Ésta es la historia de Sarah, una mujer de treinta y nueve años que pierde a su marido en las aguas de un río cercano a una pequeña ciudad, en Estados Unidos. Unas semanas después de su desaparición, empieza a verlo en todas partes: en el supermercado, en el jardín de su casa, en la calle… Y, desde luego, piensa que se ha vuelto loca.
Sus amigas le dicen que es normal, que forma parte del duelo… pero ¿y si hubiera otra explicación? Al fin y al cabo, no encontraron su cadáver… ¿Y si no es un fantasma y sigue vivo? ¿Y si ha planeado volver a su vida? Sé que estás allí es una inolvidable novela que te hará dudar de tu propio criterio.
Laura Brodie
Sé que estás allí
ePUB v1.0
Crubiera04.08.12
Título original:
The widow ‘s season
Laura Brodie, 2011.
Traducción: Magdalena Palmer.
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.0
Para Julia, Rachel, Kathryn y especialmente John:
Que viva muchos años.
Adóptelo como un observador y un guardián para sí, no tan sólo de las acciones externas… sino también de su conciencia… y no se comporte de manera que sus airados manes se venguen de su mujer disoluta y malvada.
De la conducta adecuada de una viuda hacia su esposo,
J
UAN
L
UIS
V
IVES,
De institutione feminae christianae
, dedicado a Catalina de Aragón en 1523.
Espíritu
El marido de Sarah McConell llevaba tres meses muerto cuando ella lo vio en el supermercado. Estaba en el pasillo de artículos de temporada, contemplando una muestra de calabazas de plástico, cuando, brevemente, alzó la cabeza y la miró a los ojos. Allí, en su rostro inalterado, Sarah vislumbró una combinación tan extraña de añoranza e indecisión que su primer impulso fue correr hacia él y estrechar su cuerpo contra esa inolvidable camisa de franela verde. Pero la embargó una sensación tan fría de nerviosismo, de sangre palpitante, que su única respuesta fue una muda parálisis. En los segundos que tardó en recuperar el aliento, él ya había doblado la esquina y se había ido.
Oyó el grito entrecortado antes de reconocer su propia voz: «¡David! ¡Espera!». Luego abandonó el carrito y corrió tras él.
Cuando llegó al final del pasillo y dobló a la izquierda, no vio más que un muro de leche y huevos, mezclado con las caras de desconocidos recelosos. Comprobó de inmediato un pasillo tras otro, sin encontrar nada de nada. Corrió a la entrada de la tienda y buscó en dirección contraria, miró en los pasillos a la izquierda, comprobó las colas a la derecha. Las hileras de papel de cocina, fruta envasada y cajas de cereales nunca le habían parecido tan estridentes; los logos dibujados se mezclaban con sus confusos pensamientos.
Se apresuró al aparcamiento y gritó de nuevo el nombre de David. Pero entre el puñado de personas que abrían las puertas de sus vehículos y cargaban los maleteros, no había hombres morenos vestidos con vaqueros y franela verde.
Cuando regresó al supermercado, el encargado ya bajaba de su cubículo elevado. Su sonrisa anodina parecía asegurar que ya había visto todo eso antes. Una madre presa del pánico por un niño perdido. Con un reducido equipo de búsqueda, acabarían por encontrar al preescolar errante embobado ante el tanque de las langostas o escondido detrás de una bombona de helio.
—¿Ha perdido a alguien?
Las palabras se demoraron en la cabeza de Sarah.
—Sí. —Había perdido a alguien.
—¿Qué aspecto tiene?
Los ojos oscuros de Sarah seguían escrutando el supermercado. Presentía vagamente que, si se quedaba junto a la salida, le cerraría el paso a David.
—Llevaba su gorra de béisbol de los Yankees.
—¿Cómo se llama?
—David.
—¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y tres.
La sonrisa del encargado se marchitó.
—¿Cuarenta y tres?
Sarah se paró a examinar al hombre. Reparó en su negra corbata, la tarjeta roja, blanca y azul con su nombre y su frágil paciencia.
—Es mi marido.
Fue casi cómico, lo rápido que la amabilidad se borró del rostro del hombre. A sus ojos no era ya una madre joven y encantadora, necesitada de un brazo firme. No era más que otra chiflada ruidosa, una mujer madura de expresión desencajada cuyo cabello castaño escapaba de las horquillas plateadas.
—¿Quiere que lo llame por megafonía?
Las palabras eran más displicentes que curiosas. Los pensamientos del encargado ya regresaban a la pantalla de su ordenador.
Sarah se imaginó esperando en Atención al cliente mientras un desconocido llamaba por megafonía a su difunto marido, y gradualmente la histeria empezó a abandonarla. ¿Por qué había venido ella aquí? ¿Qué quería de este lugar?
—No hace falta.
Lo único que deseaba era volver a la tranquila seguridad de su casa.
Al salir de nuevo al aparcamiento, advirtió cuánto había empalidecido el cielo. Las hojas de los arces, tan encendidas dos semanas antes, estaban arrugadas y caían como ceniza. Cuando cruzó la calle, notó el viento de octubre a través del punto del suéter.
Entró en el Volvo ranchera, cerró la puerta, se abrochó el cinturón de seguridad y metió la llave en el contacto. Luego se reclinó en el asiento, cerró los ojos y lloró muy, muy quedamente.
—Hoy he visto a David.
Sarah estaba sentada en la cocina de su vecina; acariciaba el borde de una taza de café vacía con la yema del dedo. Margaret Blake, una inglesa alta de corto cabello cano, se inclinó sobre la encimera para introducir una bola plateada en una tetera azul. Sarah se preguntó si sus palabras harían que Margaret se estremeciese o se volviera de inmediato. Pero no detectó el menor titubeo en las manos de su amiga cuando buscaron el cubreteteras guateado.
