Se le puso la piel de gallina al leer las palabras «desaparecido y posiblemente muerto». Recordó la extraña sensación del río, cuando el sol apareció como una revelación divina y él sintió que su espíritu ascendía a la superficie. Aquí, en el medio infalible de la letra impresa, estaba la confirmación de su muerte.
Continuó leyendo. Supo que Sarah había llamado a la policía después de esperar una hora bajo la lluvia y de intentar localizarlo en el móvil. Pobre Sarah. Entró de nuevo en la tienda y fulminó con la mirada a la mujer que hablaba por teléfono. Ella se volvió de espaldas.
De nuevo en la mesa, David leyó los párrafos finales. La policía había encontrado su kayak y sus efectos personales a lo largo de la orilla, cerca de Buck Island. Hoy los equipos de rescate dragarían las aguas profundas por encima del embalse, utilizando perros en las embarcaciones, por si detectaban el cadáver. «Nunca me encontrarán ahí», pensó David y, mientras imaginaba su fútil búsqueda, una sonrisa inesperada tiró de sus labios. Se le ocurrió que no tenía que contactar con la consulta de inmediato. Nadie le esperaba en el trabajo esa mañana. La muerte le había concedido unas vacaciones y se sentía como un niño que, al despertar, se encontraba ante una nevada imprevista.
Claro que tendría que llamar a Sarah. Estaría desolada. Pero cuando se levantó una vez más para ir al teléfono, una extraña sensación lo retuvo. De algún remoto rincón de su mente, una emoción salió a la superficie: curiosidad morbosa. ¿Cómo reaccionaría Sarah ante su muerte? ¿Estaría destrozada por el dolor? ¿Lo echaría muchísimo de menos? ¿Le importaría tanto como le importaban todos esos bebés? ¿O, en el fondo de su alma, se sentiría aliviada? Llevaban tanto tiempo al borde de la separación, que tal vez aquello fuese una oportunidad, quizá voluntad divina.
Y entonces llegó el impulso, tan concreto que casi le dolió: un inconfundible deseo de huir. Era ridículo, por supuesto. Tenía una esposa, un trabajo, una hipoteca. Era una persona responsable, conocido por hacer siempre lo correcto. Pero ¿qué era lo correcto para un hombre que pasaba de los cuarenta, cuyo matrimonio y cuyo trabajo se habían estancado? ¿No había imaginado algo más en la vida, cierto sueño que aún era posible? A su alrededor, los árboles le incitaban con susurros, le animaban a desaparecer entre sus sombras; y, viendo la aprobación de sus ramas, David se sentó de nuevo.
Diez minutos más tarde pedaleaba de regreso a la cabaña, alejándose cada vez más del teléfono. Se dijo a sí mismo que ese retiro sólo sería temporal. Acabaría el cuadro, descansaría un poco y al día siguiente volvería a su vida. El cuadro sería un regalo para Sarah, en desagravio por su egoísta ausencia. Ella era su Penélope esperando al esposo naufragado.
Sin embargo, esa noche, mientras la oscuridad se extendía entre las copas de los árboles, fue él quien asumió el papel de Penélope. Inclinado sobre el caballete, con un paño húmedo, borró el ganso que había pintado esa tarde. Su obra no estaba completa; necesitaba un día más.
La mañana siguiente se levantó temprano, pintó durante una hora y después rescató la caña y los aparejos de pesca de entre las telarañas del cobertizo. Cuando sacudió sus botas altas de goma, cayeron escarabajos muertos. Con una mano enguantada, buscó nidos de rata en el fondo de las botas antes de calzárselas como si fueran moldes de yeso y avanzar pesadamente entre los árboles. La punta de la caña se enganchó algunas veces entre las madreselvas, pero finalmente llegó a su lugar de pesca favorito, donde el río descendía en amplios arrecifes escalonados. Allí puso en la caña su mosca de la suerte, se adentró en el río hasta las rodillas y empezó a batir la superficie del agua, mientras el sedal silbaba una canción sin melodía. Al principio pensó en Sarah y en todas las excusas que le daría por su desaparición, pero después de que picase el primer pez, no le preocupó nada durante el resto de la mañana.
Dos horas después, al regresar andando con dos truchas en el cubo, vislumbró la mancha verde de su jardín y se quedó paralizado. Había un policía en la terraza, con la pistola enfundada a un costado.
Por supuesto, pensó David mientras se agachaba detrás de un árbol. Tendría que habérselo esperado. Enviarían a alguien para que registrase la cabaña. Probablemente habían peinado el bosque desde Buck Island hasta este punto, tal vez con perros; perros que habrían encontrado su rastro en la orilla próxima al canal y lo habían seguido hasta la puerta trasera de la cabaña. Quizá los perros lo oliesen ahora y le obligaran a salir, avergonzado y disculpándose, el ridículo absentista.
