el brazo por la cintura.

—La comida es deliciosa; todos están encantados —dijo Sarah.

—Les encantan los cuadros; ¿te has fijado? Casi todos están reservados.

Una estrella dorada pegada en la esquina del marco indicaba si un cuadro se había vendido, y cuando Sarah miró a su alrededor, vio que la sala era una galaxia centelleante.

—Todos quieren su
memento mori
.

Pero interiormente se sentía complacida. Nunca había estado en una exposición donde más de la mitad de los cuadros se vendiese la noche de la inauguración. David habría estado contentísimo.

—Por cierto, —Sarah tomó un largo trago de vodka—, Judith quiere que salgamos después, para celebrar la inauguración. Estás invitada.

—Gracias, pero Judith es un poco demasiado para mí… De todos modos, ésta es toda la celebración que necesito.

Margaret alzó la copa.

—¿Quieres que te la llene? —Nate estaba al lado de Sarah, sacándole la copa medio vacía de la mano—. Acabaré siendo íntimo del barman. ¿Quieres otra? —preguntó, señalando la copa de Margaret.

—No gracias; estoy bien así. —Alzó una ceja mientras Nate se alejaba—. Vaya, vaya. Es muy servicial.

—Ha sido muy amable.

—¿Ah, sí? —Margaret lo siguió con la vista, mientras Nate charlaba con las mujeres casadas de la barra—. Es una belleza, ¿verdad?

—Sí. —Sarah se concentró en una fuente de
bruschetta
—. Es su vocación.

El tintineo de una copa atrajo la atención de todos al centro de la sala, donde una camarera había colocado un pequeño taburete a los pies de Judith. Al encaramarse, Judith extendió los brazos para abrazar a todos los presentes.

—Gracias a todos por venir. Creo que hablo en boca de todos cuando afirmo que lo único que podía completar la noche sería que David estuviese aquí para disfrutar del éxito. —Alzó su copa—. Un brindis por nuestro amigo, nuestro médico y uno de los más asombrosos talentos ocultos de nuestra comunidad, David McConell.

Las copas centellearon por la sala.

—Sé que todos estáis tan impresionados como yo con estas hermosas pinturas. Si queréis una y no habéis tenido la oportunidad de reservarla, quedan unas pocas. —Señaló con un gesto los óleos de mayor tamaño; luego señaló de forma imprecisa los bocetos—. Yo misma estoy tan impresionada con la obra de David que he decidido exhibir algunas de sus mejores piezas en mi galería de Washington. Si vais a viajar a DC en diciembre, espero que paséis por Wisconsin Avenue para ver la exposición. Contará con algunos de los mejores artistas del sur del país.

Otra ronda de aplausos.

—Y ahora quiero proponer otro brindis para los familiares de David que nos acompañan esta noche. Todos conocéis a Sarah. —Las copas brillaron en su dirección—. Y si no conocéis al encantador hermano de David, Nate, os recomiendo que lo hagáis. ¿Dónde estás, Nate?

Nate hizo una seña desde el bar y Judith lo señaló con una de sus largas uñas rojas.

—Un brindis por Sarah y Nate McConell.

Sarah se ruborizó mientras todos alzaban sus copas.

—Parece que Judith te ha casado —susurró Margaret.

Al ver que Nate se acercaba con más bebidas, Margaret dejó a Sarah con un beso en la mejilla.

Dos horas y tres copas más tarde, Sarah y Nate estaban en el vestíbulo despidiendo a los últimos invitados. Nate había estado divirtiendo a Sarah con recuerdos de la infancia, viejas historias que adquirían un nuevo matiz vistas desde la perspectiva del hermano menor y, por primera vez desde hacía un año, Sarah estaba contenta. En parte era el alcohol; siempre que la cruzaba, la sala se mecía como la cubierta de un barco. Pero también sentía la adrenalina de la felicidad: se había vendido toda la obra, todos los asistentes parecían de buen humor. Al pasear la mirada por los cuadros plagados de estrellas, Sarah pensó que quizá David había hecho lo correcto: al morir, el médico se había transformado en artista.

Judith calculaba los beneficios con una calculadora de bolsillo.

—¿Por qué no os vais al bar? Nos encontraremos allí. —Y, señalando la mesa que tenía ante ella—: Y llévate las rosas, es tu noche.