Desde que, tres años atrás, la hija menor de Margaret se marchó a la universidad, el té del viernes por la tarde se había convertido en un ritual para ambas mujeres. Era un momento para hablar de jardines y política, de regañar a presidentes desafortunados y a primeros ministros inútiles.
Era asimismo un momento para el luto, pues Margaret también era viuda. Habían transcurrido cinco años desde que encontró a su marido en el jardín trasero, tendido entre un montón de ramas podadas de manzano silvestre. Durante cinco primaveras, ese mismo árbol había florecido y se había marchitado en un aniversario floral, haciendo que, en cada ocasión, Sarah se preguntase qué habría impelido a Ethan Blake, un hombre conocidamente temperamental, a ponerse, de pronto, a podar. ¿Había intuido que algo iba a truncarse ese día? ¿Que era necesario cortar una rama vieja?
Hasta entonces, sus labores de jardinería se habían limitado a alguna tarde de cortacésped. Sarah aún lo veía, las gafas de montura metálica resbalándole por la sudorosa nariz mientras mecía el cortacésped adelante y atrás, entre las lilas y las forsitias.
Desde su silla de la cocina tenía una vista despejada de la sala, donde Margaret había dispuesto un homenaje privado en la repisa de la chimenea. A derecha e izquierda, fotografías de sus dos hijas, de veintiún y veinticuatro años, alegres testimonios de salud y juventud. Entre ambas, una fotografía con marco de ébano mostraba haces de luz filtrándose entre las ramas de un manzano silvestre.
Sarah era una de las pocas personas que entendía toda la trascendencia de la imagen. Sabía que Margaret, al llegar a casa esa tarde de primavera y encontrarse a su marido pulcramente tendido sobre la espalda, los ojos sin vida abiertos al resplandeciente sol, había decidido echarse a su lado, mirar las ramas del manzano y ver lo que él había contemplado durante sus últimos minutos de vida. Allí, con las ramas en los omóplatos y la mano de Ethan tocando la suya, había quedado tan impresionada por los brillantes fragmentos de cielo azul que, después de entrar y llamar al 911, había salido de nuevo con la cámara. Y el resultado estaba en la repisa de la chimenea, un tríptico sobre el inicio y el final de la vida.
«Será algo británico —pensó Sarah— este pragmatismo ante la muerte». Margaret Blake no iba a alterarse por la aparición de un muerto en un supermercado.
—¿Dónde lo has visto? —Margaret se volvió y llevó la tetera a la mesa.
—En Food Lion.
—Creía que comprabas en Safeway.
Sarah sonrió. Qué típico de Margaret, transformar lo mórbido en mundano.
—Hacía unos recados al otro lado de la ciudad.
Menos mal que no había pasado en Safeway. Había ocho mil habitantes en Jackson, Virginia, y siempre que compraba en ese supermercado se encontraba con colegas del departamento de Inglés, o con antiguos pacientes de David. Hasta los mozos de Safeway tenían caras familiares: la adolescente con síndrome de Down, el hombre del pendiente negro. Sarah los habría evitado durante semanas si hubieran presenciado lo que ahora empezaba a considerar su «episodio».
Margaret se sentó y sirvió dos tazas de Earl Grey. Depositó la tetera en una servilleta de lino y ofreció a Sarah una jarrita azul de leche con escenas de la catedral de Canterbury. Los amigos siempre traían a Margaret estos recuerdos de sus vacaciones en Europa, como si una atea de Manchester fuera a sentir nostalgia de Thomas Beckett.
—Veía a Ethan por todas partes tras su muerte. —Margaret entrelazó las manos en la taza—. Entre la gente, en el tráfico. Lo veía en un coche que me adelantaba y conducía como una loca para alcanzarlo. Pero nunca era él.
Sarah asintió con un gesto. En las primeras semanas de su viudedad, habían abundado los falsos avistamientos. Siempre que pasaba a un hombre de la complexión y el color de cabello de David sentía un breve destello de reconocimiento, invariablemente roto por la cara de otro desconocido.
—Pero esta vez fue distinto. Esta vez reconocí su camisa y su gorra de los Yankees. Y él me miró directamente.
—¿Y qué pasó?
—Desapareció.
—Oh.
Margaret dejó la taza y se concentró en el azucarero: rompió los terrones grandes con la punta de la cuchara. Sarah notó que se le tensaba la mandíbula con cada golpe plateado. ¿Qué tenía que decir para ganarse un gesto de legitimación? Las únicas palabras que le vinieron a la cabeza fueron el mismo estribillo predecible que había repetido los últimos tres meses.
—Aún no han encontrado su cuerpo.
Y aquí Margaret sí titubeó, lo bastante para mirarla a los ojos.
—Lo encontrarán.
Durante sus trece años en Jackson, Sarah había presenciado miles de riadas como la que se había llevado a David. A veces el agua aparecía en plena sequía, cuando la tierra estaba demasiado reseca para absorber una tormenta repentina. Otras veces los aluviones remataban semanas de lluvia continuada, transformando plácidos arroyos y ríos en torrentes embarrados y espumosos. Los vecinos contaban historias de pueblos de montaña arrasados por riadas nocturnas; del agua que subía la escalera de las caravanas y se filtraba entre las patas de la cama, mientras las familias dormían. Pero Sarah sólo sabía de unas pocas muertes aisladas: un universitario borracho que hacía piragüismo en una barquita hinchable en Possum Creek, una mujer al volante de un Honda Civic que intentó cruzar un puente inundado y se la llevó la corriente cuando salía por la ventanilla.