El policía se quitó el sombrero y David se relajó. Conocía a ese hombre. Era Carver, Carver Petty, un hombre negro que rayaba los cuarenta, el policía favorito de la universidad. Carver era la clase de policía que nunca arrestaba a los estudiantes por emborracharse en público, a diferencia de sus colegas excesivamente diligentes. Cuando encontraba a chavales de la universidad vomitando en los arbustos del parque, los acompañaba al hospital del campus, donde podían dormir la mona vigilados por una enfermera.
«Eres un buen hombre», le había dicho David a menudo, tomando algún ebrio estudiante de primero de manos de Carver. Para mostrarle su agradecimiento, David había ofrecido asistencia médica a su hija de nueve años, ahorrándoles el copago en la consulta del pediatra. Carver la criaba solo, desde que su esposa se había largado ocho años antes. Afortunadamente la niña gozaba de una salud excelente y sus problemas se limitaban a bronquitis leves en invierno y urticarias en verano. David los mandaba a casa con muestras gratuitas de hidrocortisona.
Ahora Carver había venido a investigar la cabaña, el último lugar donde se sabía que el doctor McConell había estado con vida. David intentó recordar si había dejado señales recientes de su estancia. No había desayunado, así que no había comida en la mesa, ni ninguna radio encendida, ni ninguna puerta abierta. Sólo estaba el cuadro, todavía húmedo en el caballete. Se preguntó si Carver lo habría notado; quizás estuviera esperando a que el médico volviese.
Mientras David se preguntaba qué hacer, vio que Carver se llevaba el sombrero al corazón, miraba el río y se enjugaba los ojos con la mano izquierda. Y, con un pequeño gesto de consternación, David supo que estaba a salvo.
Una hora después, volvía a estar solo y de vuelta a su pintura, rascando una capa de plumas con una espátula. Mañana volvería a casa, se dijo. Sería el tercer día, el tiempo adecuado para resucitar a un muerto. Se aparecería a Sarah primero y quizás ella lo perdonase. O quizá no. El momento del perdón tal vez hubiese quedado atrás.
La mañana siguiente, mientras paseaba lentamente por el bosque, intentó imaginar una historia plausible. La amnesia era cómica, un brazo o una pierna rotos demasiado fáciles de probarse falsos. La hipotermia, no obstante, le dio que pensar. Era un diagnóstico lógico. Podía decir que después de casi ahogarse, la caminata bajo la lluvia lo había dejado postrado con un grave resfriado, además del tobillo torcido. El segundo día había intentado llegar a la tienda (lo que explicaría que se hubiese perdido la visita de Carver), pero la hinchazón era tan grave que, tras andar un kilómetro y medio, se había visto obligado a regresar.
David revisaba sus síntomas con esmero profesional cuando, al aproximarse al extremo oriental de la cabaña, se detuvo bruscamente. El Accord azul de Margaret estaba aparcado en el camino, lo que sólo podía significar una cosa: Sarah había venido a buscarle. Vería los platos en el fregadero, la pintura en el caballete y el juego habría terminado. Sarah reconocería las señales de vida.
Se preguntó si debía entrar en la cabaña y confesarlo todo, confiando en que la ira de las mujeres se desvaneciera con el tiempo. Y quizás eso hubiera sido lo más apropiado, pero en su lugar se acercó a hurtadillas a la ventana de la cocina y se asomó, escondido detrás de un rododendro. Vio que Margaret tiraba su comida: el jamón, la mayonesa, las manzanas y los tomates. «Debe de odiarme», pensó mientras veía cómo sus provisiones desaparecían en una bolsa de basura. Pero luego contempló a Sarah, de pie ante el caballete, examinando los pinceles remojados en trementina. Y, curiosamente, no había enojo en su mirada, su boca no estaba lista para reprender. Parecía triste y contemplativa, una expresión que él había observado en hospitales y cementerios. David comprendió que estaba mirando a dos viudas que habían venido a limpiar el desorden dejado por un hombre muerto y, por primera vez desde su ausencia, se sintió abrumado por la vergüenza.
Se hizo un ovillo, la espalda apoyada en los tablones de cedro, y presionó los dedos contra la sien. Qué idiota era. Qué hijo de puta. Él, el médico, estaba causando dolor.
De haber estado Sarah sola, David se hubiese mostrado de inmediato, pero temía el desprecio de Margaret. Su retiro en el bosque se antojaría patético a la naturaleza pragmática de Margaret. Debería esperar otra ocasión en que pudiese hablar con Sarah en privado.
Al ver que Sarah se dirigía al dormitorio, David rodeó silenciosamente la cabaña hasta el lado norte. A través de un cristal sucio empañado de telarañas, la vio alisar el colchón, tensar la sábana y doblar quince centímetros el extremo superior, perfectamente horizontal. Metió la sábana bajo el colchón, ahuecó dos almohadas y las colocó encima del pliegue. Luego se sentó en la cama y se quedó mirando el armario.
«Si llora, iré a su lado». Nunca había soportado ver llorar a Sarah. Siempre que ella sufría, se había apresurado a solucionar el problema con una broma, un ramo, una receta. Ésa era la razón de que se hubiera sentido tan impotente durante los abortos, de que se hubiera quedado en el sótano mientras ella lloraba en la cama. Porque todo lo que podía hacer era ofrecerle tazas de manzanilla, besarle la frente, frotarle los hombros y limpiar el cuarto de baño y las sábanas ensangrentadas.