Dejaron el jarrón en el coche de Nate y caminaron dos manzanas hasta llegar a un bar ruidoso donde un concurrido grupo ya estaba de celebración en una mesa de la esquina. El grupo aplaudió a Sarah y Nate cuando entraron y les señaló dos sillas libres. Sarah se sentó junto a una joven asiática que reconoció como la nueva doctora de la universidad. A Sarah le gustó que una mujer fuese el nuevo médico de los estudiantes.

—Meili, ¿verdad?

—Sí. —La mujer sonrió—. Yo invito a la siguiente ronda. ¿Qué queréis tomar?

—Kahlúa con nata para mí —dijo Sarah.

—Tomaré lo mismo —añadió Nate.

El local era ruidoso y estaba lleno de humo; Sarah era incapaz de distinguir las diferentes voces que la rodeaban. Las caras hablaban en su dirección, ofreciendo una combinación de felicitaciones y condolencias, y ella sonreía y asentía constantemente mientras se sumía en sus propios pensamientos, donde el aroma a tabaco se mezclaba con Royal Copenhagen.

Cuando Judith llegó, se sentó frente a Sarah y Nate. Se inclinó sobre la mesa, los tomó a ambos de la mano con sus finos dedos, y prácticamente gritó:

—Quiero que los dos vengáis a Washington para la inauguración. Tengo una cuenta en el Mayflower para los artistas de visita en la ciudad. Podéis quedaros todo el fin de semana.

Sarah siguió asintiendo y sonriendo, mientras saboreaba el Kahlúa frío y dulce. Imaginó el Capitolio en diciembre, columnas blancas y frías como el hielo del fondo de su vaso.

—¿Quieres otro? —preguntó Nate, y ella sonrió como respuesta.

Sarah se recordaba riendo cuando entró esa noche en su casa. Nate dejó las rosas en la mesa de la sala y su americana y el abrigo de Sarah en el respaldo de una butaca mientras ella se desplomaba en el sofá.

—Tendrías que beber un poco de agua. Nate fue a la cocina y volvió al instante con dos vasos de agua.

«Igualito que su hermano —pensó Sarah—; siempre cuidando de las necesidades corporales». Se bebió el primer vaso diligentemente, dos tercios de un tirón, y luego él le tendió el suyo.

—Gracias por ser tan encantador.

Sarah posó la mano en la rodilla de Nate, y él alzó los dedos para besarlos.

Sarah era incapaz de decir lo que pasó a continuación. ¿Fue su mano la que acarició el cabello de Nate? ¿O fue Nate quien, los dedos detrás de la cabeza de Sarah, la atrajo hacia sí y cerró los ojos? En cualquier caso, ella encontró la cabeza de Nate acunada en su palma, su boca a centímetros de las hermosas pestañas de él. Era una lástima, pensó, que un hombre tuviera esas preciosas pestañas, con tantas mujeres condenadas al rímel. Eran como alas de mariposa, abriéndose y cerrándose.

Después Sarah recordaba el sabor de aquellos labios, —Kahlúa, whisky y vino— y el tenue aroma a tabaco cuando Nate se quitó la camiseta por encima de la cabeza. Tenía el torso suave como el de un muchacho y sintió aquel corazón latiendo en sus labios, su lengua, sus pechos. Nate bajó la boca a su cuello y las flores de la tapicería se fundieron con las rosas de la mesa. La sala era un jardín inmenso y fragrante, lleno de mariposas, y Sarah sonrió mientras los pétalos se fundían en líquido.

Capítulo 19

La mañana siguiente Sarah despertó en su habitación. Por el ángulo de la luz, supuso que empezaba a amanecer y las imágenes de la noche anterior le llegaron en pedazos rotos. Le dolían las sienes y, al alzar la mano para frotarlas, sus dedos rozaron un brazo.

—Oh, mierda.

Se llevó la mano derecha a la cara y se tapó los ojos.

Nate dormía sobre el estómago, su muslo desnudo apoyado en la cadera de ella. Sarah separó el cuerpo muy despacio, levantó el edredón y posó los pies en la alfombra. Un rastro de prendas iba de la puerta a la cama: sus medias, bragas, vestido, sujetador. Las recogió una a una, susurrando «joder, joder, joder». Entró en su vestidor y dejó las pruebas en el cesto de la ropa sucia; luego eligió unos vaqueros, un suéter y unas zapatillas de deporte. De vuelta en la habitación, abrió el tocador y dio un respingo al oír el chirrido de la madera, pero la respiración de Nate siguió constante. Sacó ropa interior y calcetines, luego se dirigió a la puerta y la abrió empujándola con el hombro. Antes de irse, echó una última mirada a Nate. Tenía los brazos extendidos en el lado de la cama que ocupaba Sarah, los dedos vacíos la invitaban a volver.