Lo rememoró todo mientras buscaba indicios de angustia en el rostro de Sarah. No había lágrimas, ni sollozos. Su expresión era estoica, lo que hizo que la observase con más detenimiento incluso. ¿Esta mujer lo echaba realmente de menos? Interpretar a Sarah era muy difícil. No era como las jóvenes pacientes que trataba, que veían la universidad como el momento de manifestarse, de decir: «Mire esto, doctor. Míreme a mí». Su esposa nunca había invitado a la observación, que era una de las cosas que más atraía a David. Sarah tenía capas de reserva que protegían un corazón que era genuina, intensamente cálido… cuando él lograba llegar hasta él. Durante los últimos años, le había resultado cada vez más difícil acceder a su caldeado núcleo, por lo mucho que ella lo protegía. De todos modos, sintió una extraña emoción al observarla, al intentar interpretar sus gestos más sutiles. Él sabía, por supuesto, que espiarla de ese modo era una tentación frívola. Los médicos conocen el horror y la fascinación que despiertan las tragedias ajenas; el espectáculo del sufrimiento humano era un placer sádico.
David se alejó y regresó al bosque. Cuando se hallaba a unos quince metros de la cabaña, se sentó al pie de una colina y esperó a oír que la puerta se cerraba, que el motor se encendía. Cuando oyó el repiqueteo de las ruedas en la gravilla, volvió la vista y vio un destello de metal azul que se llevaba a Sarah.
Esa noche en la cabaña, David se sintió, por primera vez, inequívocamente muerto. Durante los últimos días se había deleitado en la posibilidad de una nueva vida, pero ahora lloraba a la antigua. Intentó tranquilizarse, diciendo que aún tenía tiempo. Tiempo para confesar, para regresar a su rutina anterior. Pero ¿qué podría ser su antigua vida, más que limitada?
Al día siguiente tendría que volver a la tienda, para reemplazar la comida que Margaret había tirado; y ahí debería enfrentarse al teléfono, esperando como la esposa que tenía abandonada. Ésa sería la hora de la verdad, el punto sin retorno.
Durmió de forma intermitente toda la noche, recordando a Sarah sentada al pie de esa misma cama, recorriendo la habitación con sus ojos tristes y oscuros. Era cruel permitir que una mujer llorase la muerte de un hombre vivo, cruel dejarla sola en su casa vacía. Pero su matrimonio ya había sido una especie de luto, y cualquier alegría momentánea que ella sintiese ante su reaparición no duraría mucho. David se dijo que la mejor oportunidad para ser felices era cambiar sus vidas, y éste era un cambio que iba más allá de lo imaginable.
Al amanecer, ya lo había decidido. Se quedaría en la cabaña y crearía una nueva vida, algo que Sarah quizá quisiera compartir. Cuando llegase el momento, volvería y le preguntaría si quería empezar de nuevo.
Durante el trayecto a la tienda, consideró todo lo que dejaba atrás. La universidad estaría bien sin él; varios médicos de la ciudad estarían encantados de sustituirle y los estudiantes que eran sus pacientes iban y venían con tanta frecuencia que apenas había establecido vínculos duraderos. Para dolencias graves, los alumnos solían acudir a su médico de familia y, en cuanto al cuerpo docente, la mayoría solía evitar la sala de espera, temiendo encontrarse con estudiantes que les pidiesen prórrogas.
En conjunto, sorprendentemente se sentía con muy pocas obligaciones hacia otros seres humanos. Sus amigos estaban tan ocupados con sus trabajos y sus hijos, que no tendrían mucho tiempo para llorarle, y Nate tenía tanto en que consolarse, entre sus mujeres y su riqueza, que nunca sufría demasiado. Sólo Sarah era capaz de un sufrimiento prolongado. Sarah, con sus recuerdos, su poesía, sus filosofías inconsecuentes. No podía dejarla en el limbo. Finalmente tendría que verla, explicárselo todo y darle el poder de decisión de lo que debía suceder en sus vidas.
En la tienda, retiró doscientos dólares del cajero automático. Supuso que Sarah ni lo notaría; nunca controlaba las cuentas y tenía sólo una noción aproximada de los totales. Siempre tenían fondos y cuando el banco les enviaba los extractos de las cuentas, Sarah simplemente echaba un vistazo al saldo y dejaba las hojas en su montaña de papeles para archivar. La viudedad posiblemente cambiaría sus costumbres, pero eso le llevaría meses y, para entonces, ya habrían hablado. Entretanto, el cajero automático sería su cómplice.
Iba a necesitar más cosas. Dos mudas de ropa interior eran insuficientes para empezar una nueva vida y la tienda de la carretera apenas tenía comida: fruta envasada, pan de molde, cartones de leche caducados. Necesitaba, por desgracia, un Wal-Mart. Sarah casi nunca compraba en el de las afueras de la ciudad. Si él iba allí por la mañana temprano, era poco probable que se encontrara con algún conocido.