Se vistió en la cocina, todavía maldiciendo su estupidez. ¿Qué le había pasado a su vida para que acabara acostándose con su cuñado? Se imaginó a Vivien Leigh en brazos de Marlon Brando; la viuda ebria y solitaria, con su locura y su deseo. Toda vida era una repetición de las historias arquetípicas.

Pero Nate no la había forzado. Ni siquiera se «había aprovechado» de ella. Las imágenes, que ahora recordaba con mayor claridad, reflejaban un claro consentimiento.

No se podía quedar a desayunar, no le podía preparar tortitas a Nate. No en la mesa que antes había ocupado el fantasma de David. Cogió el bloc de notas que colgaba junto al teléfono:

Siento tener que marcharme tan pronto. Sírvete el desayuno.

Dejó la nota en la mesa, debajo de una bolsa de
bagels
. Bolso en mano, se encaminó a la puerta. En la mesa de centro de la sala, dos vasos dejaban círculos grises de agua, pero no se detuvo a recogerlos. El daño ya estaba hecho.

Sarah agradeció las calles desiertas de un sábado a las siete de la mañana. Con su mente debatiéndose entre las recriminaciones y el placer, apenas era consciente de las líneas que delimitaban su carril de circulación. En los alrededores de la universidad, los madrugadores salían a pasear; ancianos con codos que se agitaban como alas de pollo. «Huye —se dijo—. Huye de la muerte». ¿Y de dónde huía? ¿De la vida, del sexo?

En el fondo, temía que lo sucedido la noche anterior fuese una represalia, su venganza semiconsciente contra el hermano que la había abandonado. Pero ya no sentía ninguna necesidad de venganza. La noche anterior, cuando los amigos de David habían llenado la galería, la estrella en cada cuadro como un beso de aceptación, había sentido una profunda sensación de perdón. Estas personas, al contarle cómo David las había sanado —a veces con medicina, a veces con amabilidad—, le recordaron por qué se había casado con él y por qué quería verlo de nuevo.

El puente zumbó bajo las ruedas del coche. Otro giro a la derecha y se uniría al río, seguiría las curvas de su perezosa corriente, la mujer perdida por el camino serpenteante. Cuanto más se alejaba del cálido cuerpo de Nate, más se tranquilizaba, porque ¿qué más daba, si a los treinta y nueve había gozado de una noche de placer físico? Era mejor no analizar un revolcón de borrachera. Mejor que el recuerdo se evaporase. Nate era el fruto prohibido, que sólo se probaba una vez. «Nunca más —se dijo—. Nunca, nunca más».

Una hora después, cuando detuvo el vehículo ante la cabaña, experimentó la vieja sensación de llegar a una casa vacía. No había luces en las ventanas; el césped estaba sin podar. Al abrir la puerta, se enfrentó a una inmensa quietud. Subió el termostato y dejó el bolso en la mesa.

Probablemente David estaría durmiendo; probablemente tendido como Nate, con el brazo extendido hacia ella, entre unas sábanas vacías. Dejó que la imagen se asentara en su cerebro y, cuando abrió la puerta, se encontró todo tal y como lo había imaginado. David estaba echado sobre el estómago, la cabeza vuelta a la derecha, un brazo extendido hasta tocar el colchón, descansando en la mitad vacía. Su precioso
doppelgánger
.

Ya junto a la cama, Sarah observó de cerca a su marido y advirtió los detalles que lo distinguían de Nate. Las cañas, los kilos de más, las uñas sucias. Silenciosamente, se despojó del abrigo, se desabrochó los zapatos y se quitó los pantalones. Se metió en la cama sin tocarle la piel, se tapó los hombros con las mantas y con respiraciones muy, muy profundas, arrasó su conmoción matinal hasta que Nate se hubo disipado como la bruma de la mañana. Una cama distinta, un hermano distinto; el error había sido corregido. Pronto se dormiría y podría empezar nuevamente el día.

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